En esta columna se analiza brevemente el caso español, post dictadura franquista, de transito a la democracia y que dio paso a la plena integración de España a la Europa contemporánea, liberal y democrática.
Dada la situación política tan singular a la que se enfrenta Chile, no está demás volver la mirada a situaciones semejantes que han vivido otros países en el pasado reciente. La política chilena en su momento ignoró, al parecer deliberadamente, la experiencia española de retorno a la democracia, y el proceso de elaboración de su constitución nacional. Proceso y constitución de los que hay mucho que aprender.
El proceso de redacción de la constitución española
Y puesto que España siempre ha sido un referente acreditado para Chile en aspectos jurídicos y políticos, conviene explicar cómo ese pueblo fue capaz de superar exitosamente el difícil trance en el que quedó a la muerte de Francisco Franco, y cómo elaboró una constitución garantista e integradora que dejó satisfechos a moros y cristianos. Carta Fundamental que ha permitido el progreso político, social y económico de España durante ya 35 años, y con escasas modificaciones.
Solo con la muerte de Franco en 1975, España dio los pasos correctos para transitar a la democracia e integrarse plenamente a la Europa liberal y democrática, tan admirada por nosotros. El régimen dictatorial de Franco promulgó entre 1938 y 1967 un conjunto de leyes denominadas “Leyes Fundamentales del Reino”, con el fin de afianzar la continuidad del régimen autoritario más allá de la muerte del caudillo. Al asumir el rey D. Juan Carlos en 1975 como Jefe de Estado, se encontró con un panorama político cargado de tensión. Los partidarios de la continuidad -una parte muy importante de la población- reclamaban la legitimidad de la prolongación política del sistema por haber triunfado en la Guerra Civil (1936-1939), y haber gobernado cuarenta años el país. España no requería cambios estructurales (como los que supondría la instauración de una asamblea constituyente), se argumentó, y bastaba con una adecuación institucional para continuar la marcha, según el camino trazado por la dictadura. Después de todo, el pueblo español había salido de la pobreza, había superado el desorden político y ya para entonces era un país en el que se podía vivir en paz, y con un progreso económico que avanzaba a buen ritmo.
El bloque opositor, en cambio, estimaba absolutamente necesario desmontar la institucionalidad heredada, desactivar principalmente las leyes Fundamentales de Sucesión de la Jefatura del Estado (1947) y la Ley Orgánica del Estado (1967) promulgadas por Franco, y dar paso a un régimen democrático. Era una situación muy delicada porque cada uno de los dos bloques políticos en pugna quería imponer su voluntad sin transar, lo que amenazaba una vez más al Reino con un conflicto al estilo español, es decir, violento.
En este punto, con muy buen sentido, el Rey escuchó a los políticos moderados que existían en la derecha, en el centro y en la izquierda, y llamó a la presidencia del Gobierno a un político dotado de grandes virtudes cívicas y de una trayectoria intachable. Adolfo Suárez asumió la difícil tarea de conciliar los extremos, buscar acuerdos y dar comienzo al proceso de evolución a la democracia. Su Gobierno estaba obligado a observar y hacer cumplir la legalidad vigente pero, al mismo tiempo, estaba constreñido a dar pasos decisivos y seguros hacia un ordenamiento jurídico compatible con un estado de derecho, libre, democrático y pluralista.
El gobierno de Suárez, escuchando a todos, elaboró un proyecto de ley que permitiera transitar sin interrupción desde la legalidad vigente a una nueva juridicidad que abriera las puertas al pluralismo y a la democracia. Tal fue la “Ley (Fundamental) para la Reforma Política” (1977). Suárez se dio cuenta, sin embargo, que, si esta Ley salía únicamente de la matriz legal franquista, carecería de legitimidad democrática. Por eso decidió llamar, antes de promulgarla, a un referéndum (plebiscito) el 10 de diciembre de 1976. De esta manera, se devolvía la soberanía al pueblo español y, en consecuencia, él, y solo él, era el que debía aprobar o rechazar cualquier reforma política propiciada por el gobierno, o por los diversos sectores políticos que pugnaban por validar su voluntad. El electorado aprobó el proyecto con una alta mayoría (64,51%), con lo cual la ley consiguió obtener una legitimidad formal y material indiscutibles. Sin este paso esencial todo lo venidero habría sido frágil por su déficit democrático.
De acuerdo con esta ley, las nuevas Cortes (Cámara de Diputados y Senado), ahora elegidas democráticamente, van a tener sus funciones legislativas habituales, pero también, constituyentes extraordinarias. De este modo el gobierno de Suárez evitó la asamblea constituyente, pero reconoció el poder soberano del pueblo para pronunciarse sobre la principal cuestión, la constitucional, cuya resolución fue esencial para la paz de la Nación.
