Han sido días ajetreados aquí en Washington DC, donde me encuentro desde el sábado invitado por el programa especial para periodistas Edward R. Murrow, por parte de la Embajada de Estados Unidos.
Junto a un grupo de colegas latinoamericanos que van desde el cono sur en Chile -en mi caso- hasta la vecina México, hemos tenido la fortuna de sostener una reunión tras otra con periodistas de medios de la talla del Washington Post o el New York Times, con académicos de la historia o las comunicaciones y, desde luego, también con miembros del gobierno estadounidense.
Sin embargo todas ellas han estado centradas en un mismo concepto: la importancia de la libertad de expresión, un derecho que tiene el privilegio de ocupar el primer puesto en la Constitución de la nación norteamericana y sobre el que los representantes de países como Ecuador o Venezuela han manifestado, con justa razón, sus preocupaciones.
Pero… una piedra en el zapato me ha incomodado a cada paso que doy por las imponentes escaleras de mármol de la capital federal. Como recordarán, hace ya casi una década el australiano Julian Assange fundó en internet el sitio WikiLeaks, donde dio a conocer miles de documentos de las embajadas de Estados Unidos en el mundo que durante décadas se habían considerado secretos o clasificados.
Entre ellos muchos tenían relación con Chile, y demostraron de forma fehaciente la influencia que el gobierno de Estados Unidos, en aquel entonces comandado por el presidente Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, tuvieron en el derrocamiento de Allende y la posterior dictadura de Pinochet.
Sobra decir que a la Casa Blanca no le pareció divertido ver sus secretos a la vista de todos, y comenzó una feroz persecución legal de Assange, quien lleva más de 3 años asilado (irónicamente) en la Embajada de Ecuador en Londres, bajo amenaza de ser arrestado y extraditado apenas se atreva a poner un pie fuera del edificio.
Lo curioso es que Assange está siendo imputado de delitos de “alta traición” pese a ser australiano, una figura que sólo Estados Unidos tiene el poder diplomático para ejercer (se figurarán ustedes las carcajadas en el Capitolio si pidiéramos la extradición de Kissinger a Chile por “alta traición”).
Pero como si esto no fuera suficiente, en 2013 el ex agente e ingeniero informático de la CIA, Edward Snowden, dio el golpe de gracia al entregar detalles sobre las redes de espionaje que Estados Unidos ha implementado en el mundo, situación que podría llevarlo a enfrentar la pena de muerte si retorna a su país natal, por lo que sabiamente se ha mantenido oculto en Rusia.
Cuando se le preguntó a Snowden por qué había liberado aquella información tan delicada para su país, su respuesta fue simple pero enfática: “No quiero vivir en una sociedad que hace este tipo de cosas. No quiero vivir en un mundo donde todo lo que haga y todo lo que diga sea registrado. Mi única motivación es informar al público sobre lo que se ha hecho en su nombre y lo que se ha hecho en contra de ellos”, aseveró al diario británico The Guardian.
Tanto en el caso de Assange como en el de Snowden, podemos hacernos la misma pregunta: ¿no tenemos el derecho a saber la verdad? ¿no trata de eso la libre expresión?
Qué mejor forma de averiguarlo que preguntarle a Estados Unidos en persona… en la persona de su portavoz de relaciones exteriores y ex almirante, John Kirby, quien nos recibió en una multitudinaria presentación en el complejo de edificios Harry Truman, centro de operaciones del Departamento de Estado en Washington.
¿Cómo iba a imaginar yo que iba a caerle tan mal la pregunta?…
“No voy a debatir el tema contigo”
En un salón de conferencias oval y amplio que me trajo recuerdos del literalmente extinto Diego Portales (aunque con el GAM, ni falta nos hace), nos congregamos un centenar de periodistas de todo el mundo. Y cuando digo todo el mundo es todo el mundo: tras de mí hay un joven reportero de Polonia; a mi derecha, una chica de Georgia; al frente, de Etiopía; un poco más lejos, el representante de Turquía (no, no me quiso contar el final de ‘Sila’).
Sí, igual que la mala hierba, los periodistas venimos en todas las formas y colores.
Tras las presentaciones y paneles de rigor, hace su arribo nuestro anfitrión en el complejo: el portavoz del Departamento de Estado, John Kirby. Aunque es rubicundo, poco tiene que ver con el regordete personaje de Nintendo. Durante su vida siguió la carrera militar que lo llevó hasta el grado de Almirante, para pasar este año a la arena política y ser el encargado de darle voz a la política exterior en el gobierno de Obama.
El primer presidente afroamericano de Estados Unidos no se equivocó. Kirby tiene un desplante escénico impresionante. Se para frente al podio con seguridad y desde allí, alaba la libertad de expresión, agradece que nos hayamos reunido con él e incluso se da maña para gastar algunas bromas.
Sin embargo cuando debe ser duro en sus postulados, recobra naturalmente su dureza marcial y alza la voz justo lo suficiente para que sepas que él tendrá la última palabra.
