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El médico nazi Josef Mengele, conocido por sus atroces experimentos en Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial, evadió la justicia y se ocultó en Sudamérica, específicamente en Argentina y Brasil, donde murió en 1979 mientras nadaba en una playa. Su identificación post mortem, en 1985, resultó crucial para el avance de la ciencia forense, contribuyendo al desarrollo del Equipo Argentino de Antropología Forense y destacando la importancia de la tecnología en la identificación de restos humanos. A pesar de sus crímenes y su huida, la exhumación de Mengele permitió confirmar su identidad y cerrar el capítulo de uno de los criminales más buscados de la historia, cuyo legado de atrocidades ahora puede ser utilizado para fines educativos y científicos.
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Tras sus horrorosos experimentos durante el Holocausto, el médico criminal se instaló en Sudamérica y adoptó varias identidades. Nunca fue atrapado ni juzgado por sus crímenes y murió en una playa de Brasil en 1979. Seis años después, lo identificaron.
Dueño de un sadismo pocas veces visto, Josef Mengele pasó a la historia como el médico nazi que experimentó con gemelos, torturó a judíos sin anestesia y diseccionó a otros miles de prisioneros en Auschwitz para “probar” sus disparatadas hipótesis sobre la eugenesia. También a personas con discapacidad, enanos y aquellos con labios leporinos, por nombrar apenas una parte de la lista.
Nunca llegó a ser juzgado por sus crímenes de lesa humanidad durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), pero paradójicamente fue su muerte en 1979, mientras nadaba en una playa de Brasil, donde se había ocultado tras pasar por Argentina y Paraguay, la que contribuyó indirectamente al avance de la ciencia forense.
La identificación del cuerpo del “ángel de la muerte” impulsó el desarrollo del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en paralelo al trabajo de expertos brasileños, alemanes y estadounidenses con una tecnología revolucionaria para 1985, cuando finalmente se confirmó que ese cráneo, uno que parece igual al de cualquier ser humano, era el del responsable del horror bajo una de las tantas identidades que adoptó hasta el último de sus días.
Nazis en Sudamérica: el refugio de los peores criminales de la historia
Cuando la Alemania nazi estaba por caer, muchos oficiales de la SS emprendieron las famosas rutas de escape (“ratlines”) por distintos rincones de Europa hasta cruzar el océano Atlántico y llegar a la tierra prometida. Más allá de Chile, Paraguay o Brasil, fue Argentina el lugar de desembarco por excelencia. Algunos se lo atribuyen a Juan Domingo Perón y su posición neutral durante la guerra.
De hecho, sobran ejemplos en el imaginario estadounidense referidos a la fama del país trasandino como paraíso nazi. Hay, incluso, un error de película: en “X-Men: primera generación” (2011), un nazi se resguarda en una Villa Gesell con montañas, como si fuera la Patagonia, aunque en la realidad es un balneario.
Dejando la ficción y el mito tan extendido, en Argentina los fugitivos del genocidio llegaron a ocupar cargos y a integrarse socialmente. El ejemplo emblemático: la vida plena en Buenos Aires que gozó el alemán Adolf Eichmann (1906-1962), arquitecto del plan que dio muerte a seis millones de judíos durante el Holocauso. Sin embargo, no sucedió así en Brasil, donde los criminales de guerra llegaron en declive, como le pasó a Josef Mengele, el médico a cargo de Auschwitz.
En enero de 1945, ante la inminente liberación del campo de concentración, el “ángel de la muerte” fue transferido a otra área alemana en Gross-Rosen, donde se llevó sus registros de experimentos y algunos especímenes. Apenas fue pasajero, ya que su derrotero siguió hasta el puerto de Génova (Italia), donde obtuvo un pasaporte bajo el alias de Helmut Gregor, un “miembro” de la Cruz Roja.
Para julio de ese año, Mengele ya estaba instalado como carpintero en una pensión del partido de Vicente López, en los suburbios del área metropolitana de Buenos Aires. Trabajó como agente comercial de su emprendimiento agrícola y se cruzó con Perón en la quinta presidencial de Olivos, según algunos cronistas de la época.
Pero, en 1959, sintiendo la muerte en los talones, decidió huir a Paraguay y, un año después, a Brasil. En paralelo, la República Federal de Alemania, Israel y cazanazis como Simon Wiesenthal intensificaron sus esfuerzos para localizarlo y llevarlo ante la Justicia.
