Ha sido un despertar doloroso, muy triste. Mi esposa me miró asombrada al revisar el celular y, casi sin voz, me dijo algo que me negué a entender: Rodrigo Pica había muerto. No sé qué fue lo primero que noté, si la persistencia del rostro desencajado de Claudia o si fue la dura tristeza que me devastó al ver en sus gestos el mismo dolor que me inundaba. Inmediatamente pensamos en Francisca, que pierde a su compañero de ruta; y en sus hijos pequeños.
Pido disculpas porque en esta columna haré apuntes personales y afectivos. Evito hacerlo porque es una responsabilidad de quienes escribimos ocupar el espacio de un medio de comunicación para generar un contenido relevante para la ciudadanía. No obstante, creo que este breve escrito sobre Rodrigo Pica, Ministro del Tribunal Constitucional, sí puede considerarse un buen motivo de atención incluso para quienes no lo conocieron. No obstante, en el comienzo de este texto, no puedo evitar referir algunos detalles personales, justamente porque creo que enfatizan lo que terminaré por referir.
Conocí a Rodrigo hace no mucho tiempo, poco más de tres años, por zoom y en pandemia. No lo había visto ni escuchado antes. Estuvimos invitados por el Director de la carrera de Periodismo de la Universidad de las Américas, profesor Ignacio Pérez Tuesta. A decir verdad, fue un placer participar en ese conversatorio. Me dediqué a disfrutar de la inteligencia de Rodrigo, de su cultura, de su sagacidad, de su infinita y notoria bondad (tan evidente que bastaba una conversación con él para detectarla). Soy de los que disfruta cuando encuentra a alguien que ama el conocimiento y se entusiasma con disentir, escuchar y complementar. Más disfruto cuando sé que esa persona pertenece a esa especie llamada ‘ser humano’, que a veces se nos pierde en la bruma insensata del frenesí contemporáneo, una especie que está en extinción incluso si prolifera su cantidad. Y aún más me regocijo cuando comprendo que frente a mí hay una persona cuyas intenciones y valores ennoblecen nuestro tránsito en el mundo. Porque hay ratos en que uno está orgulloso de haber compartido un pedazo del mundo con una persona especial.
Como decía, lo vi muy pocas veces. Recuerdo haber estado físicamente con él, por vez primera, a fines de ese 2020, en un intersticio entre prohibiciones por el COVID19. Desde entonces, muchas veces hablamos por teléfono, pero casi no nos vimos. Rápidamente sentí que estaba frente a un amigo. Es así como puedo decir que habremos coincidido cuatro o cinco veces, una en Valencia, España, donde tuvimos más tiempo de caminar en familia por la ciudad y de una cena inolvidable. Como todos quienes lo conocieron comprenden, Rodrigo nos hizo disfrutar en toda ocasión de uno o varios buenos vinos, pero incluso nos hizo disfrutar de los vinos que no probamos en ese instante y que nunca hemos conocido. Su gusto estético y su placer eran de propiedad pública, hitos transmisibles con la facilidad de su palabra y con la empatía que desplegaba en todo instante. Hace poco tiempo nos coordinamos para vernos en Valencia, pues él haría un periplo por España, pero tuvo que volver a Chile por una hermosa noticia: nacía su hijo. Fue en febrero de este año.
Aquí comienzo con su valoración más allá de la amistad.
En el mundo universitario el valor de los grandes académicos queda ensombrecido, a ratos al menos, por aquellos que se forjan principalmente como constructores de currículos. Por supuesto, hay quienes son grandes académicos y además sus currículos se despliegan convincentes por las evaluaciones. Pero comienza a predominar la importancia de saber más a qué revista se debe enviar un artículo o qué tema conviene más trabajar, todo con miras al rendimiento que ello pueda tener. Solo importa el puntaje y se suele olvidar el argumento. Más aún, a veces el argumento resulta inapropiado, puede generar objeciones.
Una buena metodología, la técnica expositiva, la robusta defensa ante los criterios de evaluación, pueden estar acompañados de un argumento anodino o incluso de la ausencia de todo argumento. El texto debe ser inobjetable y eso, en ocasiones, significa estar ante un contenido inocuo. ¿Es eso lo que queremos de la universidad? Por mi parte no. Y es por eso que, incluso más allá de lo personal, me duele doblemente la muerte de Rodrigo. Todos somos una nota al pie en el texto del mundo. Pero hay quienes se ganan una nota al pie más hermosa y que, con un poco de suerte, acceden a escribir media página. Por eso al final las ciencias, las artes, las humanidades, son simplemente ejercicios para procurarnos un aprendizaje en nuestro paso por el mundo. Es la maravilla y la felicidad de aprender algo nuevo. Tomé conciencia de esto cuando presencié muchas veces a mi esposa, llena de felicidad, agradeciendo a una persona que le acababa de hacer un comentario y esa persona, extrañada, le preguntaba por qué agradecía. Y mi esposa respondía: porque me enseñaste algo nuevo y sorprendente.
