Las economías ilícitas que fomentan el crimen organizado no son solo un problema de seguridad pública, sino una amenaza que erosiona las bases económicas, políticas y sociales de una nación.

El Catatumbo es una vasta y rica región ubicada en el nororiente de Colombia, en el departamento de Norte de Santander, y que se extiende más allá de la frontera con Venezuela. Posee una variedad climática única y su tierra es rica en recursos minerales como petróleo, carbón y uranio.

En estos mismos suelos se cultivan o crecen de manera natural productos como café, cacao, maíz, frijol, arroz, plátano y yuca. Sus múltiples ríos no solo permiten el desarrollo de la ganadería, sino también la subsistencia de sus habitantes a través de la pesca, que durante mucho tiempo ha sido una fuente de alimento para las comunidades ribereñas, en su mayoría indígenas. Sus condiciones climáticas son ideales también para el cultivo a gran escala de la hoja de coca, la materia prima para la producción de cocaína, cuyo proceso de fabricación en laboratorios genera una alta contaminación ambiental irreversible. En definitiva, una tierra bendita por la naturaleza y maldita por la actividad criminal.

Desde febrero de este año, las noticias sobre los cruentos combates en la zona cordillerana del Catatumbo, cerca de la frontera con Venezuela, resultan tan abrumadoras como invisibles para muchos. Estos enfrentamientos han ocurrido entre la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las FARC, aquellas que se negaron a la desmovilización tras el acuerdo de paz de 2016. Hasta el momento, el conflicto ha dejado más de 80 muertos, y las estimaciones de expertos señalan que ha provocado el desplazamiento forzado de cerca de 47.000 personas, muchas de ellas pertenecientes a las poblaciones más vulnerables.

Tragedias similares se repiten en distintos países, en zonas fronterizas, en territorios abandonados por el Estado y en el pulmón verde del mundo: la Amazonía.

Control territorial en regiones abandonadas por el Estado

El conflicto en el Catatumbo ha asestado un golpe al plan de “paz total” del gobierno de Gustavo Petro, que ha desplegado tropas del Ejército y decretado el estado de conmoción interior, suspendiendo los diálogos de paz con el ELN. Esta guerrilla se ha convertido en un actor binacional con presencia en Colombia y Venezuela, encontrando en las zonas fronterizas verdaderos santuarios para sus operaciones. Allí ejerce control sobre poblaciones y afecta la vida de los habitantes en regiones históricamente abandonadas por el Estado, una situación cada vez más frecuente en toda Latinoamérica.

Investigadores y analistas sugieren que el Ejército de Liberación Nacional podría estar siendo utilizado como una herramienta de presión por sectores del régimen de Maduro, respondiendo más a intereses geoestratégicos que a una lógica insurgente de base ideológica. Esta hipótesis se sustenta en la transformación de la estructura organizativa del ELN, que hoy es menos jerárquica y más difusa, otorgando gran autonomía a sus frentes de guerra locales. Esta descentralización permite que la guerrilla utilice su cáscara ideológica como justificación para operaciones criminales conjuntas con actores corruptos o criminalizados del Estado.

Independientemente de ello, uno de los factores comúnmente señalados como detonante de la confrontación entre el ELN y el Frente 33 de las disidencias de las FARC, es la disputa por las rutas del narcotráfico. Sin embargo, esto es solo un reflejo de una causa subyacente aún más profunda y que merece un análisis detenido: las economías ilícitas, ya que estas constituyen un problema estructural que afecta a gran parte de la región latinoamericana incluido Chile.

Economías ilícitas como motor del crimen organizado

Poco se menciona, por ejemplo, el impacto de la minería ilegal, en particular la extracción ilícita de carbón, el contrabando de petróleo (oro negro), la trata de personas —incluidos niños y adolescentes— o las extorsiones generalizadas que las organizaciones criminales imponen a estas actividades en la región del Catatumbo.

Este fenómeno nos lleva a una reflexión más amplia: las economías ilícitas y criminales son el verdadero motor del crimen organizado, pues le otorgan estabilidad, perdurabilidad y complejidad. Su impacto trasciende las manifestaciones más evidentes, como el narcotráfico o el sicariato, y genera una interconexión entre diversas actividades ilícitas que comparten estrategias, zonas de influencia, logística y servicios. En este contexto, ningún país puede declararse inmune.

El crimen organizado transnacional, ya sea por decisiones internas de sus líderes o por factores externos no planificados que favorecen su expansión, representa una grave amenaza emergente para los Estados nacionales y la estabilidad democrática. Esta amenaza se agrava por dos razones principales: primero, porque los Estados afectados carecen de herramientas político-institucionales adecuadas para enfrentarlo; y segundo, porque el crimen organizado se manifiesta a través de un conjunto de actividades ilegales superpuestas que se refuerzan mutuamente, otorgando a las organizaciones criminales un nivel de poder sin precedentes.

Ejemplos de esta realidad abundan en Latinoamérica: la tala y comercialización ilegal de madera, la minería ilegal, la trata de personas, la prostitución, el contrabando, la extorsión, el sicariato y el narcotráfico. Muchas de estas actividades ilícitas se desarrollan en zonas fronterizas, lo que aumenta su complejidad y dificulta su combate. En Chile, por citar un caso, la creación de la zona franca de Iquique en 1975 generó una dinámica de contrabando que impactó la región sur del Perú y la triple frontera entre Bolivia, Chile y Perú, especialmente en la zona de Puno. Este polo de actividad ilegal se mantiene hasta hoy y representa un riesgo estratégico para Chile, que está directamente relacionada con las falencias en seguridad que se evidencian en la frontera norte.

De manera similar, el tráfico ilegal de madera se ha convertido en un negocio lucrativo para las organizaciones criminales en diversos países de la región. En Chile, la macrozona sur ha experimentado una preocupante superposición de actividades criminales, incluyendo la infiltración de estructuras del Estado y la incorporación de ciertos actores a la economía ilícita. Algo similar ocurre con el contrabando de cigarrillos, el robo de cobre o la afectación de productos marítimos, especialmente salmones, en el sur del país.

Las señales de alerta están sobre la mesa, y la expansión de la criminalidad emergente se caracteriza por su rapidez y capacidad de mutación. No es casualidad que ya se observen indicios de crimen organizado en zonas rurales, como lo demuestra el reciente hallazgo de un laboratorio clandestino de metanfetaminas en Lolol, Sexta Región, presuntamente vinculado al peligroso Cártel Jalisco Nueva Generación de México.

Lecciones para Chile desde Colombia

En un mundo convulso e impredecible, tanto en términos comerciales como geopolíticos, en Chile podemos extraer lecciones de Catatumbo y evitar que la alianza entre actores criminales y estructuras paraestatales alcance un punto crítico en la escalada de violencia y control territorial. Es necesario recordar que la presencia del crimen organizado emergente es solo la punta del iceberg. La interconexión de redes criminales y la superposición de actividades ilícitas evidencian la incapacidad del Estado para ejercer un control efectivo sobre su extenso territorio.

El objetivo debe ser claro: impedir que el crimen organizado se convierta en un factor de desestabilización. A nuestro favor, contamos con instituciones más sólidas que otros países de la región, siempre que sepamos escuchar las señales de alerta y actuar en consecuencia, evitando los cantos de sirena de populismos que, en momentos de crisis, pueden sonar atractivos, pero resultan inviables en la práctica. Como siempre, la barrera más fuerte de resiliencia de una nación es una sociedad informada.

Las economías ilícitas que fomentan el crimen organizado no son solo un problema de seguridad pública, sino una amenaza que erosiona las bases económicas, políticas y sociales de una nación.