En víspera de la conmemoración de los 40 años de la firma del Tratado de Paz y Amistad, TPA (29 de noviembre 1984), se suceden eventos y reportajes dedicados a recordar ese hito histórico, y a destacar los avances recientes de la “integración con Argentina”.

El precio de la paz

Si en lo último se constatan innegables logros, también es necesario recordar que -junto con una compleja negociación originada en el incumplimiento argentino del laudo de un tribunal internacional, acompañada de frecuentes amenazas abiertas y veladas de la amenaza del uso de la fuerza-, la firma del Tratado de Paz y Amistad (TPA) exigió renuncias unilaterales nuestras sobre espacios de territorio marítimo garantizado por la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (que data de 1982).

Quizás por efecto de nuestra tendencia al relato autorreferencial (centrado en “nuestros logros”), hasta aquí se olvidó recordar que entre los sacrificios por la paz se incluyó nuestra renuncia a la proyección hacia el Este de nuestro Mar Territorial, Zona Adyacente, Zona Económica Exclusiva y plataforma continental del Grupo Pixton, Nueva y Lennox y, también, de otros archipiélagos australes chilenos (12, 24 y 200 millas, respectivamente). Miles de kms² de territorio marítimo.

A ese precio se agregó nuestra renuncia a la proyección de la Zona Económica Exclusiva de las islas del cabo de Hornos y Diego Ramírez, al oriente de lo que Argentina denomina “el meridiano del cabo de Hornos” (más al sur del trazado entre los Punto E y F de la Carta Marina Anexa I del TPA).

Esta última concesión unilateral no incluyó -sin embargo- la proyección de nuestra plataforma continental, el Este de dicha longitud. Conforme con la Convención sobre el Derecho del Mar de 1982, se trata de dos entidades distintas y separadas.

Firma del tratado de paz y amistad entre chile y argentina
Firma del Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina | Cedida

La tradición geo-legal chilena

Si durante las últimas décadas la implementación de la normativa para la integración binacional registró indiscutibles avances, para entender por qué esto fue posible, también es de justicia reconocer que la diplomacia del gobierno militar no solo encaró con temple la crisis gatillada por el rechazo de la dictadura militar argentina al Laudo Arbitral de 1977 (sentencia unánime de 5 jueces elegidos de común acuerdo), sino que además, con altura miras, pudo proyectar la relación bilateral a largo plazo, sin reducirla a la mera solución del problema causado por la pretensión de la Contraparte sobre las islas al sur del canal Beagle (para bloquear la proyección antártica de Chile).

Parecería que por razones ideológicas (antes que de honestidad intelectual) hoy cuesta reconocer que, durante el gobierno militar, la defensa de los títulos chilenos se ajustó -con el aporte de expertos conocidamente disidentes de la Junta de Gobierno- a una tradición geo-jurídica que data del siglo XVI, y que antes, sin vacilaciones, fue a cabalidad implementada por los gobiernos del Presidente Eduardo Frei Montalva y del Presidente Salvador Allende Gossens (con los celebrados cancilleres Gabriel Valdés Subercaseaux y Clodomiro Almeida Medina). Estos son los hechos.

La diplomacia del gobierno militar (equipo de la “mediación”) fue capaz de comprender que en esa continuidad reside la principal fortaleza de -citando a don Miguel Luis Amunátegui- los títulos chilenos sobre la extremidad y dominio de la extremidad austral del continente americano.

Este es un aspecto medular, que nuestros negociadores de los 80s tuvieron en cuenta para enfrentar los desafíos (y las amenazas) impuestas por una bipolar Argentina (que hasta el último minuto dudó si concurría, o no, a la firma del Tratado). Quienes conocen las vicisitudes del Laudo Arbitral, la crisis de 1978 y la Mediación Papal, saben que se trató de un proceso extremadamente complejo que -invasión argentina de las islas Falkland/Malvinas de por medio- in extremis condujo a la firma del TPA.

También conocen que a la paciencia de la diplomacia vaticana, y a la buena fe de la delegación encabezada por Enrique Bernstein y Ernesto Videla, se debe, en parte sustancial, el texto acordado en 1984, que más tarde hizo posibles los logros recientes de la integración binacional.

Los límites australes en los próximos 40 años

La actitud autorreferencial que menciono parece ser una de las razones que nos impide reconocer los complejísimos desafíos que, especialmente en materia limítrofe, en el mediano y largo plazo (dentro y fuera del marco del Tratado de Paz y Amistad) se presentan a la relación con Argentina. No es avezado afirmar que, nos guste o no, las cuestiones limítrofes pendientes improntarán la relación vecinal de los próximos decenios.