Con aquella prestancia, Kirby nos da pábulo a preguntas, instancia que aprovecho para correr hasta el micrófono ubicado en uno de los extremos de la sala. Sé que no tendré otra oportunidad como esta con alguien autorizado a hablar a nombre de Estados Unidos, y en su propia casa.
- Señor Kirby -comienzo a exponer lentamente en el mejor inglés que puedo- durante los últimos días aquí en Washington, hemos aprendido la importancia que los Estados Unidos concede a la libertad de expresión. Por esto me gustaría saber por qué su gobierno está empeñado en perseguir a Edward Snowden y Julian Assange, cuando lo que ellos hicieron fue precisamente ejercer este derecho.
Se hace un incómodo silencio en la sala y el rostro del portavoz presidencial cambia de su natural sonrisa a una expresión seria. Le lleva sólo segundos responder.
“No me voy a involucrar aquí en temas legales como el del señor Assange ya que no soy un experto en la materia”, indica con firmeza. Seguro en Chile lo habríamos dejado ahí y vamos a la siguiente pregunta, pero Kirby tampoco está para dejar el guante tirado frente a -literalmente- todo el mundo.
“Pero déjame que te diga algo -advierte- Yo era parte del equipo en el Pentágono (el centro de inteligencia militar de los EEUU) cuando estos documentos de WikiLeaks comenzaron a salir a la luz, y no existe ningún otro país en el mundo, ninguno, y estoy muy orgulloso de decirlo, donde se garantice el derecho a la libre expresión como en los Estados Unidos; así como el derecho a manifestarse de forma pacífica, de dar a conocer tu pensamiento. Esos son los principios básicos sobre los que se rigen los Estados Unidos”.
Hace una breve pausa y luego continúa.
“Sin embargo también tenemos una obligación, como la tienen todas las naciones, de protegernos y de defender nuestros intereses, lo que se traduce en tratar de mantener un nivel apropiado de seguridad para que nuestras operaciones puedan llevarse a cabo”.
“La tarea de proteger a nuestros ciudadanos y defendernos -explica- requiere que cierto tipo de información no se haga pública, ni difundirla para que cualquiera pueda verla o analizarla. Lo que el señor Assange hizo fue hacer caso omiso de esto, y nosotros creemos, de hecho yo mismo creo, que él puso no sólo la seguridad de nuestra nación en riesgo sino también la de otras naciones, al difundir de forma totalmente inapropiada información que nunca se tuvo intención de liberar para el escrutinio público, y que jamás debió ser diseminada”.
Y recurriendo a su tono militar, Kirby me da el golpe final.
“Entonces existe una gran diferencia, señor, entre expresar su opinión y difundirla, a filtrar deliberada y maliciosamente información que puso la seguridad de nuestra nación en riesgo. Y no pediré disculpas por decir que es la firme convicción de nuestro gobierno y también la mía que este hombre quebrantó la ley y ahora debe enfrentar las consecuencias”.
Debo reconocer que por algo aquel hombre estaba en el cargo donde lo pusieron. Para aquel momento, las miradas se tornaron hacia mí, y aunque la tentación de irme a sentar, rodar y llorar era fuerte, también había algo que me hacía sentir violentado como chileno, como ciudadano extranjero.
¿Tenía entonces derecho Estados Unidos no sólo a espiar e intervenir en el mundo, sino a reconocer abiertamente que no se le podía pedir explicaciones por ello? ¿A afirmar a la vez que el más importante derecho de las personas es expresarse con libertad, pero al mismo tiempo que tiene el derecho a perseguir a quienes nos otorgan el acceso a la información necesaria para poder hacerlo? (alguien dijo en mi pueblo que “el hombre que no es informado, no puede tener opinión”).
Con las piernas y la voz temblando, además de la moderadora tirándome de la casaca para que me fuera a sentar y dejara de mosquear, decidí improvisar un derecho a contrapregunta.
- Discúlpeme -le dije balbuceando al secretario Kirby- pero creo que tengo el derecho a saber por qué mi país fue y está siendo vigilado por los Estados Unidos, especialmente respecto de la época (que condujo) a la dictadura del general Pinochet. Creo que tenemos derecho a saberlo.
Dado mi tartamudeo fue un milagro que me entendiera, pero su respuesta fue contundente.
“No voy a debatir contigo lo que tienes derecho a saber o no”.
- Pero…
“No voy a discutirlo contigo -zanjó ya irritado- Lo que te estoy diciendo es que cada gobierno, y no sólo los Estados Unidos, señor, sino todos los gobiernos, tienen la obligación de proteger cierta información, ¿correcto? Así como de resguardar información como clasificada o secreta. Es información que no debía ni nunca debió ser vista por el público. Eso es un pilar fundamental de cada nación y es la forma en que nuestro país puede defenderse y proteger sus intereses”.
