No se trata, pues, de negar nuestro carácter de especie depredadora e imponer un veganismo a rajatabla, sino de que apliquemos todo nuestro ingenio para limitar al máximo el sufrimiento de los animales que van a parar a nuestros estómagos y nuestras tripas.

Aunque el diputado Jorge Brito retiró su polémica indicación al proyecto de nueva Ley de Pesca, no está de más darle un par de vueltas al asunto. Su texto:

“El estado establecerá los mecanismos necesarios para garantizar el correcto manejo de los recursos hidrobiológicos sintientes en la pesca industrial. En todo momento se deberá respetar el estado físico y mental del animal, por lo que estará estrictamente prohibido generarles estrés y dolor innecesario, tratarlos de forma cruel, o prolongar su agonía”.

Desde sus orígenes, como forma de sobrevivencia biológica el Homo Sapiens ha debido nutrirse de la carne de otras especies, para lo cual desde tiempos ancestrales arriesgaba la vida como cazador y pescaba con sus propias manos, hasta que gracias a su inteligencia fue desarrollando métodos y técnicas cada vez más sofisticadas para ello. A la vuelta de los milenios, la caza dio lugar a la crianza de ganado y luego emergió la piscicultura.

Hoy, sin arriesgar la vida ni ensuciarnos las manos, compramos en el supermercado trozos de cadáveres de novillos, pollos, cerdos, además de huevos de gallinas robotizadas y leche, yogures y quesos provenientes de vacas autómatas a las que acercan un ternero de madera para que suelten la leche creyendo que es el que les arrebataron.

A esos animales los hemos obligado a vivir encerrados y morir para nosotros, sin cargos de conciencia por el sufrimiento –sí, sufrimiento– que les imponemos. Como tampoco pensamos en la vida de los salmones que obligamos a nacer y crecer apretujados en unas piscinas dopadas de antibióticos con destino a nuestros paladares y estómagos.

En el siglo que corre, se extiende en el mundo el número de vegetarianos y de su forma más radical, el veganismo de quienes rechazan la ingesta de cualquier alimento de origen animal –carne, leche, huevos, etc.– y el uso de productos de ese origen, ya sea para vestuario, cosmética y cualquier otro fin.

La indicción del diputado Brito se inscribe en esa ética y nos lleva a reflexionar sobre los seres animales que pescamos en el mar. No está de más recordar el desesperado boqueo por asfixia de aire de los peces extraído con redes ni los coletazos espasmódicos de los que se han tragado el anzuelo de un espinel.

Es evidente que los animales luchan por su vida como el ser humano cuando es amenazado con un cuchillo o un arma de fuego, y al igual que la gacela que intenta escapar del león que la persigue.

No hay duda de que los animales tienen un sistema nervioso y un potente instinto de conservación, y de que experimentan miedo y dolor, de ahí que últimamente se haya puesto en boga la afirmación de que se trata de seres “sintientes”, mencionada en la indicación del diputado Brito.

Pero del mismo modo que un felino necesita alimentarse de carne y es por naturaleza un cazador y depredador de ciertas especies, nosotros los humanos, que también pertenecemos al reino animal, necesitamos, por ley de la naturaleza, proteínas de origen animal para nuestro desarrollo y subsistencia.

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No se trata, pues, de negar nuestro carácter de especie depredadora e imponer un veganismo a rajatabla, sino de que apliquemos todo nuestro ingenio para limitar al máximo el sufrimiento de los animales que van a parar a nuestros estómagos y nuestras tripas.
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