Desde los albores de la civilización, la humanidad se ha preguntado cómo será el fin del mundo, acudiendo a la religión para conseguir respuestas. Hoy, la ciencia tiene algunas respuestas.

Todas las culturas tienen su propia mitología sobre cómo será el fin del mundo, o al menos el de la humanidad, pero nunca en la historia teníamos en el horizonte tantas formas distintas en las cuales nuestra existencia se pudiera ver amenazada, con evidencia que las sustente.

Y no es una preocupación menor: la ciencia ya considera que estamos viviendo una extinción masiva llamada antropoceno, que como su nombre indica, está siendo causada por el ser humano mediante la emisión indiscriminada de gases de efecto invernadero.

Eso sin considerar otros factores que podrían ser desastrosos para la humanidad, como un daño ecológico irreversible o un potencial holocausto nuclear.

Pero más allá de los temores y los fatalismos (o las iniciativas para algún día colonizar otros mundos y así no dejar “todos los huevos en una sola canasta”), hay posibilidades que la ciencia ve más cercanas que otras. Éstas son algunas, según un biólogo, una geofísica, y un astrofísico.

Lo urgente: la crisis climática, las pandemias y el antropoceno

Según explica el divulgador científico especializado en biología, Sebastián Rojas (también conocido como Wiki Seba), “el calor va en aumento y estamos a tan solo 1.5 grados de salvar el planeta; pero si no hay un cambio de sistema, y de cómo manejamos los recursos, podrían quedarnos menos de 100 años para la extinción total de nuestra especie”, de acuerdo con algunas estimaciones.

De hecho, según una columna del paleontólogo y editor de Nature, Henry Gee, en Scientific American, la humanidad estaría incluso “condenada a extinguirse”. Las señales, indica, estarían por todos lados: sobreexplotación de recursos, baja en la fertilidad, tasas de natalidad por debajo de la de mortalidad, y la rápida degradación de nuestro medio ambiente.

Y a eso se suman las enfermedades. “Quizás te imagines un futuro donde los zombies atacan la ciudad y comen personas, pero no, lo más cercano a esto son personas enfermas por virus, bacterias u hongos, quizás no al estilo de The Last of Us, pero más pandemias a futuro no son para nada descartables”, anticipa Rojas. Algunos de estos escenarios, incluso, podrían ser facilitadas por la crisis climática.

En este sentido, explica, “un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences analizó cómo la vida silvestre puede volver a generar una pandemia en la humanidad, similar o peor que el COVID-19, y así poder prevenirla. La propuesta revolucionaria es usar inteligencia artificial para poder hacer estas predicciones, tanto tomando factores ambientales, o incluso nuestro estilo de vida que propicia el contagio masivo de enfermedades”.

Asimismo, “en el último tiempo también hemos escuchado que el calentamiento global va a liberar virus debajo del hielo descongelado”.

“Estamos frente a un doble peligro, y no solo por estos virus, el calor que se va generando y el cambio climático propiciarán que estos virus puedan desarrollar nuevas mutaciones que afecten al humano”, afirma, citando datos de la Sociedad Europea de Microbiología Clínica y Enfermedades Infecciosas.

“Otro efecto del cambio climático es la mortandad de seres vivos, muchos de ellos polinizadores importantes como abejas, aves o murciélagos, y otros directamente productores de oxígeno como las algas y los árboles, lo que nos puede llevar a una extinción más rápida de lo que pensábamos”, advierte. “El declive ya está, se perdió el 75% de los insectos en la ultima década”.

Pero aunque logremos evitar estas ‘muertes lentas’ -como las de un sapo sobre una sartén- mediante la colaboración política y científica internacional, hay otros escenarios que pueden potencialmente acabar con nuestra civilización, o incluso con la vida en la Tierra como la conocemos.

Pompeya, pero global

Viendo mucho más allá de lo inminente, según explica la geofísica de la Universidad de Concepción, Fernanda Pino, “se estima que en unos 17.000 años más ocurra la siguiente supererupción” en la tierra. Es decir, una cataclísmica erupción que arrojará al menos 1.000 gigatoneladas de ceniza y roca por los aires.

“Tal cantidad de ceniza, roca y gases liberados en la atmósfera causarían un enfriamiento global, bloqueando la radiación solar y provocando un enfriamiento de la Tierra. Por lo mismo, las plantas dejarían de realizar fotosíntesis”, recalca la también divulgadora de la Liga de la Ciencia. “Tal cantidad de material piroclástico alto en químicos nocivos (como ácido sulfúrico, ácido clorhídrico, metales pesados como plomo, mercurio y arsénico) envenenaría las aguas”.

Así, explica referenciando un estudio publicado en Science and Planetary Letters, “la supererupción tendría un impacto inmediato en la agricultura y en la disponibilidad de agua de casi todo el planeta, lo que generaría una reacción en cadena de catástrofes partiendo desde la base de la cadena trófica (alimenticia), llevando a destrucción de hábitats y ecosistemas completos (como bosques y selvas, además de las plantaciones humanas), extinción de especies, etc”.