A pesar de las numerosas solicitudes de extradición del gobierno de la Alemania Occidental y de las operaciones del Mosad, Mengele logró evadir la captura. Vivió bajo identidades falsas, disfrutando la clandestinidad y creando otro terrorífico mito acerca de sus obsesiones eugenésicas en Cândido Godói, una localidad en el estado de Río Grande do Sul, en la frontera con Argentina. Es conocida como “la tierra de los gemelos”: un 35% de los nacidos entre 1959 y 2014 fueron gemelos.
Durante una época, de aquí para allá, con la suerte de su lado, el jerarca del nazismo residió en zonas agrícolas hasta que encontró un hogar más cómodo (y resguardado) en la casa de los expatriados húngaros Geza y Gitta Stammer. Su última documentación “prestada” fue la de Wolfgang Gerhard, un conocido suyo que había fallecido súbitamente. Replicó ese mismo destino en 1979.
Mientras nadaba pacíficamente en la playa de Bertioga, en São Paulo, Josef Mengele, registrado con 54 años, pero de 67 biológicos, sufrió un ictus y murió. Lo enterraron como Wolfgang Gerhard, tal como indicaba su certificado de identidad, pero había otros rumores firmes acerca de ese cuerpo tapado por la tierra.
La exhumación de Mengele en Brasil: un aporte clave para la ciencia
Seis años después, en 1985, la policía alemana interceptó cartas enviadas por Wolfram y Liselotte Bossert, un matrimonio austriaco que había escondido al médico en Brasil, en las que hablaban de su muerte con Hans Sedlmeier, un antiguo empleado que trabajó para la familia Mengele en Alemania. El superintendente de la Policía Federal de São Paulo, Romão Tuma, inició una investigación formal.
Fueron los Bossert, una vez detenidos, quienes señalaron el lugar exacto donde se encontraba enterrado el cadáver de Mengele, en la misma fosa del tal Wolfgang Gerhard, en el cementerio de Embu.
Con la presión mediática encima, en junio de 1985, los restos de Mengele fueron exhumados y trasladados al Instituto Médico Legal de São Paulo. El antropólogo forense estadounidense Clyde Snow, que había sido clave en la identificación de víctimas de la dictadura cívico-militar argentina entre 1976 y 1983 a través de la fundación del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), tenía claro que su trabajo iba más allá de identificar a Mengele y cerrar semejante misterio. Era por un bien mayor frente a la justicia que nunca alcanzó al criminal más buscado en el mundo.
Snow lideró el equipo en la investigación conformado por especialistas de Alemania Occidental, Estados Unidos y Argentina, entre los que destacaron Eric Stover y Lowell Levine. Todos eran conscientes de que los juicios de Nüremberg eran recientes aún, por lo que la identificación de restos humanos podía confirmar si ese criminal continuaba prófugo -y por ende, con una investigación abierta- o había que darlo por muerto.
Como la tecnología de identificación por ADN no estaba disponible en esa época, recurrieron a métodos tradicionales para confirmar a quién pertenecía el esqueleto. Uno de los especialistas consultados, Ellis Kerley, utilizó una técnica que él mismo había desarrollado: el conteo de osteonas, unas estructuras básicas del hueso, que pudo determinar la edad del occiso.
Además, los científicos encontraron otras pruebas coincidentes, como una fractura en la cadera, probablemente causada por un accidente de moto que Mengele había sufrido durante su tiempo en Auschwitz, y su diastema característico en los dientes frontales.
Por su parte, el antropólogo Richard Helmer aplicó una técnica de superposición de imágenes, comparando fotografías de Mengele con el cráneo exhumado, y llegó a la conclusión de que ambas correspondían a la misma persona. Apareció luego una radiografía para sumar a las pruebas. Al principio, los israelíes se resistieron al informe hasta que a principios de los años 90 se le hizo un examen de ADN a Rolf Mengele, el único hijo del médico, que comprobó lo obvio.
Aquel esqueleto, que había inquietado al mundo entero por cuatro décadas, se quedó para siempre en São Paulo como objeto para dar clases de medicina. Alguna vez, en vida y disfrazado bajo la piel de un “científico”, experimentó con el sufrimiento ajeno de millones para producir crueldad. Hoy, finalmente puede ser usado para aportar al conocimiento.
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