Quedaron así, pues, echadas las bases para estudiar, aprobar y promulgar una nueva constitución para España. La cuestión siguiente era cómo avanzar en tan difícil tarea. Para ello se establecieron al menos los siguientes pasos: Primero, de acuerdo a la nueva Ley, las Cámaras serían responsables de estudiar y proponer un nuevo texto constitucional al pueblo español. Segundo, se estableció un procedimiento unánimemente aceptado en orden a buscar acuerdos y consensos, y de ese modo evitar que simplemente, usando la regla de la mayoría, unas fuerzas políticas aplastaran sistemáticamente las aspiraciones de las otras. Los constituyentes concordaron en que se debía aspirar a que se diese prioridad a las propuestas constitucionales que contasen con el mayor apoyo posible de todos los grupos parlamentarios representados en el Congreso (principio de consenso). Eso evitaría que el día de mañana un partido o agrupación, que vio sus demandas frustradas, al alcanzar una mayoría circunstancial comenzara a promover reformas o una nueva constitución. Tercero, se consensuó un cronograma que evitara que el proceso se extendiera indefinidamente.
Establecidos estos criterios, se formó una Comisión de la Cámara de 36 miembros. Estos constituyeron un Comité de 7 redactores. En este estuvieron representados todos los partidos, incluido el Partido Comunista recientemente legalizado. Este Comité presentó un proyecto que aprobaron ambas Cámaras. Los desacuerdos pasaron a una Comisión Mixta (Cámara de Diputados y Senado). Aprobado el proyecto, el ejecutivo lo sometió a referéndum de la Nación, el 6 de diciembre de 1978. Fue ampliamente aprobado (87,87%) y ya el 29 de diciembre de ese mismo año se publicó en el Boletín Oficial del Estado, y en España vio la luz una razonable y moderna Constitución (redactada en términos generales y abstractos y que solo contempla 169 artículos) que hasta aquí ha permitido la buena marcha y progreso del Reino, crecimiento económico en paz, y un grado aceptable de equidad y justicia social, pese a las dificultades que todos los gobiernos tuvieron con el problema vasco y, recientemente, con el afán independentista de Cataluña. Entre la instalación de las nuevas Cortes (4 de julio de 1977) y la publicación de la Constitución (29 de diciembre de 1978) apenas transcurrió un año y medio.
Algunos de los obstáculos que hubo que vencer
Como ya se dijo, Suárez y los políticos que estaban al mando de la Nación, tenían clara conciencia de que debían devolver la soberanía al pueblo español y, por tanto, consultarle si estaba o no de acuerdo con los procedimientos propuestos por el Ejecutivo y, entonces, dar los pasos concretos hacia la democratización del país. Pero, también estos políticos estaban persuadidos de que debía presentársele al pueblo español una propuesta inclusiva, pluralista y democrática que fuera capaz de concitar una amplia mayoría en favor de la reforma para aprobar leyes fundamentales. El propio proyecto constitucional requería una contundente mayoría que no dejara lugar a dudas de la voluntad general del pueblo español. Y ese objetivo se cumplió plenamente. Una aprobación muy estrecha no es suficiente, se decía, para dotar de legitimidad sólida a una constitución.
Otro problema muy serio fue lograr construir una fórmula política de unidad que evitara dar lugar al reconocimiento, aunque sea indirecto y débil, de las naciones separatistas que aspiraban (y aún aspiran) a una plena soberanía e independencia total del Estado español. Fue un debate muy tenso pero siempre colaborativo y constructivo bajo la idea, compartida por la gran mayoría de los constituyentes, de la unidad indisoluble de la Nación. De ahí, entonces, que se evitara usar conceptos vagos e imprecisos y normas antinómicas que pudieren dar lugar el día de mañana a que algunas regiones separatistas pudiesen invocar la propia constitución para exigir su independencia de España.
Así fue, pues, como se arribó a la idea de un solo país, una sola Nación, una sola patria, un solo pueblo soberano, un solo Estado y diversas nacionalidades y regiones autónomas. Como se lee en las Actas Constitucionales, la urgencia de llegar a una solución compatible con la unidad, pero sin dejar de reconocer los derechos de las comunidades y regiones, llevó a los constituyentes a elaborar la idea de “nacionalidades” que, en realidad, fue y sigue siendo un concepto muy controversial y vago que puede albergar diversos sentidos, pero nunca, lisa y llanamente, el de “nación”. Se reconoció el derecho a la autonomía de esas naciones, pero jamás se usó el concepto de “autodeterminación” o “libre determinación”, conscientes de que tal término podría llegar a ser el día de mañana la piedra angular sobre la cual podrían levantar sus aspiraciones separatistas algunas regiones. Y lo mismo ocurrió con el concepto de “pueblo”. Solo hay un pueblo soberano, el español; solo hay una nación, España.
El Art. 2 de la Constitución española resume y sintetiza perfectamente bien este principio rector al declarar: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. De hecho y de derecho, nunca las regiones que albergan algunos sentimientos separatistas (especialmente el País Vasco y Cataluña) han podido invocar algún precepto o expresión constitucional en su favor para exigir la demanda de independencia y soberanía total. Por el contrario, ya en varias ocasiones el Tribunal Constitucional español ha declarado frente a los intentos separatistas que “el titular del derecho a decidir es el pueblo español” y que “el estatus de una parte de España solo puede decidirla el conjunto de los ciudadanos españoles porque les afecta a todos”.
En fin, tal vez estas anotaciones puedan contribuir a repensar una solución para el problema que enfrenta nuestro país si llega a triunfar el Rechazo en el próximo referéndum del 4 de septiembre.