Hasta ahora, la atracción de los insectos por las luces era un tremendo misterio sin resolver. Pese a lo cotidiano del fenómeno, en realidad es muy extraño. Piense en lo siguiente: los insectos han sido forjados por cientos de millones de años de evolución por selección natural. Y como producto de este proceso extraordinario, ha evolucionado un animalito tan tonto que cuando ve una luz se pone a girar en torno de ella hasta que muere de cansancio o se quema. ¿Por qué hace eso? ¡Parece completamente absurdo!
Por supuesto, el fenómeno había sido observado desde la antigüedad remota. Por ejemplo, hay registros de que ya los antiguos romanos hacían fogatas especiales para eliminar insectos dañinos. Pero, ¿por qué los insectos son atraídos por la luz? Nadie sabía. Era un tremendo misterio.
Por supuesto, habían muchas conjeturas, todas erróneas. Estaba por ejemplo la conjetura de que quizás era porque cuando los insectos querían salir de un bosque, buscaban las aberturas en el follaje de los árboles, por donde se filtraba la luz. Suena razonable, pero es completamente erróneo. Otra conjetura afirmaba que quizás los bichitos usaban la Luna para navegar en la oscuridad de la noche, y que quizás confundían las lámparas con la Luna. Ahora sabemos que esto tampoco es la respuesta.
La explicación correcta es increíble, y la acaba de descubrir un equipo de investigadores de Costa Rica, Gran Bretaña y Estados Unidos, en un artículo científico que acaban de subir al bioRxiv hace pocos días. Es un artículo brillante, lleno de experimentos muy ingeniosos y simulaciones computacionales que permitieron comprender qué estaba pasando.
La clave para resolver este misterio insectil es el mismo fenómeno que mantiene sus pies en el suelo y la Tierra en su órbita, y el mismo que explica los agujeros negros y la expansión del universo: la gravedad. Las mismas leyes de la física explican los fenómenos más extremos del universo y también sus fenómenos más cotidianos.
La gravedad es con mucho la más débil de las cuatro interacciones que gobiernan el universo. Por razones que no comprendemos bien, la atracción gravitacional entre partículas es increíblemente débil. Por ejemplo, las fuerzas electromagnéticas entre los átomos son muchísimo más intensas que la atracción gravitacional entre los mismos. Entonces, ¿por qué la gravedad parece tan importante en nuestra vida cotidiana? La respuesta es que estamos compuestos por un enorme número de partículas, y tenemos bajo nuestros pies un planeta inmenso. Por lo tanto, nuestra masa es enorme comparada con la de una partícula, y la del planeta, colosal. Con masas tan grandes en juego, este débil efecto gravitacional se vuelve muy notorio.
La relatividad general de Einstein tiene como uno de sus fundamentos una observación importante para comprender el problema de los insectos. Esa observación es que la misma masa que es fuente de gravedad también es fuente de inercia. La inercia se refiere a la dificultad para cambiar el movimiento de algo. Dada nuestra gran masa, y por lo tanto nuestra gran inercia, cuando estamos en reposo es difícil ponernos en movimiento. Y cuando estamos en movimiento, cuesta frenarnos. Nuestra inercia es la razón por la cual los accidentes automovilísticos o las caídas desde un edificio suelen ser mortales para los seres humanos.
En cambio, un insecto con poca masa también posee poca inercia: cuesta muy poco cambiar su movimiento. Eso significa que el vuelo de un insecto es muy distinto al de un pájaro o un avión. Un pájaro con gran masa puede surcar el aire planeando majestuosamente: su gran inercia estabiliza la trayectoria de su vuelo. En cambio, un insecto con cada aletazo salta lejos, se da vuelta y se inclina: el vuelo de un pequeño insecto es un caos oscilante y saltarín.
Dado que el vuelo de un insecto es tan accidentado, para él es muy importante saber qué es arriba y qué es abajo, y así poder corregir constantemente su trayectoria en tiempos de milisegundos. Y ahí tenemos un problema: ¿cómo saber qué es arriba y qué es abajo? Para nosotros eso es fácil: somos tan grandes y tenemos tanta masa, que la gravedad nos indica qué es arriba y qué es abajo incluso a ojos cerrados. Y si nos equivocamos, nos tropezamos y quedamos con un chichón que nos recuerda muy fuertemente hacia donde apunta el campo gravitacional.