La primera de esas cuestiones reside en el problema no resuelto del Campo de Hielo Patagónico Sur. Ello, luego de que, en 1991, Chile aceptara incluirlo entre los 24 asuntos limítrofes pendientes.

Después de acordar soluciones para 22 de dichos “problemas”, junto con la cuestión de la vecina Laguna del Desierto (situada a miles de kilómetros al sur del Cerro Manquehue), la diplomacia de Santiago aceptó poner sobre la mesa de negociaciones cerca de 180 kms de límite a lo largo y ancho de la tercera reserva mundial de agua dulce.

Más tarde, en 1998, a pesar de la resistencia de parte de la “diplomacia de carrera” y de representantes de la Patagonia, la clase política chilena aceptó la tesis geopolítica argentina que sostiene que entre el Monte Fitz Roy y el Cerro Daudet aún es exigible delimitar antes que, conforme con la antigua tesis chilena, demarcar. Parafraseando a don José Miguel Irarrazabal, el efecto multiplicador de este error geográfico y diplomático está aún por verse.

Hoy algunos creen que detrás de dicho arreglo también estuvieron ciertos intereses chilenos que, a cambio de delimitar, pedían que la Argentina de Carlos Menem facilitará gas barato y acceso a su mercado. Se trata, sin duda, de un tema de investigación para la nueva generación de historiadores: la historia juzgará.

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Un acuerdo inaplicable

Como sea, lo concreto es que, a lo largo de los años, científicos, juristas y políticos de diverso signo han hecho ver que el acuerdo de 1998 resulta -para nuestro interés nacional- inaplicable. Esto, a menos que Chile esté, otra vez, dispuesto a “renunciar unilateralmente” (en aras del buen entendimiento con Argentina), a extensos territorios de relevancia material que, conforme con la realidad geográfica y la historia del Tratado de Límites de 1881, le pertenecen.

El caso Campo de Hielo Sur es revelador de un ethos diplomático criollo que durante tres décadas exudó buenismo y expresión de deseo (el “síndrome del mejor compañero del curso”), además de un incomprensible desinterés por el estudio de la geografía y el conocimiento práctico del territorio nacional.

Ese carácter de parte de nuestra diplomacia y de nuestra clase política (responsable de la integridad del territorio nacional) resulta preocupante en vista de la magnitud del segundo desafío estructural para los próximos 40 años- A saber: la delimitación pendiente de nuestra plataforma continental, al sur de lo pactado en 1984.

Ocurre que, re-interpretando lo dispuesto en el Tratado de Paz y Amistad, en 2009 Argentina extrapoló sus pretensiones territoriales a lo largo y ancho del área que ese mismo instrumento jurídico denomina “Mar de la Zona Austral, pero que ahora la Directiva Nacional de Defensa argentina (2021) llama Mar de Francisco Hoces”.

Es evidente entre 2009 y 2019 ni nuestra diplomacia, ni nuestra clase política aquilataron los alcances jurídicos y geopolíticos del reclamo argentino de plataforma continental más allá de las 200 millas en el Atlántico Sur (en el cual Chile apoya la causa de Malvinas), la Antártica Americana y -muy importante-, el Mar de la Zona Austral.

Durante esa coyuntura nuestra diplomacia prefirió ignorar que, para ser consistente con la tradición carto-bibliográfica ibérica que soporta nuestros títulos sobre toda la extremidad austral de las Américas, esa región se denomina, simplemente, Mar Austral o, lo que mucho más tarde, el capitán James Cook llamó Southern Ocean.

Lo anterior a pesar de que una simple mirada al mapa de plataforma continental argentino indicaba que, en 2009, Argentina extendió unilateralmente el límite internacional en el Mar Austral y la Antártica, ergo, de hecho y de derecho, a la luz de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, reinterpretó y relativizó la normativa del TPA.

Las élites políticas y diplomáticas no mensuraron la gravedad de las renovadas “pretensiones territoriales argentinas” que, en todos sus detalles técnicos y jurídicos, se difundieron a través de un recurso legal ante un organismo técnico-científico: la Comisión de Límites de la Plataforma Continental de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.

