El Instituto Goiano de Radioterapia llevaba dos años cerrado y abandonado. Hecho escombro, estaba destinado a transformarse en una postal erosionada por el tiempo y olvidada por los habitantes de Goiânia, capital del estado de Goiás, en el centro de Brasil. Lo fue hasta que el 13 de septiembre de 1987 dos recolectores de residuos se metieron al predio en busca de alguna pieza de valor.
En una habitación en ruinas, aún quedaba una máquina para pacientes con cáncer que guardaba un elemento brillante en la oscuridad, ideal para hacerse de unos billetes en el mercado negro. Ni oro o una piedra preciosa.
El par de chatarreros desconocía que este tótem, al que los vecinos le atribuyeron erróneamente belleza y sanación, era material radiactivo. En manos del pueblo, el cesio-137 dejó a más de 240 personas contaminadas, cuatro muertos y un desdoro eterno para la “Chernóbil” sudamericana.
El peor accidente nuclear fuera de una central ocurrió en Brasil
Treinta y siete años después, el mes de septiembre no es sinónimo de flores y primeros calores, sino que representa tristeza para los pobladores de Goiânia. El peor accidente radiactivo fuera de la central nuclear de Chernóbil (Ucrania, 1986) sigue fresco en la memoria colectiva del lugar.
Nadie quiere construir en el terreno vacío del hospital, a pesar de la fama. Y es que su calle 57 fue rebautizada por los turistas como “Cesio-137”, en recuerdo del isótopo que originó la tragedia de 1987 que inquieta aún a las nuevas generaciones.
Los jóvenes Roberto dos Santos Alves, de 22 años, y Wagner Mota Pereira, de 19, tenían experiencia en la localización de chatarra, así que no dudaron al entrar a la clínica abandonada y notar una máquina de gran porte con una sustancia brillante en su interior. Impedidos de acceder al material, la cargaron en una carretilla y se la llevaron al hombre con el que solían hacer negocios, Devair Ferreira.
El especialista chatarrero pudo abrir lo que era un aparato para el tratamiento de pacientes con cáncer y descubrió un material azul, al que asoció a una piedra preciosa, quizá sanadora. Parecía el típico brillo frotado en las pieles para lucirse en el carnaval, pero era un cilindro que contenía 19 gramos de cesio-137, una sustancia altamente letal.
Ignorando el peligro, Ferreira empezó a compartir la sustancia de 19 gramos, fragmentada como granos de maíz, con sus familiares y amigos. Por ejemplo, Ivo Ferreira, el hermano de Devair, llevó fragmentos del polvo “sobrenatural” a la mesa de su hogar. Su hija de 6 años, Leide das Neves Ferreira, y otros familiares tocaron el material mientras comían.
Hasta se lo frotaron en la piel creyendo en sus supuestas propiedades especiales. Días después, aparecieron los primeros síntomas entre los expuestos: vómitos, diarrea, pérdida del pelo y dolores intensos. Los animales de la granja cayeron uno a uno. Pero asociaron el problema a la ingesta de alimentos en mal estado. Todos, menos la avispada esposa del chatarrero.
María Gabriela Ferreira (38) observó que cada vez más personas a su alrededor atravesaban el mismo patrón de sufrimiento y decidió tomar medidas ante el desmadre. Colocó la porción del material radiactivo en una bolsa de plástico y, sin entender la magnitud del riesgo, tomó un autobús directo a una oficina de salud del gobierno local para entregarla.
Sin embargo, en ese momento, las autoridades no sabían con qué estaban lidiando y simplemente guardaron el material. La contaminación ya afectaba a una comunidad de 6.500 personas al cabo de dos semanas.
Muertes, aislamiento y pánico social: el estigma de Goiânia
Quince meses después del Chernóbil original, la historia se repetía. Los médicos comenzaron a sospechar que los síntomas de los pacientes podían deberse a envenenamiento por radiación, así que el gobierno convocó al físico Walter Mendes Ferreira para que investigara aquel elemento tan deslumbrante.
