Es una fría y lluviosa mañana sobre la ciudad de Oklahoma, una localidad que, antes de este viaje, ni siquiera era capaz de ubicar en un mapa de los Estados Unidos.
No pueden culparme. Pese a autodenominarse “Sooners“, Oklahoma fue uno de los últimos estados en entrar a la Unión, merced de que sus tierras… bueno, son sólo planicies de tierra roja.
Tampoco han sido cuna de grandes estadistas o celebridades. De hecho, su aeropuerto se llama Will Rogers, en honor a su mayor estrella: un actor de viejas películas del salvaje oeste estrenadas en los años 20.
Sí, Oklahoma sería el tranquilo estado campirano por excelencia de no ser por un solo evento… uno tan siniestro que su imagen daría la vuelta al mundo, como antesala al horror que desatarían 6 años después los atentados al World Trade Center.
El atentado al edificio federal de Oklahoma.
Segando vidas
Para quienes no estén familiarizados con el incidente, he aquí una pequeña clase de terrorismo: el 19 de abril de 1995, los veteranos de la guerra del Golfo, Timothy McVeigh y Terry Nichols, estacionaron una camioneta cargando una bomba de tiempo casera de 3.2 toneladas, en las afueras del edificio Federal de Oklahoma City.
Luego, se marcharon tranquilamente.
Exactamente a las 9:01 minutos de la mañana, el artefacto detonó, produciendo un estallido capaz de demoler de forma instantánea la mitad del edificio, y dañando otras 324 construcciones en un radio de 16 manzanas a la redonda.
La explosión mató a 168 personas incluyendo a 19 niños, la mayoría de los cuales se encontraban en una guardería infantil al interior del edificio. Otras 646 resultaron heridas.
Una enfermera que pasaba por el lugar y auxilió a las víctimas también perdió la vida, tras recibir un golpe fatal en el cráneo mientras hurgaba en los escombros.
A una mujer atrapada se le debió amputar la pierna con una navaja para poder sacarla con urgencia de entre los bloques de cemento y fierros retorcidos.
Ahora, cuando uno ve la imagen del extenso edificio de 9 pisos cortado por la mitad como si lo hubieran rebanado con un cuchillo, es imposible que como penquista no me evoque aquella espeluznante panorámica del edificio Alto Río volcado sobre el suelo tras el terremoto de 2010. En aquel trance, murieron 8 personas y otras 70 resultaron heridas.
Claro, existen sus diferencias. Un edificio fue construido en 1977, de concreto sólido y derribado por la acción de un par de dementes. El otro sólo llevaba un año de ser inaugurado y fue abatido por la naturaleza sumada a la incompetencia de sus constructores.
Ah, y a los responsables del primero los condenaron a muerte y cadena perpetua, respectivamente. Los del segundo… bueno, por ahí andan.
Pero existe una diferencia aún más grande entre ambos hechos. Una que primero me entristece para luego transformarse en furia: la forma en que rendimos tributo a las víctimas de ambas catástrofes.
Un monumento a la estupidez
El 23 de octubre de 2013, el presidente Sebastián Piñera inauguró una de las obras más asnales de su gobierno: el Memorial del 27F, que pretendía recordar a los 525 muertos y 25 desaparecidos que dejó el terremoto y posterior tsunami, cuyos detalles ya todos conocemos.
Lo que nadie lograba creer era que la estructura, emplazada a un lado de la Costanera del Río Bío Bío en Concepción y a sólo metros del terreno donde alguna vez se erigió el edificio Alto Río, consistiera en un puñado de oscuras torres de concreto, cuya inestabilidad simbolizaba el momento del sismo.
¿A quién demonios se le ocurre recordarnos el terremoto en sí? Es como recordar a los desaparecidos en Dictadura poniendo un catre con electricidad.
