Si el progresismo no construye una estrategia de consolidación, el peligro del retroceso es inminente

La historia política es una dinámica de avances, resistencias y retrocesos. Por cada conquista social, ha habido fuerzas que buscan estancarla o revertirla. A lo largo del tiempo, derechos conquistados han sido desmantelados y restaurados en ciclos repetitivos: derechos femeninos reconocidos y luego restringidos, libertades civiles ampliadas y después recortadas, estados de bienestar fortalecidos y más tarde debilitados. Por eso siempre hablamos de los feminismos históricos como “olas”: porque el avance nunca fue realmente lineal ni definitivo. Frente a esto, la lección es clara: sin instituciones sólidas y raíces profundas, el progreso es frágil.

Un profundo anhelo de crecimiento frustrado

Este patrón se ha repetido una y otra vez en el mundo, y también en Chile. Uno de los ejemplos más cercanos y recientes es el estallido social que abrió un ciclo de transformación que, sin un anclaje institucional robusto, terminó en frustración. El rechazo a la propuesta constitucional fue un recordatorio contundente de que el cambio, sin construir consensos, se estrella contra su propia ambición. Pero, muchas veces, el obstáculo no es la institucionalidad, sino la incapacidad de usarla estratégicamente para consolidar los avances.

Chile es un país reconocidamente institucionalista, y nos enorgullecemos de ello. Pero también alberga un profundo anhelo de crecimiento frustrado. Nuestra historia demuestra que los cambios que logran consolidarse son aquellos que se construyen desde y con las instituciones.

La creación del sistema de salud pública en los años 50, las reformas laborales de los 60 y la expansión de derechos en democracia son ejemplos de que el progresismo avanza cuando entiende que las reglas del juego pueden jugar a su favor. Sin embargo, también muchos avances que parecían conquistas irreversibles fueron desmantelados sin resistencia efectiva durante la dictadura.

Más recientemente, la agenda social impulsada por la Concertación mejoró las condiciones de vida, pero dejó heridas abiertas que se convirtieron en caldo de cultivo para la crisis de representación. Hoy, el riesgo es que el descontento siga siendo capturado por quienes ofrecen respuestas simplistas y soluciones autoritarias.

Los desafíos del progresismo

Hoy, el progresismo se enfrenta nuevamente a su desafío constante: volver a ser una opción viable para las mayorías. El retroceso que hemos experimentado no es solo un reflejo de la resistencia histórica del conservadurismo, sino también de errores estratégicos.

Primero, se confundió apoyo ciudadano con un cheque en blanco. La demanda de transformación era evidente tras el estallido, pero la oferta fue percibida como maximalista y desconectada de las prioridades diarias.

Segundo, se desatendió lo urgente. Mientras algunos hablábamos de refundar el país, la gente seguía preocupada por la seguridad, el costo de la vida y la eficiencia estatal. Esa desconexión permitió que la derecha capitalizara el descontento con mensajes simples y emocionales.

Tercero, se menospreció la necesidad de construir mayorías. Gobernar en democracia no es solo tener razón; es sumar voluntades.

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Mientras tanto, la derecha ha sabido mover el eje del debate

Hoy, Evelyn Matthei parece moderada, no porque lo sea, sino porque figuras como José Antonio Kast y Axel Kaiser han radicalizado la conversación. El conservadurismo entendió que empujar los límites sirve para normalizar discursos que antes eran impresentables, permeando incluso dentro de las mismas filas de las izquierdas. Pero el progresismo aún no aprende la lección contraria: sin estrategia, incluso las victorias pueden convertirse en derrotas.

El gobierno actual ha demostrado que es posible avanzar en cambios significativos sin dinamitar la institucionalidad. La reducción de la jornada laboral, el aumento del salario mínimo y la reforma previsional en curso muestran que el camino está ahí. Pero el riesgo es que estos avances sean insuficientes para consolidar un proyecto de largo plazo.

La Concertación también logró avances, pero dejó reformas pendientes que, décadas después, explotaron. Si el progresismo no construye una estrategia de consolidación, el peligro del retroceso es inminente.

La historia nos vuelve a enseñar lo que una vez las generaciones anteriores ya habían aprendido: La única manera de derrotar el miedo al cambio es demostrar que el progreso puede ir de la mano con la institucionalidad y el crecimiento. El futuro de Chile depende de entender que el verdadero progreso no es el que avanza más rápido, sino el que no se deja retroceder.

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