En dicho estudio, “los autores analizaron la relación entre la frecuencia y la magnitud de las erupciones volcánicas, y estimaron el período de retorno de las supererupciones. Así, llegaron a la conclusión de que se producen en un periodo cíclico de entre 5.200 y 48.000 años, con una estimación media de 17.000 años”, detalla. “¡Eso es bastante poco en escala geológica! así que podría representar un riesgo real para la humanidad, teniendo en consideración que ésta tiene 300.000 años”.

Y si los volcanes no hacen lo suyo, todavía está el Sol.

Un planeta consumido, como en Doctor Who

Según el astrofísico de la Universidad San Sebastián, Fernando Izaurieta, “la evolución del Sol sí o sí acabará con la vida en la Tierra; en el universo nada es para siempre, incluso las estrellas deben morir, y a medida que envejece, el Sol aumenta su luminosidad y tamaño”.

“Esto tendrá una serie de consecuencias. Ya en 600 millones de años más, la temperatura habrá subido tanto que los silicatos contenidos en el suelo secuestrarán el dióxido de carbono de la atmósfera, haciendo casi imposible que las plantas continúen realizando fotosíntesis, con lo que los animales se quedarían sin su fuente de comida y oxígeno”, ejemplifica Izaurieta.

Posteriormente, “en algo así como mil millones de años, una buena parte de los océanos terrestres va a haber sido subducido debajo de la corteza por el movimiento de las placas tectónicas; lo que reste de agua se evaporará por el incremento en la luminosidad del Sol y llegará a la estratósfera. Allí la radiación ultravioleta (UV) del Sol quebrará las moléculas de agua y el hidrógeno libre volverá al espacio. El resultado será un mundo con muy poca agua líquida y con temperaturas altísimas, quizás un poco como es Venus hoy”.

“La pérdida de agua hará que las placas tectónicas pierdan su lubricación; el dínamo terrestre se detendrá y el planeta perderá su campo magnético”, vaticina.

A esto, Pino acota que según un estudio publicado en Icarus, se estima que para entonces el flujo solar aumente en un 40%, causando la mencionada evaporación de toda el agua en la tierra: “Al haber una gran cantidad de vapor de agua en la atmósfera, se generaría un efecto invernadero desenfrenado como aquel que hubo en el proceso de acreción (durante la formación del Sistema Solar), y que la temperatura superficial de la Tierra podría alcanzar alrededor de 1.300°C”.

“Esta sería una temperatura suficiente como para fundir la roca, por lo que la Tierra se convertiría en una bola ardiente de roca fundida”, ilustra la geofísica.

Pero el cataclismo no acaba ahí. “En tres mil millones de años, la temperatura superficial de la Tierra podría superar los 1000°C y ya no quedará rastro de que alguna vez existió vida en la Tierra”, añade por su parte Izaurieta. Luego, “en algo así como cinco mil millones de años, el Sol entrará en su fase de gigante roja, y crecerá enormemente de tamaño; y en unos siete mil millones de años crecerá tanto que se tragará la Tierra”.

El día en que la Tierra se detendrá

Cerca de esas mismas estimaciones, existe otro escenario paralelo en que se calcula que la vida en la Tierra dejará de ser viable: en 3 mil millones de años, se vaticina el enfriamiento del núcleo interno, lo que también pondría fin a la magnetósfera.

“La Tierra pierde calor hacia el espacio exterior naturalmente, y por lo tanto se enfría. Se estima que el núcleo externo de la Tierra (compuesto de hierro en estado líquido en constante movimiento) se está enfriando a razón de 1 mm/año en diámetro. Actualmente, el movimiento del hierro en el núcleo externo provoca una suerte de imán gigante (lo que se conoce como geodínamo), generando un campo magnético alrededor de la Tierra, conocido como la magnetósfera”, explica Pino.

Así, “el día en que el núcleo interno se solidifique completamente, el hierro dejará de moverse y dejará de cumplir el rol de geodínamo, quedándonos sin magnetósfera”.

“La magnetósfera es una campo magnético en forma de esfera alrededor de la Tierra que protege al planeta de las partículas cargadas del viento solar y de las llamaradas solares, mientras que el viento solar es una corriente constante de partículas de alta energía emitidas por el Sol. La magnetósfera actúa como un escudo que desvía y atrapa estas partículas, evitando que penetren en la atmósfera terrestre y protegiendo así la vida en la Tierra de los efectos dañinos de la radiación cósmica”, según explica.

Por ello, sin magnetósfera, “iríamos perdiendo gradualmente nuestra atmósfera. Además, las partículas cósmicas de alta energía provenientes del espacio profundo tendrían un acceso más directo a la superficie terrestre, quedando expuestos a radiación ionizante que causaría daño irreparable al ADN de humanos y animales, provocando mutaciones genéticas, cáncer y posteriormente la muerte”.

