Neruda quedó satisfecho y me embromó varios días, ofreciendo que firmara los registros del partido. Desde entonces, no he vuelto a ser un camarada, pero tengo el recuerdo de esa experiencia única.
Quienes integramos la Embajada de Pablo Neruda en Francia, durante el año y ocho meses que fue Embajador, experimentamos todo tipo de situaciones, oficiales y personales, algunas bien curiosas, y por sobre las actividades rutinarias de toda representación diplomática.
Por ejemplo, acompañarlo frecuentemente en su “pesca en el mar de París” para comprar todo tipo de objetos, con la avidez de un coleccionista consumado, o bien, asistir a ceremonias oficiales vestidos de chaqué, donde terminó trastocado el rígido protocolo francés. Allí, tomó la iniciativa de presentar todo su personal al Presidente Georges Pompidou, con quien mantenía correspondencia literaria, siendo la única delegación en hacerlo con la consecuente sorpresa del Director de Protocolo.
La embajada estaba integrada, además, por Jorge Edwards como Ministro Consejero, y el afamado pintor Roberto Matta, de agregado cultural. Presagiaban que todo sería diferente, y así fue.
Sin ser excluyentes, había tres tipos de reuniones que Neruda usualmente asistía. Las políticas, con autoridades chilenas y francesas, donde sólo él participaba; las literarias, con escritores locales o de paso desde Chile u otros países, a los que ciertamente no pertenecíamos; y las efectuadas entre amigos, tal vez las preferidas de Neruda. Allí buscaba pasar buenos momentos, escapar de las obligaciones de su cargo, bromear o poner sobrenombres. Y, algunas veces, lo acompañábamos.
En lo literario, era muy apreciado en Europa, y cuando obtuvo el Premio Nobel de Literatura, sus invitaciones y compromisos se multiplicaron, pues “estaba de moda” y era buscado majaderamente.
Con la salud resentida, debimos asumir no pocas veces su representación, desilusionando a los invitantes que perdían todo interés en nosotros, pero había que cumplir.
Cierta vez fue muy particular
Lo invitaron a un acto en conmemoración de “La Commune”, que se alzó en 1871 en la colina de Montmartre, luego de la derrota francesa por los prusianos.
La cita era en la periferia de París, casi siempre en manos comunistas o socialistas sumamente combativos y adictos a las “manif”, las manifestaciones y desfiles que siguen siendo habituales.
También invitaron al poeta guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, que había obtenido el Premio Nobel, y amigo de Neruda. Se parecían físicamente y contaban que Asturias, en una ocasión, le facilitó su pasaporte para escapar, y se reían de que ambos tenían “voz de pato y cara de guajolote”.
Me llamó a su oficina temprano. Presentí que sería para algo más especial y no para una de sus expediciones de búsqueda de objetos, a las que muchas veces lo acompañaba.
Con evidente malicia, me pidió que lo represente en un acto de conmemoración sumamente importante, que para él tiene particular significado.
Fui con mi mujer, sin saber exactamente en lo que me metía.
Un vibrante camarada
Nos esperaba un teatro repleto que cantaba “La Internacional” con puños en alto.
El Alcalde dio un discurso militante, y pidió escuchar el evocador recuerdo de Asturias, sobre el significado de “La Commune” revolucionaria; y luego, el mensaje de Neruda, por su representante.
La audiencia no estaba para frases de cortesía, y debí mimetizarme.
Fui un vibrante camarada esas dos horas que duró todo. Me dieron abrazos efusivos el Alcalde y Asturias, y unos grabados alusivos al acto.
Neruda quedó satisfecho y me embromó varios días, ofreciendo que firmara los registros del partido.
Desde entonces, no he vuelto a ser un camarada, pero tengo el recuerdo de esa experiencia única.