Los Juegos Olímpicos de París no solo atraen la atención mundial, sino que también despiertan una afección en aquellos que padecemos una enfermedad peculiar: la "parisitis". Es incurable, pero quienes la sufrimos no tenemos el menor interés en sanarnos, a pesar de ser una pandemia que afecta a muchos. Este evento también trae recuerdos.

Durante su tiempo como embajador (febrero de 1970 a noviembre de 1972) y tras recibir el Premio Nobel, Pablo Neruda decidió adquirir una propiedad en Normandía, en Condé-sur-Iton, departamento de Eure. Esta localidad, rodeada de bosques, colinas y caminos serpenteantes, se encontraba alejada de París y de las obligaciones que se redoblaron tras el galardón.

Su salud era frágil. Dos operaciones y un tratamiento de cobalto lo habían dejado debilitado, haciéndole difícil atender tantos compromisos y recibir a quienes deseaban verlo, a veces con insistencia. Neruda anhelaba recuperar energías.

El “castillo” de Neruda

Adquirió un antiguo “manoir” de tamaño mediano, en realidad un viejo molino hidráulico que había funcionado con aspas, movidas por una corriente cercana. Ahora, un cristal circular reemplazaba al molino, por donde el agua fluía suavemente. La edificación, de estilo normando, tenía un techo que recordaba un barco invertido, con vigas gruesas y dos pisos; el segundo, abierto al salón, permitía observarlo desde una baranda de madera.

Neruda decoró la casa al más puro estilo de sus residencias: muebles macizos, una mesa redonda, tapices, grabados, mascarones de proa, botellas, libros, y su famosa colección de caracolas. Junto al muro perimetral, instaló un bar decorado con un enorme caballo pintado de verde. Lo bautizó “La Manquel”, un nombre con sabor chileno.

Sin embargo, una feroz polémica estalló. Críticas de todos lados llovieron sobre él: lo llamaron comunista aburguesado, lo acusaron de despilfarrar el premio y de desatender su trabajo. La más punzante de todas: “se había comprado un castillo”. Incluso, algunos medios publicaron fotos de la supuesta propiedad. El canciller Clodomiro Almeyda desmintió todo tajantemente, pero la controversia no se apagaba.

Pablo está loco, ¿qué diré ahora?

Almeyda viajó a París para tratar temas de la deuda externa. Durante el fin de semana, Neruda lo invitó a almorzar en su “castillo”. Con una risa nerviosa, Almeyda comentó, “las bromas de Pablo”.

La comitiva partió hacia Condé-sur-Iton. Al llegar, se detuvieron frente a una gran reja de hierro. Un funcionario la abrió, y el auto del ministro avanzó por un largo camino ascendente flanqueado por árboles centenarios. Al fondo, se vislumbraba una imponente propiedad, con una torre almenada y amplias construcciones circundantes. Un castillo.

Los acompañantes, Jorge Edwards y Fernando Belloni, su Jefe de Gabinete, miraban hacia otro lado. Al llegar a un portón inmenso, fui yo quien lo recibió, señalando: “el embajador lo espera”.

Almeyda subió pálido y desencajado los largos escalones:

– ¿Qué diré ahora? Pablo está loco, se compró un castillo. ¿Cómo lo explico? – murmuraba con voz trémula.

Entonces apareció Neruda, lo tomó del brazo y le dijo: “vamos a almorzar”. En La Manquel, a muy poca distancia, solo después del aperitivo Almeyda pudo esbozar una sonrisa. Todo había sido un juego tramado por Neruda, con la complicidad del resto, y la autorización de la dueña del castillo, una millonaria norteamericana.

Neruda, aunque fuera por un instante, tuvo un castillo. Hoy, ese lugar existe y es una atracción turística.