Cuando pensamos en contaminación ambiental, y en el denominado ‘cambio climático’, probablemente las primeras imágenes que se nos vengan a la cabeza sean industrias, aviones, buses y montones de plásticos. Es probable, también, que tendamos a culpar a las grandes corporaciones y a una gestión política nefasta desde el punto de vista medioambiental.
Y si bien todo lo anterior refleja problemáticas que deben ser resueltas, lo concreto es que también estamos al debe en hacernos cargo de nuestro propio impacto. En lo que respecta a sustentabilidad, como sociedad nos hemos vuelto expertos en apuntar con el dedo y muy malos en asumir lo que estamos haciendo mal en nuestra rutina y vida diaria.
A nivel individual, la decisión de mayor impacto en el medio ambiente tiene que ver con lo que ponemos en nuestro plato. Y si en ese plato hay carne, automáticamente se triplica el daño que hacemos al planeta. El consumo de productos cárnicos es la punta de lanza del cambio climático, y también de la crisis ambiental a nivel de contaminación de agua y deforestación.
La producción cárnica es espantosa. Y no, no me refiero solo a la idea de esclavizar y torturar a un animal, sino a las sorprendes cifras que conlleva y al enorme daño que le genera al planeta.
Por cada kilo de carne de vacuno, se necesitan más de 15.000 litros de agua, por ejemplo (mientras que en promedio un alimento vegetal requiere unos 350 litros); aproximadamente 9 kg de cereales -alimento que podría destinarse en forma directa a alimentar a personas que pasan hambre-; y una zona extensa de tierra que debe ser deforestada para producir ese alimento que será dado a la vaca.
Por si lo anterior no fuera poco, la ganadería es la industria más contaminante del planeta. Es responsable de cerca de un 15% de la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) a la atmósfera, una cantidad superior a la que, por ejemplo, generan todos los medios de transporte juntos (aviones, buses, trenes, ¡todos!).
Más del 70% de toda la producción agrícola del mundo no se transforma en alimento para las personas, sino para animales de la industria ganadera. Es decir: producimos kilos y kilos de comida vegetal para luego darla como alimento a animales, para matarlos y producir menos kilos de comida final, en vez de directamente consumir el alimento vegetal. No tiene mucho sentido, y en la práctica significa que un montón de gente pasa hambre para que otros puedan comer carne.
Hay otras consecuencias. Esa extensiva producción agrícola, generalmente de monocultivos como la soya, implica deforestación: se pierden ecosistemas completos, biodiversidad, y pulmones del planeta. Un triste ejemplo es el de la Amazonía. Y eso también tiene un impacto social, al quitar territorios a poblaciones indígenas y desplazar comunidades. Tema aparte es el nivel de desechos y contaminación de aguas que genera la industria ganadera.
En el documental de Netflix “Una vida en nuestro planeta”, del reconocido naturalista David Attenborough, él lo expresa bastante bien: cada vez que alguien escoge comer carne, está exigiendo una enorme cantidad de recursos al planeta. En mis palabras: elegir comer animales es un acto egoísta. Tanto éticamente -tema que podría abordar extensamente en otra columna-, como social y medioambientalmente.
Comer carne es la punta de lanza del cambio climático, lo reitero. No es casualidad que reconocidos activistas sean veganos o lleven una dieta vegetariana: desde la icónica Greta Thunberg, hasta el actor Leonardo Dicaprio, pasando por un montón de personas que no solo hablan por el planeta, sino que también actúan. Y una de las acciones más potentes por las que podemos partir es eliminando la carne de nuestro plato.