En la dinámica del conocimiento la primera fuerza motriz fue la conversación. La filosofía comenzó como poesía primero, luego como diálogos (famoso es Platón) y luego como narración intelectual, que terminó en la forma expositiva de las ciencias (iniciado en Aristóteles y que ha llegado a cumbres como Maquiavelo, Newton o Darwin). Todas estas formas de exposición son y deben ser parte de la actividad académica. Enzo Faletto, el sociólogo chileno que (junto a Fernando Cardoso) ostenta el récor de haber escrito la obra en lengua española más utilizada por académicos de todo el mundo, era un sociólogo de la conversación. Su producción radicaba en el diálogo, diurno y nocturno, dentro y fuera de la universidad. Su inteligencia no era un trámite en una sala de clases, era una clase de reflexión y profundización, una clase llena de convicción y apertura a la vez.
Faletto no estaba interesado en el último paper. Pero cierto es que académicos de aquellos, es decir académicos que aman el saber más que el rendimiento, que saben que aprender es su misión y luego exponer y enseñar, que su aporte como académico no es un puntaje (o al menos no es solo un puntaje); pues esos académicos ya no son muchos. Puedo mencionar por supuesto a varios: pienso en Rodrigo Baño, en Manuel Antonio Garretón, en Arturo Fontaine, en Gabriel Salazar, en Soledad Lagos, en Tomás Moulian, en José Joaquín Brunner, en Óscar Godoy y Humberto Maturana (que nos dejaron hace no tanto), en Carla Cordua, en Roberto Torretti, en Augusto Merino, en Jorge Mpodozis, en fin. El listado es más grande, solo he referido a quienes he tenido en suerte poder disfrutar en una clase, en una conferencia, en una conversación.
Refiero aquí de modo impresionista, basado en el impacto de uno o más momentos. Sospecho que disfrutaría con otros nombres de manera semejante. Lo que sí puedo decir es que los rasgos de grandeza de quienes he mencionado son cada vez menos frecuentes. A esa estirpe perteneció Rodrigo Pica, un intelectual, un jurista, un profesor apasionado, una persona generosa con su saber, pródiga en aplaudir el acierto intelectual del colega, respetuoso de otras ciencias, poseedor de esa capacidad de admirar que tanto se nos escapa. Rodrigo Pica ha pasado por el mundo honrándolo y enseñando, con dos verbos que de por sí explican su grandeza. Un espíritu ejemplar, un hombre de poco más de cuarenta años con una sabiduría de centurias. Escuchar a Rodrigo era una degustación, un viaje, un periplo de épocas y textos, en resumen, escucharlo era una suerte inesperada y, por qué no, un milagro.
Espero que seamos capaces de honrar a Rodrigo como se merece. Ojalá que las instituciones donde ofreció su bondad y saber puedan estar a la altura. Lamento muchísimo su muerte, no solo por mi egoísta deleite de escucharlo, no solo por el dolor que puedo imaginar en su familia, sino que lo lamento también por Chile, que en un momento algo sórdido, confuso y pedestre, pierde a un hijo cuyo aporte podía ser tan beneficioso para una comunidad que necesita de aquellos expertos que tienen la capacidad de estar a la altura del mundo y la bondad de otorgar sus capacidades en favor del resto.
Con muchísimo dolor y admiración me despido de Rodrigo. Me despido todavía incrédulo, todavía en medio de la pesadilla de la que no despertamos. Realmente lo siento mucho. Quedó tanto pendiente que duele mucho. Y no dejo de pensar en Francisca, su esposa, con quien formaban una unidad maravillosa. Pero no puedo cerrar este homenaje sin decir algo simple: aunque lo necesitaremos siempre, Rodrigo Pica fue una luz y un regalo, un caminante que más allá de lo efímero de su paso, nos ha dejado un legado moral e intelectual. No es fácil terminar nuestro camino en la Tierra con ese logro. Y ello es motivo de gratitud.
Gracias Rodrigo.