En la cuenca media del Danubio, del legendario Danubio azul según el famoso vals de Strauss, se encuentra la ancestral Hungría, país que desde el año 2004 está en la nómina de los 29 Estados actuales de la (UE) Unión Europea. El río Danubio, con tanto desperdicio y mugre encima, ya no es ni romántico ni azul. Por su parte Hungría, añosa y pintoresca, cuya lengua es una de las cinco más difíciles del planeta, está hoy en tela de juicio. Padece de un mal despreciable, el antisemitismo. Y por si fuera poco, su gobierno junto a los partidos de derecha quieren, léase tal cual, el exterminio de los gitanos.
La paranoia racista no es ajena en territorios de la Unión, en algunos más que otros. La dura lección de la derrota nazi en 1945 todavía no cala en el cerebro primario de los miembros de grupos rabiosos y peligrosos que amenazan y alborotan en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Alemania, en fin, en la propia España.
Hungría, con ese idioma revesado afín al finlandés, es conocida como la fascinante Tierra de los Magiares. Es un pueblo encajonado, como Bolivia, sin salida al mar. Un país donde la extrema derecha odiosa ha ido, lentamente, ganando terreno, acumulando odio y aprovechando el debate público. Su nido de víboras, el Jobbik, nombre de la tercera fuerza política del país. Y junto con la organización compinche, el Fidesz, nombre del partido populista del actual Jefe de Gobierno, Víctor Orbán, con mayoría parlamentaria desde el 2010, están destrozando el Estado de Derecho, llevándose por delante las conquistas sociales.
En Bruselas, sede oficial de la UE, están alarmados. Pero como buena parte de los dirigentes políticos de la poderosa Unión, encabezados por el derechista portugués Durao Barroso, son timoratos, remolones y tibios, el asunto de Hungría, desde hace meses, está como fondeado.
Entre tanto en Budapest, la capital, y en otras ciudades húngaras, hay una suerte de purgas silenciosas para los desafectos a las políticas ñoñas y oficiales. Se les priva de su trabajo, jubilándoles antes de tiempo. El manotazo ha obligado a intervenir al Tribunal Europeo. Pero el diestro y siniestro Orbán sigue adelante, recorta también los poderes del Tribunal Constitucional, modifica leyes a su antojo y regalado gusto. Es más, desoyendo a USA y a organismos internacionales como la ONU, hace y deshace utilizando un arma sibilina, la confusión.
Hay otra página negra que impulsa el partido Jobbik. Por medio de uno de sus diputados, de Márton Gyöngyösi, vocifera sin pudor pidiendo que se “preparen listas de los judíos que viven aquí, sobre todo los que están en el Gobierno y en el Parlamento, que suponen un riesgo para la seguridad de Hungría”.
En medio de trifulcas y de mea culpas vanas e hipocresías oficiales, también salieron al baile los gitanos. En un periódico un fervoroso plumario, amigote del primer Ministro Víktor Orbán, aludiendo a esta minoría , escribió sin ninguna vergüenza: “son animales y se comportan como animales. No debería permitirse que existieran estos animales. Esto tiene que ser resuelto inmediatamente y por cualquier método.”
En calles y recovecos de los barrios pobres, sorbiendo la sopa gulasch, (el plato nacional) se hacinan miserablemente los gitanos. Allí hay pánico. Civiles armados y amenazantes, portando látigos y pistolas, gritan desaforados e insultan. “¡Apestosos, no sois húngaros, volved a la India o vais a morir!”. Son civiles que se esconden como ratas y atacan en la noche. Me recuerdan a esos criminales de Patria y Libertad que matoneaban libremente en Chile en los años del presidente Allende. En estos percances la policía local se hace presente pero no mueve un dedo.
¿Racismo, odio ilimitado? Es difícil entender ese fenómeno cuando en los entresijos de la historia de Hungría (como en la de todos los países europeos) se han mezclado centenares de tribus, pueblos, nacionalidades. En el ayer los húngaros comenzaron emparentados con fineses, estonios o carelios. Fundado en tiempos de Maricastaña junto a los montes Cárpatos por siete tribus magiares, el país se confunde en un pasado rico y confuso. En su dilatada trayectoria con permanente mezcla de tantísimos seres humano, pululan guerras, anexiones y mil sufrimientos. Hoy en día solo el ocho por ciento de sus diez millones de habitantes son romaníes, o sea son gitanos.
¿Y qué es ser gitano? Entrañables seres que, en buena medida, aún mantienen la práctica del nomadismo. Originarios de la India e Irán viven (o sobreviven) en Europa desde los siglos 14 y 15. También se han expandido por América. Dedicados al pequeño comercio o a la artesanía han hecho popular su folclore. Se les persigue y se les desprecia sin tregua, como a los mapuches en Chile. Durante la Segunda Guerra Mundial miles de gitanos fueron exterminados en los campos de concentración. En el año 2006 se promovió la esterilización forzosa de las gitanas.
En Hungría y durante un período de entreguerras hubo, también, un Pinochet. En el caso local, se llamaba Miklós Horthy. El sujeto impulsó leyes de segregación mientras deportaba hacia Auschwitz a más de medio millón de judíos húngaros. Durante estos últimos años el Gobierno de Orbán sigue inaugurando plazas, calles y bustos dedicados al tal Horthy. Y en materia periodística, según contaba en un artículo la redactora Silvia Blanco, el mismo Gobierno de Orbán premió con alta distinción a uno de sus incondicionales. Uno que, amén de atacar a los judíos, comparó a los gitanos con los monos.
Víktor Orbán, arrogante, fachoso, de acciones difusas, dando una de cal y otra de arena, se mantiene firme en el poder.
En estos países todo es imprevisible. Una última noticia dice que en Hungría habrá una consulta popular para debatir la eutanasia. La pregunta será si la o el ciudadano está de acuerdo en que se ponga fin a la vida, con la ayuda médica, de un adulto que sufre una enfermedad incurable y mortal. Ante la posibilidad de un sí los retrógrados se santiguan. Están tiritando.