Ni monedas, ni sellos postales ni mapas oficiales en edificios públicos y escuelas que ilustraron el citado reclamo legal, lograron preocupar a nuestras élites, incluso después de 2016, cuando Argentina comenzó a insistir en que daba por incorporado a su territorio un sector del suelo y subsuelo marino chileno plus ultra el cabo de Hornos.

Todo esto no obstante que el TPA expresamente estipula que lo pactado constituye la solución completa y definitiva de las cuestiones de límites pendientes y que, por lo mismo, en el futuro ninguna de las partes presentaría nuevas reivindicaciones ni interpretaciones incompatibles con su letra y espíritu.

Obviando estas obligaciones, e invocando una fórmula geo-científica del Art. 76 de la Convención del Mar (1982), el reclamo argentino de plataforma continental más allá de las 200 millas reinterpretó esas obligaciones con el tratado de 1984, afirmando soberanía sobre los recursos naturales de cerca de 9 mil kms² de territorios plus ultra lo delimitado con Chile. Adicionalmente, el reclamo de plataforma continental argentino en la Antártica puso sobre la mesa la aplicación del sistema de solución de controversias del TPA para la cuestión de los reclamos territoriales hasta hoy “congelados” por el Tratado Antártico. Todo sumamente complejo.

Observado ese reclamo en una Carta Marina, es evidente que la finalidad geopolítica de tal acción afirmativa argentina en el Mar Austral consiste en revindicar su antigua pretensión del principio bioceánico que -en el terreno y a miles de kilómetros de la Plaza de la Constitución- pretende “arrinconar” a Chile al occidente del meridiano del cabo de Hornos.

Esto, como antes se indica, para dejarnos sin proyección hacia el sector de la Península Antártica. Si alguien pensó que el principio bioceánico había sido superado en 1984, la evidencia demuestra que no es así.

A comienzos de 2020, en vísperas de la aprobación de una ley argentina sobre plataforma continental, la Cancillería Piñera 2 aceleró la aprobación del Estatuto Antártico (ley 21.255), mientras que la Armada actualizó la proyección de la plataforma continental de 200 millas al oriente del meridiano del cabo de Hornos. En la coyuntura, el gobierno chileno también notificó a su par argentino que su ley sobre plataforma continental nos resultaba inoponible.

De esa manera, el país comenzó a recuperarse de un letargo impuesto por un “ethos noventero”, que confundió la expresión de deseo y el interés económico meramente coyuntural con la realidad material y a largo plazo del Derecho Internacional aplicado a la geografía.

Luego, a comienzos de 2022, Chile puso a consideración del organismo internacional técnico competente los datos geo-científicos y la cartografía de nuestra plataforma continental del sector occidental de nuestra Provincia Antártica (el Mar de Bellinghausen), proyectando la plataforma continental hacia la posición de aquella de las islas Diego Ramírez. Utilizando fórmulas del Derecho del Mar -legal y geo-científicamente- Chile comenzó a ilustrar al mundo la continuidad entre sus territorios sudamericanos y la Antártica Sudamericana.

Mirados desde la óptica del Tratado de Paz y Amistad, dichos actos afirmativos hicieron patente que -otra vez- Argentina y Chile se enfrentan en un diferendo limítrofe austral. Esto, no obstante las obligaciones asumidas en noviembre de 1984 en presencia del Papa Juan Pablo II.

Argentina impuso este diferendo, y ahora deberá atenerse a sus consecuencias. “Error geopolítico tipo 1 de la geopolítica peronista”. La proyección de la plataforma continental chilena en el Mar Austral no se acaba en la proyección de nuestras islas más australes.

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40 años del Tratado de Paz y Amistad: ¿Dónde está el champagne?

La conmemoración de los 40 años del TPA nos resulta de dulce y agraz. Primero, porque, por razones estrictamente coyunturales y antipatías recíprocas entre gobernantes, la agenda bilateral se ha adelgazado preocupantemente y, segundo, porque está pendiente que ambos países reconozcan la necesidad de sincerar y encauzar los problemas limítrofes pendientes.

Por ahora, parecería que Argentina reconoce que Chile no está preparado para un acto de sinceridad de tal magnitud, en parte porque sus autoridades no conocen (ni les preocupa) el fondo de los problemas limítrofes hasta aquí sin solución. Mientras tanto, Argentina entiende que sus debilidades estructurales son temporales y, con un horizonte de mediano plazo, ha emprendido el fortalecimiento de sus bases de negociación con Chile, con, por ejemplo, una acelerada modernización de sus fuerzas armadas.