El hombre se armó con un detector de radiación prestado por una agencia federal de prospección de uranio y se dirigió a la oficina de salud donde estaba almacenada la pastilla azul. No hizo falta acercarse mucho, ya que a unos 80 metros del lugar, el aparato comenzó a emitir lecturas inusuales. No estaba defectuoso como pensó primero, porque otro detector le ratificó la peor hipótesis: estaba ante un campo de radiación extremadamente alto.
A su llegada, vio a un bombero que estaba a punto de deshacerse del cilindro en el río. Inmediatamente, lo detuvo y evacuó el área, consciente del peligro que representaba el material radiactivo. Y cuando fue al depósito de chatarra de Ferreira, detectó niveles de radiación por todas partes. Todo dicho.
El físico Mendes Ferreira alertó rápidamente a las autoridades estatales y a la Comisión Brasileña de Energía Nuclear con la intención de contener la contaminación sin generar pánico. Una misión imposible. Ya había más de dos centenares de personas en cuarentena, y el temor por una fuga de radiación se esparció rápidamente por todo Brasil, creando una atmósfera de ansiedad generalizada.
El accidente radiológico del cesio-137 afectó a 6.500 personas, de las cuales 249 resultaron gravemente contaminadas y cuatro murieron. La primera víctima fatal fue Leide das Neves, la nena de 6 años que era sobrina del chatarrero Ferreira.
La heroína de esta historia, María Gabriela Mendes (la esposa de Devair), también falleció un mes después de hemorragias internas. Los otros dos muertos fueron identificados como Israel Baptista dos Santos (22) y Admilson Alves de Souza (18), dos hombres que trabajaban en el desguace.
La suerte corrió para los recolectores de basura, Wagner Pereira y Roberto Alves, ya que ambos sobrevivieron, al igual que el dueño del depósito de basura. No así unas 500 personas que, a 37 años del evento nuclear, continúan sufriendo secuelas físicas y psicológicas. De hecho, se estiman unas 250 pensiones estatales a modo de reparación.
Sobre los responsables de dejar el cesio-137, el castigo de la Justicia brasileña se limitó en el año 2000 a una multa económica y servicio comunitario. Ninguno de los médicos vinculados al desaparecido Instituto Goiano de Radioterapia pisó la cárcel.
Goiânia sufrió la demolición de varias casas, el aislamiento y el pánico de propios y ajenos. Ni los servicios funerarios de las cuatro víctimas fatales pudo ser en paz. Al entierro de María Gabriela Ferreira lo atacaron a piedrazos. Nadie quiso saber nada con el ataúd. Y eso que fue de plomo como precaución extra, tal como indicaba el protocolo ante este tipo de eventos radiactivos.
Los registros de la época también indican que el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) pidió descontaminar objetos personales con alto valor sentimental, como joyas y fots, para mitigar el impacto psicológico en las víctimas del accidente.
Se utilizó equipo especializado para recoger cualquier rastro del cesio-137. Para las superficies que estaban engrasadas, se usaron disolventes orgánicos antes de aplicar la solución de alumbre. En suelos sintéticos y electrodomésticos, se empleó hidróxido de sodio como tratamiento previo. Todos los residuos contaminados fueron llevados lejos de la ciudad de Goiânia.
Las cañerías fueron inspeccionadas para asegurarse de que no quedaran restos. Las paredes fueron despojadas de su pintura, y el suelo se trató con una mezcla de ácido y azul de Prusia, que se empleó también para descontaminar los cuerpos de los afectados. Todo cubierto rápidamente con hormigón para aislar la radiación restante.
A 37 años, no se puede determinar la cantidad de cesio-137 que podría filtrarse en las aguas subterráneas desde el suelo contaminado. Y aún por los próximos 180 años, las toneladas de basura radiactiva habrá que almacenarlas en contenedores de plomo seguros. Queda atestiguar si será también la misma cantidad de tiempo para erradicar el estigma social para los sobrevivientes de Goiânia.