(Sí. Kirby estaba determinado a ganar esta batalla).
“Y discrepo contigo respecto de si tienes el derecho a saberlo todo. Ni siquiera yo tengo el derecho a saber todo lo que nuestro gobierno considere que deba ser secreto o clasificado. Tengo ciertas atribuciones que me dan acceso a informes clasificados, pero tampoco me dan acceso a todo. Y francamente -añadió con desdén- ni siquiera creo que me interese saberlo”.
“Así que con franqueza, creo que obviamente tienes el derecho a saber cuáles son las políticas que impulsa tu gobierno y también tienes el derecho a saber cómo implementa esas políticas. Pero nadie tiene el derecho a saberlo todo porque eso podría poner en riesgo sus obligaciones con la seguridad nacional, tal como hizo el señor Assange”.
A esas alturas, poco me quedaba más que decir “gracias” y volver a deshilacharme a mi silla mientras otros colegas hacían sus preguntas. Pueden verlo directamente en video, cortesía de la editora internacional del diario El Colombiano, Diana Jiménez.
¿No existen secretos?
Para cuando Kirby se retiró e hicimos un receso del almuerzo, ya esperaba que dos oficiales gentilmente me escoltaran hasta el aeropuerto de regreso a Chile. Pero si algo hay que reconocer a Estados Unidos es que en lo que respecta a opiniones, uno sí puede expresarse sin temor a represalias.
Por el contrario: para mi sorpresa, en vez de miradas de reproche, un periodista estadounidense y un veterano profesor universitario local se acercaron a estrecharme la mano por el atrevimiento. “Necesitamos más preguntas como esa”, me dijo afable el primero de ellos, antes de desvanecerse en el río de comunicadores que ya se encaminaban hacia lo que mejor sabemos hacer los periodistas: comer.
Y entonces sucedió algo divertido. Algo que casi habría pasado inadvertido para mí de no ser por mi colega Dimitri Barreto, del diario El Comercio de Ecuador.
De regreso tuvimos un invitado sorpresa: nada menos que el ex combatiente de Vietnam, ex senador, ex candidato presidencial y actual Secretario de Estado del Exterior para el Gobierno de Estados Unidos (equivalente a nuestro Ministro de Relaciones Exteriores), John Kerry.
Puede que Kerry no tenga la empatía de Kirby y, aunque también sirvió en la milicia, su tono carece de aquella impronta de padre amenazante que va a imponerte un castigo. De hecho su ritmo cadencioso -muy criticado durante la carrera presidencial que perdió contra George W. Bush- me recuerda a la vivacidad de nuestro ex presidente Frei.
Pero Kerry tampoco obtuvo el cargo gratuitamente. Con aquel don de la oratoria que sólo tienen los estadistas, apenas comienza a hablar tú prestas atención, como si se tratara de un venerado maestro que viniera a impartir una clase.
En medio de su discurso, era natural que todos los periodistas de la sala (salvo yo que seguía enhebrándome), alzaran sus cámaras o celulares para captar la mejor imagen posible del jefe de la política exterior de Estados Unidos.
Y entonces lo dijo.
“Gracias a esos aparatos que ustedes tienen en sus manos, a las nuevas tecnologías, el mundo está en contacto 365 días al año. Ya no existen los secretos”.
Bueno, entonces… ¿en qué quedamos?
Las otras dos contradicciones de Kerry
Sí. Hasta yo aplaudí a Kerry al concluir. Hay que reconocer cuando alguien hace bien su trabajo. Sin embargo las únicas dos preguntas que pudo aceptar le hicieron caer en incongruencias que aún me dan vueltas.
Consultado por la política de Estados Unidos en Siria respecto del Estado Islámico (o ISIS, o Daesh, , o ISIL, o EI, o como quieras llamar a estos fulanos que se han especializado en matar gente de las formas más crueles posibles para luego difundirlo como un show en internet), Kerry fue particularmente enfático:
“Daesh es odio. Daesh es destrucción. Daesh sólo busca infundir el temor. No hay nada que negociar con ellos… por lo tanto, estas personas deben ser eliminadas”.
Uh.
A continuación, le consultaron a Kerry con qué ojos veía el auge de China como rival militar, económico y de liderazgo en el mundo. El veterano de Vietnam, no perdió el tiempo en ser caballerosamente despectivo:
“Damos la bienvenida a China en su desarrollo, lo que le ha permitido convertirse en la segunda economía del mundo después de nosotros… pero no estamos compitiendo en esto”.
Uuuuh-key.
Terminada aquella breve intervención, Kerry anunció que lamentablemente debía irse pues venía llegando de Medio Oriente y le esperaba otro avión camino hacia Viena.
“Nunca había estado frente a tantos periodistas, de tantos países diferentes del mundo, donde sólo me hicieran dos preguntas”, celebró al marcharse.
Todos nos reímos… y fuimos a ver si quedaba algo de comer.