Las pantallas se iluminan con la imagen del presidente de los Estados Unidos, Joe Biden. Sus gestos erráticos y balbuceos incoherentes se repiten en un bucle constante. La maquinaria mediática disecciona cada tropiezo, cada titubeo, cada frase incompleta, convirtiéndolos en pruebas irrefutables de su posible decadencia mental. La avanzada edad del mandatario se convierte en un espectáculo, un carnaval de dudas que alimenta el morbo público y plantea preguntas inquietantes sobre el liderazgo y la mortalidad.

El filósofo inglés Mark Fisher, en su exploración de lo raro y lo espeluznante, describe cómo estas cualidades nos confrontan con lo que está fuera de nuestra percepción habitual. La figura de Biden, con su envejecimiento manifiesto, nos obliga a enfrentar una dimensión de la realidad que preferimos evitar: la inevitable marcha del tiempo y la fragilidad de la existencia humana.

La inquietante imagen de un líder anciano

A sus 81 años, la edad de Biden no solo cuestiona su capacidad para manejar las complejidades de la presidencia, sino que desafía nuestra propia percepción de la vejez. La imagen de un líder anciano que lucha con los desafíos físicos de su edad desencadena una sensación de lo inquietante, una perturbación de lo conocido, un desajuste en nuestra expectativa de lo que debe ser el poder y la autoridad.

En este contexto, la edad de Joe Biden se explota tanto por los medios como por sus críticos políticos, convirtiéndose en una herramienta para sembrar la duda y el miedo.

Sin embargo, más allá de la política, la figura envejecida de Biden nos obliga a mirar de frente lo que habitualmente ocultamos: la certeza de nuestra propia decadencia.

Vivimos en una cultura que glorifica la juventud y rechaza la vejez, una cultura que ve en cada signo de envejecimiento una amenaza a la narrativa del progreso y la vitalidad interminables.

La edad del presidente, lejos de ser una mera preocupación médica o política, es un símbolo de un eventual desmoronamiento más amplio, de un sistema que se enfrenta a sus propios límites. La fascinación por su envejecimiento se convierte en una forma de proyectar nuestras ansiedades sobre la inevitable entropía que afecta a todas las cosas.

Lo familiar que se convierte en extraño, lo que estaba destinado a ser fuerte y seguro, ahora revelado como frágil y transitorio.

No es solo Biden quien envejece, sino todo el sistema que lo rodea

En aquella ocasión en que Biden se quedó inmóvil durante la celebración que conmemoraba el fin de la esclavitud en Estados Unidos, así como en los momentos en que sus palabras parecen desmoronarse durante las conferencias de prensa, nos enfrentamos a una inquietante realidad sobre la gobernanza y la vejez.

Lo espeluznante no es necesariamente terrorífico, sino que es una ruptura en la continuidad de la normalidad. Biden encarna esa ruptura, un punto de inflexión en nuestra percepción de la autoridad, que revela la frágil construcción de lo que creemos debe ser un líder.

La senectud de Biden podría verse como una manifestación de la aceleración de la entropía, un símbolo de un sistema político y social que se desintegra bajo el peso del tiempo. Su figura, en su lucha visible contra los efectos del envejecimiento, se convierte en una metáfora de un cuerpo político que se enfrenta a su propia descomposición.

No es solo Biden quien envejece, sino todo el sistema que lo rodea, un sistema que, a pesar de su fachada de estabilidad, está en un proceso de desintegración inevitable.

Ni los más poderosos pueden escapar de la erosión del tiempo

Este proceso de desintegración es lo que realmente nos aterra en la vejez de Biden. No es solo el miedo a la incompetencia, sino el temor más profundo de que el poder y la autoridad son inherentemente frágiles y efímeros.

El mandatario, con cada paso vacilante y cada momento de confusión, nos recuerda que incluso los más poderosos no pueden escapar de la erosión del tiempo. Este recordatorio nos confronta con la verdad incómoda de que todas las estructuras, todas las certezas, están destinadas a desmoronarse eventualmente.

La obsesión de la sociedad con la juventud y la vitalidad se refleja en la forma en que percibimos a Joe Biden. En lugar de valorar la sabiduría y la experiencia que aportan sus ochenta y dos años, nos enfocamos en su aparente decadencia.

A pesar de las críticas, es esencial recordar que ninguna prueba médica concluyente ha declarado a Biden incapaz de desempeñar sus funciones. De hecho, ha demostrado una capacidad notable para manejar desafíos complejos durante su mandato, como la gestión de la pandemia de COVID-19 y la navegación de relaciones internacionales complicadas.

Su experiencia y conocimiento acumulado son activos valiosos, aunque a menudo eclipsados por la focalización en su edad. Esto no solo revela nuestros prejuicios culturales, sino también un profundo miedo a enfrentar nuestra propia mortalidad.

El presidente de los Estados Unidos, en su fragilidad visible, se convierte en un símbolo de todo lo que tememos sobre el envejecimiento y el fin.

Biden nos confronta con nuestros propios temores

La figura de Biden nos desafía a reconsiderar cómo entendemos el poder y la autoridad en el contexto de la vejez. Nos apela a mirar más allá de la superficie y a enfrentar las realidades inquietantes de la vida humana.

La reflexión sobre su vejez no es simplemente una cuestión de política o competencia, sino una confrontación con nuestras propias ansiedades sobre lo que significa que no solo los cuerpos envejecen, sino que también lo hacen los estados, la política, las creencias y todo lo que creemos atemporal.

En el desmoronamiento visible de Joe Biden, detectamos no solo a un hombre enfrentado a los límites de su propia biología, sino a un sistema entero al borde de su posible colapso. Y, sin embargo, en esta fricción entre la vida y la entropía, podemos encontrar una lección más profunda sobre la resistencia y la capacidad humana para encontrar significado incluso en medio de la inevitable desintegración.

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En última instancia, la discusión sobre la vejez del presidente Joe Biden nos lleva a una conclusión fundamental: La verdadera medida de su presidencia, tanto pasada como futura, debe basarse en las políticas que implementa y en los resultados que obtiene, no en la apariencia o el número de sus años.
- Alberto Ponce Catalán, autor e investigador del envejecimiento