Aún más ofensivo resultaba saber que aquel depresivo conjunto de torres negras habían costado 2.000 millones de pesos. Hoy, se han convertido en un sitio no sólo aborrecido y abandonado, sino que incluso ha sido blanco de protestas en que lo han manchado de pintura.
En su momento, lo bauticé como el “monumento a la estupidez“. Y lo sigo pensando.
“¿Por qué no se atendió la sugerencia de los familiares de las víctimas del edificio Alto Río y se emplazó un parque? Un parque. Una obra viva como homenaje, que puede ser recorrida, disfrutada y que cualquier ser humano con sentidos es capaz de apreciar”, escribí en aquel entonces.
Eso fue precisamente lo que encontré en Oklahoma.
Un homenaje a aquellos que cambiaron para siempre
El memorial a las víctimas del atentado no es muy grande. Ocupa el espacio que previamente tenía el edificio y la calle aledaña, donde McVeigh estacionó su letal camioneta.
Se divide en 3 sectores principales. El primero es una plataforma donde el agua corre permanentemente entre dos arcos llamados “La puerta del tiempo“, estampados con las 9:01 y 9:03, los dos segundos que tardó la onda expansiva en provocar su cometido.
A su fondo le llama el “Estanque de la reflexión“. Y se usa esta palabra en sus dos sentidos: es un lugar donde reflexionar, pero también donde observarnos nosotros mismos. Vernos unos a otros y saber que tenemos vida.
“En todo monumento, el agua simboliza la vida. Por eso está en constante movimiento”, nos explica el guía, un joven barbudo con uniforme de guardaparques.
A su lado, donde estaba construido el edificio, hay un sencillo prado flanqueado por árboles que simbolizan las paredes que sostenían la estructura.
Sin embargo lo más emotivo está en su interior.
Llamado “El campo de las sillas vacías“, es un conmovedor jardín que contiene una silla por cada persona muerta en los atentados, cuyo nombre está grabado en la base de la misma, y, según nos indicaron, brilla durante la noche.
Aunque su distribución parezca inusual, aquí nada fue dejado al azar. Las sillas están repartidas en filas que representan cada uno de los pisos donde se encontraban las víctimas al momento del estallido. Hay sillas pequeñas, que recuerdan a los niños que perecieron en la tragedia.
Tres de las sillas tienen dos nombres grabados en ellas: eran los de mujeres embarazadas, a quienes se recuerda junto a sus hijos no natos.
“A un costado verán placas donde están con otros nombres -nos explica el guardaparques- usualmente en los memoriales se recuerda a quienes mueren, pero nosotros también quisimos honrar a los sobrevivientes. A quienes lograron sobrevivir a esta tragedia”.
Precisamente, la tercera y más increíble parte de este memorial, es un homenaje a la supervivencia.
Se trata de un viejo olmo de más de 100 años que se encontraba a un costado del edificio. Cuando la bomba explotó a sólo metros de él, la onda expansiva, los automóviles en llamas y el propio fuego lo dejó carbonizado. Era la evidencia empírica de la tragedia.
Tras atender las prioridades, se decidió que los restos del árbol debían ser cortados, pero entonces, alguien se percató de que pese a la devastación, en sus ramas se comenzaban a ver nuevos brotes. Increíblemente, el árbol logró sobrevivir, y tanto con sus hojas como con sus cicatrices, se convirtió en un símbolo de esperanza que hoy es cuidado con esmero.
Adecuadamente, se le bautizó como “El árbol superviviente“, y desde la plataforma que lo rodea se lee la inscripción principal del parque: “Venimos aquí a recordar a aquellos que fueron asesinados, a aquellos que sobrevivieron y a aquellos que cambiaron para siempre. Que todos quienes hayan estado aquí comprendan el impacto de la violencia. Que este memorial les ofrezca consuelo, fuerza, paz, esperanza y serenidad”.