Con esto en consideración, conviene mencionar que las generaciones que vivimos el plebiscito del 5 de octubre de 1988 (Sí versus No) recordamos la frase del general Fernando Matthei (entonces miembro de la Junta de Gobierno) que, frente al evidente triunfo del No y un impostado exitismo del Ministerio del Interior (que “valoraba” la minoría obtenida por el sí), hacia la medianoche de aquel día preguntó: si el resultado es positivo para el gobierno, entonces ¿dónde está el champagne?

Lo que, con espíritu republicano, el General Matthei quiso significar es que, si el gobierno militar había claramente perdido el plebiscito, ¿qué había que celebrar?

Para quienes conocemos las complejidades del plebiscito de 1988, sabemos que, al reconocer explícitamente el triunfo del No, la afirmación del General Matthei encausó el proceso político, obligando al gobierno militar a respetar el resultado de las urnas. Las generaciones recientes ni siquiera sospechan la importancia de esa pregunta-afirmación.

El comentario es pertinente si consideramos que, en fecha tan reciente como el 1 de noviembre de 2022, con una Nota Diplomática dirigida al Secretario General de Naciones Unidas, Argentina notificó a la Comisión de Límites de la Plataforma Continental “que rechaza la pretensión de Chile de proyectar, al sur de Tierra del Fuego, una plataforma continental al Este del meridiano 67°16’ de longitud Oeste (meridiano del cabo de Hornos), por resultar contraria al Derecho Internacional y, en particular, al Tratado de Paz y Amistad Argentino-Chileno de 1984”.

Es decir, en 2022, Argentina acusó a Chile de violar lo prescrito en el TPA. Visto así el asunto, ¿dónde está el champagne?

Más allá de los 40 años del tratado

Es claro que, no obstante la complejidad de los asuntos limítrofes pendientes, la relación bilateral con Argentina no puede reducirse solo a ellos, incluso si en los próximos años (probablemente décadas) estos asuntos ocupan a las diplomacias y las clases políticas de ambos países. Un ejercicio bilateral de sinceridad ayudaría a formalmente separar esa problemática del resto de la agenda de integración.

Es claro que ambos países tienen amplios espacios para profundizar su integración física y económica. Por ejemplo, haciendo realidad la simplificación del tráfico de personas y mercancías, o sincerando el uso de los recursos hídricos compartidos. ¿Serán necesarios otros 40 años para que esto finalmente se implemente?

Mirados esos desafíos desde la Patagonia y la Tierra del Fuego, se trata de problemas básicos aún por resolver. Transcurridos 40 años, los habitantes del extremo sur seguimos obligados a un doble control fronterizo, esencialmente inocuo, que solo contribuye a mantener la desconfianza y la irritación.

Más al norte, esta misma deficiencia tiene un impacto gravísimo sobre el funcionamiento y los costos del tráfico terrestre de mercancías argentinas hacia los puertos chilenos, perjudicando por igual a privados de ambos países. Todo indica que la crispación va en aumento, a pesar de las celebraciones, reuniones, acuerdos sectoriales y demases que, en terreno, no resuelven nada de nada. En este plano, es claro que los dos países deben, otra vez, sincerar intenciones.

En lo que respecta al sur más lejano del mundo (Mar Austral y Antártica), el irredentismo peronista se equivoca gravemente al reinterpretar el Tratado de Paz y Amistad vinculándolo a su cuestión de Malvinas, para insistir en un proyecto político esencialmente mesiánico y propio del siglo XIX. Entre otras cosas esenciales, ese proyecto ignora que la geopolítica del siglo XXI incluye amenazas mucho más graves que una comunidad esencialmente pacífica de apenas 3 mil personas (los isleños de las Falkland), que en lo sustantivo solo reclaman su derecho humano a elegir su destino. Chile no es tampoco un enemigo externo de Argentina.

La ofuscación del relato irredentista mesiánico argentino (que aspira a un “destino manifiesto”) impide entender al extremo sur del hemisferio occidental como un espacio de colaboración de buena fe entre entidades distintas, pero con enorme potencial de complementación. Solo el aprovechamiento inteligente de la geografía y sus recursos (por ejemplo, los pesqueros) podrá afianzar a esta gigantesca región del planeta como una verdadera zona de paz, diferente, distante y lejana de los avatares de un mundo cada vez más convulsionado, más amenazado y más peligroso.

¿Serán necesarios otros 40 años para que reparemos en esta oportunidad?