Hace más de 75 años, un extraño ser que robaba comida de las despensas y animales de los gallineros fue reportado por la gente de Puerto Varas. La sorpresa se instaló en el sur de Chile cuando Carabineros capturó a esta criatura y se dio cuenta que se trataba de un niño en estado salvaje que vivía en las profundidades de los bosques. Un menor de apenas diez años que caminaba en cuatro patas y con mirada perdida.
Cristóbal García-Huidobro, académico de la Pontificia Universidad Católica y de la Universidad de Santiago, conversó con BioBioChile sobre este enigmático caso que inspiró libros y una película.
Lleno de vellos, ladrón de despensas y amamantado por pumas
En 1948, los lugareños que vivían cerca del lago Llanquihue -en la actual Región de Los Lagos- no hablaban de otra cosa que no fuera de una singular silueta que se escondía entre los árboles y deambulaba sigilosamente entre las distintas parcelas. El rumor era que esta ‘bestia’ que robaba huevos y gallinas de los gallineros, además de distintos productos para comer de las despensas, se trataba de un ente desconocido que se asimilaba a un animal salvaje y que, rápidamente, generó preocupación, rabia y misterio entre los dueños de los terrenos.
“Al principio, se pensó que era un puma, pero los pumas no asaltan las alacenas. Se empezaron a seguir sus rastros y, con la ayuda de Carabineros, logran capturar a este niño que recibió el nombre de Vicente Cau Cau“, contextualizó el historiador.
De acuerdo a posteriores libros que relatan esta curiosa historia -como ‘Crónica del niño lobo’ de Cristián Vila-, fue el cabo José Fuentealba el encargado de realizar esta búsqueda y completarla con éxito, cuando al adentrarse por largas horas en los bosques de Puerto Varas, dio con el paradero del supuesto ‘monstruo’. El impacto fue grande cuando se percató que se trataba de un menor de entre nueve y once años, que caminaba con ayuda de sus cuatro extremidades, que estaba cubierto de vellos y que gruñía como un felino.
Su captura no fue fácil, incluso, el efectivo policial recibió una fuerte mordida del niño, que fue trasladado al retén de Río Pescado, donde se quedó dos días hasta ser llevado a la cárcel pública de Puerto Varas y donde logró escapar en cuestión de horas, por descuido de los gendarmes, huyendo otra vez al bosque y siendo hallado nuevamente por el cabo Fuentealba, quien lo pilló despedazando y comiendo desesperadamente un salmón vivo en las orillas del río.
El caso no tardó en hacerse público y la prensa de la época alucinaba con esta misterioso infante, quien fue apodado como el ‘Pequeño Tarzán’ o ‘Niño lobo’. “El hecho de que un niño haya sobrevivido, quizás cuánto tiempo, en los fríos bosques del sur es una de las anécdotas más grandes que uno puede contar”, destacó García-Huidobro a la presente redacción.
Nadie sabía la verdad y las especulaciones en Puerto Varas crecían y crecían. Vicente -que sólo balbuceaba la palabra ‘Caucau’- no fue reclamado por su familia ni por nadie cercano, por lo que tras siete días encarcelado, fue trasladado a un establecimiento benéfico en Santiago, que pertenecía a una orden religiosa y donde se le realizaron distintos exámenes médicos y psicológicos, con el fin de reincorporarlo a la sociedad y enseñarle todo lo que no aprendió viviendo en estado salvaje. Una dura misión.
La importancia de Berta Riquelme y su inserción a la sociedad
Las monjas del hospicio ubicado en Recoleta tenían muchas ganas de concretar el milagro y evangelizar a este salvaje niño que, en sus primeros días en el centro de acogida, enfermó gravemente del estómago tras comer un plato de porotos. Lo primero que hicieron las religiosas fue depilar por completo al menor para despojarlo de su aspecto bestial y, acto seguido, lo rebautizaron como Vicente Enrique de la Purísima.
El trabajo del psiquiatra Armando Roa y de su ayudante Gustavo Vila fue fundamental para que el nuevo círculo ‘cercano’ de Vicente tuviera algunas nociones del infante, como que su edad mental era sólo de un niño de siete años o menor, y que durante el parto había sufrido una alteración en su cabeza por un fórceps mal realizado.
El lenguaje y la forma de comer fue el siguiente paso para las monjas, que intentaron por varios meses -sin éxito- que Cau Cau pudiera hablar. Y, a pesar de que el niño había pasado de alimentarse con las manos a utilizar cubiertos, su forma de expresarse seguía intimidando y sorprendiendo a los adultos de este establecimiento benéfico, que eran espectadores de los aullidos de Vicente en las noches de luna llena. Un comportamiento salvaje, pero que le servía para comunicarse, aunque sólo con los perros cercanos al hospicio.