Y justamente, mientras me sentaba en silencio junto a la fuente de la reflexión y escuchaba el suave murmullo del agua, pensaba con amargura en el actual terreno eriazo donde alguna vez estuvo el edificio Alto Río. Ese que durante los años previos al despeje sirvió de escenario para que la gente se tomara selfies con aquella trampa de concreto -en algo llamado el turismo de tragedias- y que ahora es sólo un sector baldío, donde crece el pasto sin cuidado, entre restos de piedras y fierros que no pudieron ser retirados, esperando que la gente olvide lo suficiente para poder venderlo y volver a edificarlo.
Mientras otros recuerdan; nosotros tratamos de olvidar.
La lógica de la violencia
Sé lo que muchos de ustedes están pensando. Lo nuestro fue un terremoto; lo de Estados Unidos fue un atentado. Los gringos se lo buscaron. Por sus guerras, por sus armas, por su violencia.
Se lo merecían.
Independiente de las motivaciones, nadie merece la muerte. Menos personas inocentes que sólo iban a su trabajo esa mañana. Menos aún un grupo de preescolares que recién comenzaban sus vidas. Al igual que las víctimas del Alto Río, sólo fueron personas que se encontraban en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
Pero sí hay algo que me hace meditar.
McVeigh, el cerebro de la operación, era un joven que a los 20 años se había enlistado en el ejército y no sólo mató a soldados iraquíes en la Guerra del Golfo, sino que asegura habérsele ordenado ejecutar a prisioneros mientras liberaban Kuwait.
Durante su juicio, varios testimonios dieron cuenta de que el sujeto volvió a Estados Unidos afectado de estrés post traumático y depresión, lo que sirvió para prender la gasolina de los pensamientos radicales y antisistémicos que ya había en su mente.
McVeigh era, sin duda, un sujeto enfermo. Nunca pidió perdón por su crimen. Él estaba convencido de haber hecho lo correcto como una forma de sublevarse contra su propio gobierno, el de los Estados Unidos.
A cambio, los Estados Unidos decidieron retribuirle con la misma moneda quitándole la vida, siendo ejecutado por inyección letal el 11 de junio de 2001. Esto apenas 92 días antes de que una célula de Al-Qaeda secuestrara cuatro aviones y los estrellara contra las Torres Gemelas, el Pentágono y un campo, dejando un saldo total de casi 3.000 muertos y más de 6.000 heridos.
Hace unos días, el secretario de Estado John Kerry aseguró en una breve aparición de prensa donde me encontraba presente, que no había nada que negociar con ISIS. Que a estas personas, simplemente había que eliminarlas.
Me preguntó si no es acaso la misma lógica.
Mientras salgo en silencio del museo adyacente, una de las mujeres que atiende ve la tarjeta que cuelga de mi cuello y me habla en inglés.
- Oh, ¿usted es de Chile?
- Así es -le respondo.
- Ustedes tienen muchos terremotos, ¿no?
- Bueno, tenemos terremotos, volcanes, inundaciones, incendios, tsunamis, aludes, políticos… nombre una catástrofe y nosotros la tenemos.
La mujer me sonríe compadecida y, curiosa, me pide detalles del terremoto de 2010. Le narro donde me sorprendió, parte de lo que vivimos y cómo nos hemos ido recuperando.
- Nosotros tenemos tornados, pero al menos nos avisan con anticipación cuando vienen. Ustedes no tienen cómo saber cuando viene un terremoto.
- Así es. Y la mayoría de las veces no estamos preparados.
- ¿Y cuál diría usted que es la peor catástrofe de todas? -me pregunta como si los chilenos ya fuéramos una especie de Onemi ambulantes.
Guardo silencio durante un minuto y pienso en todo lo que he visto durante aquella mañana.
- ¿Sabe? Honestamente, creo que la peor catástrofe de todas es el ser humano.
La mujer me mira un poco sorprendida y luego asiente.
- Tiene usted razón.
Nos despedimos y me marcho cuando las nubes de Oklahoma comienzan recién a dejar paso al sol.