A veces, el destino juega con los acontecimientos, pero no se puede estar completamente seguro de nada.

Llevaba diez meses como Encargado de Negocios a.i. (interino) en Turquía, a la espera de la llegada de un embajador. Era el año 1979. Cabe recordar que, desde el 1º de junio de 2022, el país cambió oficialmente su nombre a Türkiye, para evitar las burlas que generaba la traducción al inglés, “Turkey”, que significa “pavo”.

A finales de marzo, las autoridades organizaron una recepción formal presidida por Fahi Korotürk, el entonces jefe de Estado. Aunque en retiro y con poderes limitados, Korotürk seguía siendo una figura simbólica de las fuerzas armadas, que mantenían una influencia considerable en el país.

El primer ministro Bülent Ecevit, del Partido de Izquierda Democrática, acababa de ganar las elecciones con una propuesta audaz. Ecevit buscaba llevar a cabo una revolución de profundas transformaciones en una nación de arraigada tradición nacionalista, que había experimentado pocos cambios desde la fundación de la República.

El “Allende turco”: un tenso y perturbador diálogo

La invitación era una de las pocas oportunidades de estar con el gobierno en pleno. Vestíamos chaqué sin condecoraciones, que solo proceden con frac. Las suprimieron y no las conceden ni ostentan desde tiempos de Kemal Atatürk, para diferenciarse de los sultanes otomanos, quienes las usaban y distribuían profusamente.

A una hora de iniciado el encuentro, se me acercó un edecán. Me dijo que el primer ministro deseaba verme a solas. Solo lo había saludado al llegar y no había asuntos pendientes. Podía tratarse de algo más serio.

Me condujo a un pequeño salón contiguo. Ecevit me ofreció un cigarrillo y un café turco, fuerte y aromático, que se degustaba a pequeños sorbos, quedando en la taza la consabida borra amarga e intomable.

Con una expresión tensa, me dijo:

– Seguramente usted sabe que me llaman el Allende turco.

Aunque extrañado por lo dicho, le respondí:

– Sí, señor primer ministro, estoy al tanto de ello.

En voz alta y señalándome con un dedo, añadió:

– Pero debe saber que a mí no me pasará lo mismo que al presidente Allende.

Incómodo por el tono empleado, le respondí:

– Ojalá, señor primer ministro, así sea.

Nunca había mencionado ni discutido este rumor con nadie. Pero fue un diálogo inesperado que me molestó y perturbó. Así es que, sin pensarlo demasiado, le añadí sutilmente:

– Pero nunca se puede estar tan seguro…

Su actitud cambió y esbozó una sonrisa. La conversación retomó su curso normal, y pudimos intercambiar algunas ideas sobre la relación entre ambos países. Nos despedimos cordialmente.

Un giro inesperado

Dos meses después, cuando llegó un nuevo embajador chileno -al que acompañé para presentar sus credenciales ante el presidente- viajé a mi nuevo destino en la Misión Permanente en Naciones Unidas: Nueva York.

Durante la Asamblea General de septiembre de 1980, los delegados recibimos con gran impacto la noticia de que los militares en Turquía habían dado un golpe de Estado.

Destituyeron y encarcelaron al primer ministro. Aunque habían planeado llevar a cabo el golpe el 11 de septiembre, lo pospusieron al 12 para evitar que coincidiera con los eventos ocurridos en Chile.

El General Evren asumió el poder, estableciendo un régimen nacionalista con una nueva Constitución y otorgando amnistía a los militares involucrados. La situación estuvo marcada por gran violencia, detenciones y muertes. El Consejo de Seguridad de la ONU abordó el tema.

El régimen militar duró casi 10 años.

Ecevit fue liberado pocos meses después. Reelegido en 1999, ocupó el cargo de manera alterna hasta 2002, cuando fue derrotado por Tayyip Erdogan, el actual Presidente.

Ecevit falleció en 2006.

A veces, el destino juega con los acontecimientos, pero no se puede estar completamente seguro de nada.

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