La “Declaración en defensa de la democracia en Brasil y del Presidente Lula”, inicialmente suscrita por 43 personalidades de la izquierda nacional, avanza una tesis cuya premisa central no resiste análisis. El propio manifiesto y las cuitas vertidas en los medios por Carlos Ominami, uno de sus impulsores, confirman la floja consistencia de la teoría que se pretende defender.
La antedicha declaración apuesta por la idea que el aseguramiento de la democracia brasileña pasa por el regreso de Lula al poder, autorizado por la justicia electoral, aunque la evidencia disponible indique justamente lo contrario. Facultar la participación del exmandatario, se aduce en la “Carta de los 43”, devolvería a los comicios presidenciales venideros una legitimidad que la condena penal de Luis Ignacio da Silva, abiertamente indebida a su entender, ha puesto en entredicho.
Luego, la presente crisis de la mayor democracia de América del Sur sería únicamente superada por el providencial retorno del estadista inicuamente preso en Curitiba al poder. Pero lo cierto es que tal probabilidad terminaría, temo, por enterrarla. Enfrentado a una instancia tan independiente y celosa de sus prerrogativas y procesos como es la del poder judicial carioca, Lula, otra vez mandatario, se encontraría en medio de una situación de embarazosa y persistente vulnerabilidad.
Condenado en dos instancias judiciales por un caso de corrupción pasiva y lavado de dinero, para una fracción considerable de la sociedad brasilera –prácticamente la mitad- resultaría una incitación a la desobediencia civil el que uno de los responsables de la honda crisis de la fe pública de la nación, se viera convertido en el mesías de su resolución. Si se trata de legitimidad, salvo el ideologizado PT, no se entendería que el ente electoral pudiese visar la intervención en la justa electoral del 7 octubre de un político al que el influyente poder judicial local ha condenado a prisión por beneficiarse de una turbia trama de soborno y trasiego de fondos.
Por demás, este conspicuo político mantiene otras seis causas abiertas por delitos diversos. Sería suficiente con que en una sola de estas indagatorias se le hallara irrecusablemente culpable para que cualquier residuo de legitimidad política no sea más que tinta en el agua. En semejante contexto, la renuncia al cargo o la destitución del presidente se vuelven las opciones más socorridas. Nada alentador para la sanidad del alma cívica.
Desdichadamente, este todo no es el todo. El cuadro político brasileño parece, todavía, mucho más complejo.
Alientan en él factores de riesgo inminentes para el mantenimiento de una sociedad libre y la gobernabilidad. A las arduas circunstancias de la economía, la ebullición social y la violencia generalizada, se suman otras pulsiones peligrosas que fragilizan la vacilante democracia de la república atlántica. Sobre todo si la contradicha figura de Lula reaparece en el Palacio de Planalto; cosa que solo podría ocurrir si se hace caso omiso de la draconiana ley de Ficha Limpia, instigada por él mismo, que inhabilita la participación en procesos de elección popular de quienes hayan sido condenados, en dos instancias, por la justicia ordinaria. Por un costado tendrá a fiscales y tribunales midiéndole cada pisada; por otro, a una comunidad mediática que contribuyó decisivamente a minar su credibilidad, y seguirá haciéndolo con más ahínco, azuzada por la tendencia posmoderna a cuestionar y desvelar las oscuridades del poder.
Como si no bastare, habrá de encarar la movilización de masas digitada por un bloque conservador muy organizado, incluida una ultra-derecha fortalecida y la inquietud impropia, amargamente demostrada, de las fuerzas armadas ante presuntos atisbos de “impunidad” al interior del sistema político brasilero. Si bien lidera las encuestas, al prisionero de Curitiba únicamente lo apoya un tercio del electorado; y sobre la mitad de la opinión publica investigada estima justa su sentencia por parte de los tribunales y cortes. Lula encabeza los sondeos, pero entre una multiplicidad de candidaturas dispersas. Vista en proporción, la suya está aún en minoría dentro del conjunto.
En un tal marco, su posible reelección, en vez de ser una esperanza para la reconstitución de la cohesión y estabilidad de la institucionalidad democrática de la nación que nos dio a Machado de Asís, a Elis Regina y la finta garbosa de Tostao, tiene altas posibilidades de convertirse en el detonante de su plausible fractura y desintegración. La declaración no parece reparar en esta palpable labilidad de su “teoría Lula” para el Brasil pos-Temer, cuya única salida sustentable en el tiempo es la de un liderazgo de biografía límpida, ajeno a la chicana y los contubernios que han desacreditado irrecuperablemente a la élite a cargo del Estado.
En el mundillo de los casinos prima una máxima que, sorprendentemente, vale para las coyunturas políticas particularmente inciertas. Juega –aconseja- únicamente lo que puedas perder. Poco importa que el apostador endémico comúnmente la ignore y fenezca. La bancarrota individual no forma parte de la historia universal. Lamentablemente, sí la de las naciones.
Eduardo Téllez Lúgaro
Académico e investigador CEH.
Universidad Bernardo O’Higgins