Pero eso que para nosotros es tan sencillo para un insecto es casi imposible. Es tan pequeño y tiene tan poca masa, que para él la gravedad es una fuerza muy débil. Además, al ser tan pequeño, un insecto percibe el aire de forma muy distinta a como lo siente uno. Para él, el aire se siente como un algo muy viscoso, algo mucho más “espeso” que lo que lo percibimos como seres humanos. Eso significa que para un insecto que vuela, las fuerzas viscosas del aire son muchísimo más intensas que la gravedad. El más mínimo remolino lo zangolotea de lado a lado, el pobre insecto casi no “siente” la gravedad, y no tiene cómo saber qué es arriba y qué es abajo.
Cuesta tener ese grado de empatía, pero trate de ponerse en el lugar de ese insecto que percibe el universo en forma muy distinta a nosotros. Si usted fuera ese bichito volador, ¿cómo resolvería el problema de distinguir arriba y abajo? La solución que ellos encontraron es sencilla pero ingeniosa: usar la luz en lugar de la gravedad.
El punto es que durante cientos de millones de años, los insectos han evolucionado en un mundo sin luces artificiales. Un mundo en donde el cielo es brillante y el suelo es oscuro. Por lo tanto, un insecto sabe que está volando derecho cuando tiene el lomo iluminado y la panza oscura. Eso es lo que la evolución de cientos de millones de años ha grabado en su instinto. Y este instinto funciona muy bien: cuando un aletazo lo deja con la luz dándole en un costado, el insecto sabe que está inclinado y que en el siguiente aletazo debe corregir para quedar otra vez con la luz en el lomo.
El problema es que cuando el pobre ve una lámpara, ese mismo instinto que ha funcionado bien durante millones de años lo lleva a la perdición. El insecto no vuela hacia la luz de la lámpara, si no que vuela en 90° con respecto a la lámpara. Confunde la lámpara con el cielo, y trata de orientar el lomo hacia la luz. Él cree ir en línea recta, pero se queda dando vueltas en torno de una luz que ha confundido con el cielo.
De hecho, para poner a prueba esta hipótesis los investigadores del estudio en cuestión pusieron lámparas iluminando hacia arriba. El resultado es que los insectos vuelan de espaldas, ¡y dan vueltas en torno a la lámpara hasta chocar contra el suelo! El experimento con insectos volando panza arriba es por supuesto tragicómico pero muy educativo.
Al comprender la solución a este misterio insectil, es muy tentador decir: “¡Pobres insectos tontos! Se confunden con una simple lámpara hasta suicidarse siguiendo un instinto a ciegas”. Pero pensar de esa forma sería pecar de arrogancia. Los seres humanos hacemos exactamente lo mismo.
La evolución también nos ha dotado de instintos claves para la supervivencia, como la detección de patrones y una curiosidad apasionada. Los humanos somos los animales que exploran y aprenden para sobrevivir. La naturaleza le dio alas a los pájaros, aletas a los peces, y curiosidad a los humanos.
El problema es que tal como con las polillas, nuestro instinto completamente correcto se puede encandilar con las luces incorrectas. “Luces” como la superstición, el misticismo, y las teorías conspiranoicas. En esos contextos, muchas veces los seres humanos se encandilan y dan vueltas instintivamente en torno de tonterías sin sentido, igual que una polilla girando en torno a una lámpara que confunde con el cielo. El instinto es el correcto, pero fue detonado en las circunstancias incorrectas.
Con nuestros sentidos frágiles y nuestras mentes sugestionables, pudiera parecer difícil no confundirse en torno a estas falsas “luces”. ¿Es posible explorar el universo sin que nos suceda eso?
La respuesta es sí, sí es posible.
Para no confundirnos como una polilla, y encontrar conocimiento honesto, confiable, y real, la clave es usar lo más valioso que tenemos: Ciencia, el método para explorar el universo sin engañarse a sí mismo.