Según los propios relatos de sus cuidadores, en sus dos años de estadía en la institución religiosa, Vicente logró aprender unas pocas palabras, reconocer los colores, pasar de caminar con sus cuatro extremidades a una postura erguida (aunque media encorvada) y a realizar labores domésticas cotidianas, lo que lo ayudó a ser feliz y a volver a centrar su mirada, la cual se iba hacia el cielo constantemente.
La comunicación era la principal preocupación y, en 1950, el niño pasó a vivir con la profesora de lenguaje Berta Riquelme, quien vivía en Villa Alemana y no tenía familia, por lo que Vicente pasó a ser, prácticamente, su hijo adoptivo. Y en cuestión de meses, el cariño de la mujer permitió un gran avance en su vocabulario, e incluso, introduciéndolo por primera vez en la lectura, lo que le permitió verbalizar y recrear cómo fueron sus orígenes.
“Contó que tenía un padre y una madre (ambos alcohólicos) que vivían en una choza en medio de los bosques, desde donde él logra escapar, revelando que una mamá puma lo había amamantado”, detalla el académico.
Pese a las divagaciones en el relato de Vicente, la historia fue confirmada por la prensa local en 1953, cuando el periódico El Llanquihue logró entrevistar a su padre, Antolín Cau Cau Nempo, revelando que el niño había nacido enfermo y que, desde muy pequeño, le gustaba escaparse de la casa. “Yo no pensaba na’ pos, creímos que se había perdido no más, qué podía estar muerto en el bosque o que se lo habían comido los animales”, aseguró al diario.
Las palabras de Antolín no hicieron eco en Vicente y tampoco en Berta, continuando su estrecha relación de madre (adoptiva) e hijo (adoptivo). El ‘niño lobo’ tenía un hogar y su vida parecía estar encaminada hacia la completa tranquilidad de un hogar. Sin embargo, a los 21 años, la profesora de lenguaje falleció producto de una enfermedad respiratoria. Un mazazo para el menor, a quien se le veía constantemente regando la tumba de su amada cuidadora, ya que creía, de manera ingenua, que el agua podía traerla de vuelta.
2010: los últimos días de Vicente Cau Cau
Luego de la muerte de Berta, el joven volvió con un viejo conocido y se fue a vivir a la casa de su antiguo psiquiatra, Gustavo Vila, junto a los hijos de éste y su esposa, en la comuna de Ñuñoa. Rápidamente, Vicente logró ganarse el cariño de todos los integrantes de la familia, en especial de sus hermanos adoptivos, quienes lo adoraban, amaban y protegían.
A Vicente le gustaba mantenerse ocupado y ofrecía a realizar labores domésticas en la casa, lo que lo mantenía activo y estimulado. A pesar de que su mente era de un niño de diez años, se le encomendaban tareas como ir a comprar a la feria solo y hasta lo dejaban salir al centro de Santiago los fines de semana, donde le fascinaba vitrinear en las tiendas. Su capacidad de observación era su principal virtud.
En 1964 y tras una discusión con la familia Vila, Cau Cau se plantó ante sus nuevos padres adoptivos y cumplió la amenaza de irse de la casa para volver al sur. Sin embargo, no duró más de cuatro días y regresó a su hogar.
Ya con más edad, su vida volvió a cambiar cuando murió Gustavo Vila y se mudó a Horcón, donde solía vacacionar junto a sus hermanastros y donde era sumamente conocido por los lugareños, quienes trataban con especial cariño al joven, sobre todos los dueños de un negocio cercano a la playa, Irma y Marco, sus nuevos ‘padres’.
Con un lapsus de cuatro meses viviendo con uno de sus hermanos biológicos en el sur, Vicente se transformó en un horconino más y se hizo amigo de varios pescadores de la caleta, donde lo recuerdan con especial cariño tras su fallecimiento un 30 de octubre de 2010. A pesar de su aspecto avejentado (tenía 74 años), el ‘pequeño Tarzán’ se entretuvo y jugó con niños hasta sus últimos días. Era un anciano de diez años.
“Respecto de su vida en la ciudad, logró aclimatarse bastante bien, pese a no desarrollar muy bien el habla. Lo que sí, tenía cierto desarraigo, pero así y todo llegó a vivir hasta los 74 años. Es notable cómo él llegó a integrarse”, destaca García-Huidobro.