María Cristina Villalobos es la mamá de José Francisco San Martín, uno de los 44 soldados de Antuco que en mayo de 2005 protagonizaron unas de las peores tragedias de la historia del país.
“José Francisco es el menor de mis tres hijos. Su llegada fue una tremenda sorpresa que me llenó de emoción, pero también de un profundo temor que no me atrevía a admitir. Tenía 40 años y me consideraba vieja para estar embarazada y comenzar a criar de nuevo. Por eso durante los 9 meses de espera me cuidé mucho; más que en las dos ocasiones anteriores y día a día rogaba a Dios que mi embarazo llegara a buen término.
Creo que esa fue la génesis de la relación tan cercana y de tanto amor que me unió a José Francisco, Chevy, como le decíamos nosotros, durante sus 18 fugaces años.
Nació el 11 de junio de 1986, durante uno de los otoños más duros de los que tengo memoria; pero ahí estaba yo, para acurrucarlo y darle ese calor tierno y amoroso de madre. Por eso es que cuando pienso en su muerte y en la horrible forma en que dejó este mundo, me desespero porque no estuve a su lado. Ni siquiera intuí por lo que estaba pasando.
Me mortifica tanto pensar en que ese día, en medio del viento, la nieve y el frío, él buscó en vano un referente cálido, tal como lo hacía en sus primeros días de vida. Tal vez necesitaba pasar sus últimos minutos con su mamá para que lo abrazara, le cerrara sus ojos y lo ayudara a partir sin miedo. Pero no estuve. Ese día su mirada sólo abarcaba la blancura de la montaña y los cuerpos diseminados de sus camaradas.
El paréntesis
“Todavía lo recuerdo volando en su skate por las calles de Huépil, nuestro pueblo. El tiempo lo apremiaba. Sus ojos necesitan ver otras realidades, rápido, como si supiese que su paso por este mundo era breve. Eso hizo que luego de terminar cuarto medio se presentara como voluntario para hacer el Servicio Militar. -Mamá. Quiero hacer el servicio militar, quiero conocer la disciplina de un cuartel, me dijo un día.
Con el compromiso de que entraría a la universidad en el 2006, lo dejé ir. Junto a mi marido lo apoyamos y estábamos felices de que nuestro hijo menor, nuestro muchachito, se atreviera a tomar este tipo de decisiones. Él, que siempre había sido tan remolón en la cama.
Para nosotros, su paso por el regimiento sería un paréntesis para luego continuar una carrera como lo habían hecho sus hermanos. Pero fue su final. Sólo le faltaron 2 kilómetros para llegar al refugio de la Universidad de Concepción que, a pesar de su precariedad, se convirtió en un bunker para sus compañeros que salvaron del viento blanco. Él no lo logró.
Hemos buscado millones de razones para justificar su muerte. Qué pasó. Era un deportista, destacaba en atletismo, era un niño sano. Por qué se rindió entonces, por qué dejó que la muerte se lo llevara.
A veces me reprochaba por no haberme preocupado más de su alimentación. Quizás eso lo hubiese salvado. Él necesitaba siempre estar comiendo cosas dulces y ese día ante de salir de Los Barros sólo le dieron una café y un pan con mermelada.
Esa ración para caminar 24 kilómetros soportando ráfagas de viento de más de 100 kilómetros por hora y temperaturas de hasta 10 grados bajo cero, vestido con la misma tenida militar con la que salía a la calle y, más encima, cargando un equipo que pesaba más de 20 kilos.
Era imposible que se salvara, sobre todo teniendo en cuenta que se había mojado hasta las rodillas al cruzar un estero de tres metros, que caprichosamente derritió su hielo en el momento en que lo atravesaban los muchachos.
Aún siento rabia, por haberlo dejado en ese regimiento pensando que lo cuidarían; que allí iría a aprender, que recibiría órdenes justas e inteligentes y no un pasaje seguro a la muerte.
Las últimas horas de José
Ese 18 de mayo nos llamaron por teléfono para contarnos que en Antuco había problemas. Inmediatamente me comuniqué con el regimiento y me contestaron que no me preocupara, que los muchachos que estaban complicados eran los de la Compañía Morteros y no los de la Andina, donde estaba agregado mi hijo con su grupo de Exploración Terrestre.
