La transición chilena a la democracia tuvo como pivote el despliegue de distintos programas estelares (“horario premium”) que en combinación con variados formatos de entretención permitieron “climatizar” el “campo sensorial” de la Concertación -domesticar el campo de la vida cotidiana- y consolidar diseños normalizadores para administrar el sentido común. Bajo una estrategia de homogenización comunicacional los estelares abundaron en los años 90′, y junto a telenovelas y matinales fueron un recurso para apaciguar los antagonismos de clases y garantizar un orden visual orientando a la cognición de los emergentes segmentos medios. Allí se introducían las primeras adaptaciones estéticas sobre los estilos de vida, la pacificación política, y la expansión del consumo. Primero fue Eugenio Tironi, el sociópata anti-comunitario, quien abogó por una política comunicacional sin centro, y años más tarde Carlos Peña (Rector UDP) ha refrendado una “modernización virtuosa” -única en la historia de Chile- que comprende el acceso a los bienes simbólicos del mercado.
Por aquel tiempo, la cantidad de programas vespertinos fue igual a una interminable lista de lavandería y seguramente muchos “clásicos” quedaran en el tintero: Martes 13, Hablemos de, Noche de Ronda, El lunes sin Falta, Viva el Lunes, De Pé a Pa, El Halcón, Morandé con Compañía, pero también Teleseries como Villa Napolí, Sucupira, Volver a empezar, Sabor a ti, Pampa Ilusión, Amores de Mercado, Marrón Glacé, Amor a Domicilio, Marparaíso, Brujas, “Machos” en un primer brote de apertura (canal del angelito) y un matinal icónico cuyos secretos darían réditos insospechados a la fecha: “Buenas días a todos, el matinal de Chile”. La rebeldía protegida estuvo a cargo del canal 2, Rock & Pop. Tras este Cóctel de estelares, telenovelas y matinales, desplegados esencialmente a mediados de los años 90′ y 2000′, editorialistas, guionistas y reyezuelos de la comunicación sin comunidad, dieron vida a la insípida transición chilena con dinámicas de realismo, obediencia y consumo. Años más tarde, y luego de entrar de lleno a la fase post-transicional, de mayor diversidad en redes sociales, se dejó caer un tropel de “Reality Show” que dieron vida a unas líneas editoriales bizarras que desafiaron los cambios culturales de la modernización.
Pero hay un hito inolvidable. Cuando corría el año 1995, y el neoliberalismo aún estaba lejos de instalarse bajo las licitaciones de Ricardo Lagos, fuimos testigos en el programa “Había una vez” de Canal 7 (“el autoproclamado canal público”), de la capacidad hipnótica de aquellos formatos fundacionales de un Chile dócil. El hipnotizador cual soberano es aquel capaz de conducir hacia su voluntad al hipnotizado. La droguería del momento era la hipnosis para administrar el relato visual del imaginario popular. Y ello pese a las dudas que esto implicaba. Fue así como una noche vulgar Zalo Reyes, el popular personaje de Conchalí, en pleno “horario prime”, se comió la cebolla de Tony Kamo haciéndonos creer que era una manzana. Aquí se ponían en juego las estéticas del simulacro tan frecuentadas por la órbita cultural de la Concertación. Y así, nuestro Zalo se comió una cebolla “creyendo” que era una manzana, dejando distintas sensaciones en el imaginario popular. El montaje dio lugar a varias polémicas. Pero sin duda la anécdota va más allá de un mero impase televisivo y ubica a los estelares de la época como “vanguardias comunicacionales” -que por estos días han insistido con nuevos formatos. Lo que ocurrió aquella noche nos permite leer el síntoma de nuestra transición. Luego de 30 años cabría poner en relación el “oasis chileno” -aunque también nos hablaron de milagro, ingleses y Jaguares de América Latina- con una cebolla en una escena cuya perversión fue muy decisiva. “¿Todos fuimos Zalo Reyes?”. Tony Kamo -entre otros- fue sin duda parte de los simulacros transicionales que modulaban el orden de la subjetividad en pleno proceso de fragmentación y configuración política del espectáculo.