Desde el cielo

La posibilidad de que el planeta, o la vida en éste, sea destruido por un suceso natural llegado desde el Espacio siempre ha cautivado la imaginación de la ficción. Siguiendo el escenario ya ilustrado en que el sol consumirá la Tierra, hay otros que podrían acabar no sólo con nuestro planeta, sino también a todo el Sistema Solar.

Tal vez la posibilidad más acotada es una que podría afectar únicamente a la Tierra, como el potencial impacto de un asteroide de más de 5 kilómetros de diámetro, que liberaría enormes cantidades de energía. Como en Armageddon (o en Don’t look up).

“Ello provocaría una tormenta de fuego global y un aumento enorme de las temperaturas por un breve período de tiempo. Posteriormente, vendría un efecto de ‘invierno nuclear’ global, en donde el material particulado en suspensión en la atmósfera bloquearía la llegada de la luz solar. El resultado es la muerte de una enorme cantidad de plantas y animales que se alimentan de ellas, tal como sucedió en el evento de extinción del Cretácico-Paleógeno hace 66 millones de años”, explica Izaurieta. “Este tipo de eventos es improbable, pero ocurren en promedio una vez cada cien millones de años”.

También existe el escenario “extremadamente improbable”, pero posible según las simulaciones computacionales creadas a partir de las leyes de la mecánica de Newton, de que se desate el caos en las órbitas planetas. “El sistema solar es estable en escalas de tiempo de millones de años, pero cuando se consideran escalas de tiempo de miles de millones de años exhibe un fenómeno llamado caos: pequeños cambios se magnifican en el tiempo y pueden llevar a escenarios radicalmente diferentes”, detalla el astrofísico.

“En los próximos 5.000 millones de años hay una probabilidad extremadamente pequeña pero no nula (muy inferior al 1%) de un choque cataclísmico entre la Tierra y uno de los planetas rocosos (Mercurio, Venus y Marte). En un choque como éste, la energía liberada sería tan grande que la corteza de ambos mundos se volatilizarían por completo, formando una nube de roca en estado líquido y gaseoso”. Así, “la vida se extinguiría por completo”.

Cuando las estrellas mueren

También existe otra posibilidad no descartable, aunque muy improbable, y definitivamente ineludible si llegase a ocurrir: que una supernova o una explosión de rayos gamma consuma el planeta.

Según Izaurieta, las supernovas son explosiones colosales que surgen cuando mueren estrellas enormes, con la masa de al menos ocho soles como el nuestro: “Para hacerse una idea del poder de una supernova: si una explotase a 150 millones de kilómetros de la Tierra (la distancia a la que se encuentra nuestro Sol), la explosión se vería mil millones de veces más brillante que la explosión de la bomba de fusión nuclear más poderosa creada por la humanidad ¡apretada contra su córnea!”

“Una supernova que ocurra a menos de mil años luz de la Tierra ya tiene efectos sobre la biósfera. En general, los rayos gamma emitidos por la supernova transforman el nitrógeno y el oxígeno de nuestra atmósfera en óxidos de nitrógeno, los cuales destruyen el ozono. Además de la radiación, una supernova a menos de 30 años luz puede destruir rápidamente la mitad del ozono del planeta en 10 segundos”, expone.

Efectos similares podrían provenir de una explosión de rayos gamma, chorros de radiación altamente energéticos creados en eventos extremadamente violentos como el nacimiento de agujeros negros o choques de estrellas de neutrones. “Se cree que la extinción masiva del Ordovícico-Silúrico hace 450 millones de años, en la cual se extinguieron cerca del 85% de las especies, pudo ser provocada por un evento de este tipo”.

“Sin embargo, son eventos relativamente improbables (eventos peligrosos pueden ocurrir una vez cada dos mil millones de años, muy aproximadamente). Si bien hay varias estrellas a centenares de años luz que van a convertirse en supernova en algún momento, ninguna de ellas parece representar un riesgo de extinción”, precisa el astrofísico y divulgador.

Pero una estrella que sí sabemos cuándo colapsará es la nuestra.

Finalmente, indica Izaurieta, “después de algunos miles de millones de años y de comportamiento cada vez más inestable, el Sol expulsará sus capas externas, formando una nebulosa planetaria. Su corazón desnudo hiperdenso formará una enana blanca, una brasa estelar extremadamente caliente de materia degenerada”. Y así, el Sol también morirá.

“Lo curioso de todo esto es que dado que la vida apareció en la Tierra hace unos cuatro mil millones de años, eso significa que la inteligencia apareció en la Tierra cuando ya había transcurrido el 90% de su tiempo de ‘utilidad’ como lugar capaz de mantener vida. Esto probablemente signifique que la aparición de la inteligencia es mucho más improbable que la aparición de la vida”, reflexiona para concluir.