Llamé por teléfono a mi hija mayor para advertirle que no se asustara con lo que aparecería en las noticias porque su hermano estaba a salvo. Pero ni esa noche ni en las 17 siguientes tuvimos alguna información de él.
Recuerdo también que hubo alguien que me llamó para avisarme que había visto a un soldado San Martín entre los que estaban a salvo. Eso me llenó de esperanzas. Luego nos enteramos que por una razón inexplicable uno de los sobrevivientes vestía la chaqueta de mi hijo.
Los primeros días me conformaba pensando que él se las había ingeniado para guarecerse y esperar que lo rescataran. Pensé que lo volvería a ver y que él me respondería con su clásica sonrisa y me diría como siempre: viste vieja, si a mí nunca me pasa nada malo. Soy invencible, como bromeaba a veces.
Recién el 21 de mayo me atreví a enfrentar la realidad. Mi esposo me dijo: “tienes que asumir que se nos fue”. Me volví loca de dolor. Le pedí que no me hablara, y me sumergí en mi pena.
Recién el 5 de junio lo encontraron bajo 20 centímetros de nieve. Yo necesitaba saber cómo había muerto, así es que a través de los relatos de sus compañeros traté de reconstruir sus últimos momentos de vida.
Me contaban distintas versiones, pero había un teniente de apellido Zerené que lo había visto morir. Este oficial, que era sólo un poco mayor que los conscriptos, fue quien se quedó a cargo de la Compañía Andina, cuando el capitán Gutiérrez decidió quedarse ayudando a los soldados morteros que aparecían diseminados entre la nieve.
Dicen que le ordenó llegar con todos vivos, pero lamentablemente, y por lo más noble de las intenciones de esa orden, el viento blanco contradijo al militar. Mi hijo tiene que haber visto a muchos de sus compañeros desparramados en el camino. Los de su tropa caminaban gélidos, algunos sujetos a las correas de la mochila del teniente Zerené, desesperados porque la nieve y el frío prácticamente los habían dejado ciegos.
Otros se quedaban paralizados llorando. Suplicaban que los dejaran dormir un rato para descansar. Pero jamás despertaron de ese sueño. José Francisco ya no daba más. Creo que lo trataron de animar para que siguiera, pero no pudo. Dicen que les pedía por favor que no lo abandonaran. Finalmente murió en los brazos de su comandante de escuadra, el cabo Néstor Quiroz, que se rehusaba a dejarlo, pero no les quedó otra opción y siguieron. Tenían que cumplir una orden y velar por los otros soldados que continuaban marchando.
¿Cómo se vive tras perder a un hijo?
Con el tiempo me he ido rehaciendo de a poco. Nosotros somos una familia muy católica. Con mi marido somos catequistas prebautizmales y por eso guiamos a nuestros hijos en la fe. Por eso, también, nunca renegué en contra de Dios. Qué culpa tiene él de los errores del hombre. Fue la frialdad de corazones altaneros y soberbios los que llevaron a estos 45 soldados a la muerte.
Recuerdo que un día tomé el Evangelio y leí: “el que cree en mí no morirá jamás” y sentí el amor de Dios fuerte y misericordioso. Miré los ojos llenos de llanto de mi esposo y de mis hijos y prometí que mi familia no se podía destruir, que seguíamos siendo 5, pero que desde ahora el menor caminaba junto a nosotros desde lejos. Nos alimentamos de sus recuerdos y de la felicidad que nos entregó mientras estuvo con nosotros.
Hoy no siento el ruido de las ruedas de su skate rodando por el pavimento, pero sé que se desliza entre las nubes y desde allá nos envía consuelo y mensajes para seguir recordándolo. Hoy sigo arrastrando la misma tristeza que hace 3 años. Pesa lo mismo, pero trato de sobrellevar la carga de menor manera, por mi marido y por mis otros dos hijos.
Sabemos de otros matrimonios que se separaron, familias que se destruyeron y hemos debido lamentar el suicidio de padres de conscriptos que no pudieron contra el dolor. Gracias a Dios, nosotros lo estamos logrando, esperanzados, porque al término de nuestras vidas nuevamente nos encontraremos con José Francisco y esta vez será para siempre.
Carta publicada en la edición de mayo de 2008 de la Revista Nos.