El 13 de junio votamos por gobernadoras y gobernadores en trece regiones del país. Una fiesta fome de la democracia, por la escaza participación electoral que se explica por el desconocimiento del cargo; un balotaje sólo entre dos fuerzas políticas; las cuarentenas y, quizás en menor medida, la poca relevancia del cargo y sus atribuciones, ante la compleja tarea y territorio que administrarán, como es una región.
Pero que es un cargo sin mayores atribuciones, es discutible, pues se trata de la segunda autoridad en términos de la adhesión ciudadana que se podría lograr en una elección, lo que los convierte en actores de la política nacional. Además, poseen atribuciones en materia de desarrollo, de planificación de políticas, programas y proyectos, por lo que su capacidad de generación es amplia y sostenida, con un presupuesto regional para inversión.
En la dimensión territorial posee gran incidencia, haciendo posible el establecimiento de las ciudades y territorios, zonas de viviendas, medios de transporte y densidades, entre otros, definiendo nuestro entorno inmediato.
Finalmente, la gobernanza regional permite la articulación e incidencia en temas a nivel nacional y local, pudiendo coordinar a los alcaldes de la región, así como interpelar a las autoridades nacionales en los temas que afecten a su territorio. En esta perspectiva serán articuladores institucionales de gran relevancia, acción, poder y capacidad.
Así, podemos esperar dos cosas. Que la dinámica de sus atribuciones y funciones vaya aumentando, en el sentido de entregarles más herramientas y posibilidades de incidencia en el territorio y, por tanto, en la vida de ciudadanos y ciudadanas. Y, además, que estamos ante el surgimiento de una figura política de gran relevancia, por lo que podríamos anticipar que, en un mediano plazo, surjan liderazgos desde estos niveles y no es descabellado pensarlos como candidatos o candidatas presidenciales.