Pero está anécdota tan penosa, tan pueril, fue parte de los recursos comunicacionales en boga durante la gobernabilidad transicional. El control del orden visual y los procesos comunicacionales jugaron un rol determinante -Cebolla mediante. Pero este ritual al igual que muchos otros debe ser inscrito en un acto fundacional que aún se resiste a marchar -a juzgar por el reportaje de Santiago Pavlovic a la revuelta (18/0)-. En sus orígenes fue la campaña del NO un epitafio al “capitalismo alegre” del arco iris. Aquí los estelares se convirtieron en un “ecualizador de lo exótico” pero siempre bajo el principio de la homogeneidad. Aludimos a un dispositivo publicitario que hizo del estelar un “lugar turístico” -para evitar la disidencia- abriendo el régimen visual hacia una tecnología de los acuerdos, consagrando una modernización complaciente. La comunicación política apostó por la configuración de grupos medios viscosos, carnavalescos, cancelando las posibilidades del movimiento popular. Todo texto alternativo fue diferido y excluido desde una “cultura de las privatizaciones”. Qué duda cabe. La perfomance del espectáculo transicional no fue más que un dispositivo orientado a la producción de “trampa visual” donde el chascarro en “horario premium” era una dimensión primordial en el imaginario de los grupos medios.
Y cuáles fueron los simulacros que mantienen un hilo de voz con la anécdota de Tony Kamo. Cabe señalar que el discurso del mérito fue una “mentira necesaria”, al decir de Carlos Peña, para grupos medios que hoy se encuentran siniestrados. Dicho con cierta ligereza a ello se suma la truncada movilidad social; el 65% de la fuerza laboral que no llega con su salario a fin de mes; la sobrevivencia adaptativa del mundo Pyme; la informalización de una economía de servicios con baja complejidad; las tres comunas del rechazo; los salarios reales a la hora de visitar otros países -desmantelando los sistemas de cobertura pública- fueron parte de los montajes transicionales. Y cómo negar el coro elitario que en plena desigualdad nos recuerda todos los días su pancarta por cadena nacional: ¡Oh, bajamos la pobreza del 45% al 8%! Todo ello en medio de una cesantía espantosa que se ha expresado en la Uberización de la economía.
Pero esto no ha terminado. La semana anterior vimos como Santiago Pavlovic dio rienda suelta a uno de los relatos del orden más arteros sobre la revuelta (18/0) homologando vandalismo y violencia popular, aplacando las pretensiones de una derecha más abierta a las reformas de abril (2021) respecto a los sectores más integristas. Mediante una piratería visual la línea editorial consistía en separar los hechos de violencia de una extensa cadena de desigualad (aislando al sujeto popular) y volviendo a restituir una mutilada capa media que, por estos tiempos, ha desafiado al dominio oligárquico. Para variar Carlos Peña y Eugenio Tironi fueron los escoltas cognitivos de una propuesta similar a la que haría un analista de la UDI sobre el llamado “estallido social” (¿podría ser Pepe Auth, o no?). El reportaje, en lo esencial, resguardaba con visos “progres” los intereses del 1% más rico de la ciudadanía y tuvo como objetivo un mensaje de clases: “Nos ganaron y destituyeron la Constitución Pinochetista, pero lo hicieron al precio de generar una violencia infinita provocada por el mundo popular”. En el fondo Pavlovic fue el encargado de manifestar el desprecio elitario de las corporaciones contra el holgado triunfo del 25 de octubre. Pero la ingenuidad se pierde una sola vez: el programa de Pavlovic y los gerentes salvajes que apoyaron tal mirada sobre nuestra grieta socio-política aún porfían en poner en circulación un nuevo reparto mediático para una “segunda transición”.
Mauro Salazar J.
Académico y ensayista. Analista político.
Investigador en temas de subjetividad y mercado laboral (FIEL/ACHS)
mauroivansalazar@gmail.com