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Diez años después de la euforia, ¿qué queda de la Primavera Árabe?

Por Fabián Barría
La información es de Agence France-Presse

23 noviembre 2020 | 08:48

Fue una ola de esperanza súbita, sin límites, contagiosa. Hace 10 años el mundo árabe vivió una serie de revueltas populares que significó un soplo de libertad, antes de dar lugar a la frustración. Un acontecimiento histórico que cambió de manera irremediable a la región.

Desde el colapso cual castillos de naipes de regímenes que parecían intocables hasta el auge y caída del califato yihadista, la llamada “Primavera Árabe” que nació a finales de 2010, convirtió a Oriente Medio en teatro de constante agitación durante la segunda década del siglo XXI.

A las protestas populares que surgieron en Túnez, Egipto, Libia y Yemen les siguieron, en el mejor de los casos, reformas decepcionantes, pero a menudo los países se han desgarrado por guerras intestinas y nuevos regímenes dictatoriales.

No obstante, el espíritu de las revueltas no se ha apagado, como lo demuestra la segunda ola de levantamientos que surgieron en Sudán, Argelia, Irak y Líbano ocho años después.

Lina Mounzer, escritora y traductora libanesa cuya familia tiene raíces en Egipto y Siria, dice que desde las revueltas ha cambiado algo “en la fábrica de la propia realidad”.

“No sé si hay algo más conmovedor o noble que la gente pidiendo una vida digna con una sola voz”, dice.

“Demuestra que eso es posible, que la gente se puede rebelar contra los peores déspotas, que queda suficiente valor en la gente que se levanta y trabaja junta para enfrentarse a ejércitos enteros”.

Chispa de Túnez

Todo empezó el 17 de diciembre de 2010 cuando un joven vendedor ambulante, agobiado por años de acoso policial, se roció de combustible y se prendió fuego en frente de la oficina del gobernador de la ciudad de Sidi Bouzid, en el centro del país.

La inmolación de Mohamed Bouazizi no era la primera en la región, ni siquiera en Túnez, pero fue la chispa que inflamó una rabia nunca antes vista. Aunque no había imágenes, su historia se hizo viral.

Cuando Bouazizi murió por las quemaduras sufridas el 4 de enero, el movimiento de protesta contra el presidente Zine El Abidine Ben Ali, que llevaba en el poder 23 años, se propagó por todo el país.

Diez días después, Ben Ali huyó a Arabia Saudita, donde morirá exiliado en 2019 ante la indiferencia general. 

En las semanas siguiente, las protestas prodemocracia llegaron a Egipto, Libia y Yemen.

Cuando la ira se propagó por las calles de El Cairo, la mayor ciudad de la región y crisol político histórico, el contagio empezó a conocerse como “Primavera Árabe”.

Cientos de miles de personas salieron a las calles en Egipto para gritar sus aspiraciones democráticas y pedir la salida de Hosni Mubarak, en el poder desde 1981.

Es difícil comprender el sentimiento de esperanza y euforia que generaron aquellas imágenes en toda la región y en el resto del mundo. Parecía que había acabado el fatalismo que a menudo impregna cualquier referencia a la política en Oriente Medio.


Clamor de esperanza

“Mira las calles de Egipto esta noche; a esto se parece la esperanza”, escribió la novelista egipcia Ahdaf Soueif en el diario The Guardian entonces.

La voz del pueblo se alzó como una sola, no solo en un país sino en toda la región, derrocando a algunos de los dictadores más enquistados y sanguinarios del planeta y estremeciendo a millones de personas en el mundo.

“Al-shaab yureed iskat al-nizam” (La gente quiere la caída del régimen) fue el eslogan de la Primavera Árabe en toda la región.

Estas palabras eran un grito visceral que infundió valor a una generación que no sabía que estaba harta. Se convirtieron en una especie de encantamiento que, si se repetía lo suficiente, liberaría a la gente de sus opresores.

Un nuevo paradigma nació en Oriente Medio con la constatación de que los tiranos no eran invencibles, que el cambio podía venir desde dentro y no únicamente como resultado de otra jugada en el tablero de la geopolítica mundial.

Lina Mounzer recuerda que en los primeros días la revuelta popular hizo añicos el sentimiento de “derrota árabe” que impregnó a dos generaciones tras la muerte del egipcio Gamal Abdel Nasser y su proyecto de nacionalismo panárabe.

“Había un sentimiento de que nosotros los árabes éramos perezosos y estábamos cansados para levantarse contra la opresión, que aceptábamos el régimen de los dictadores y déspotas porque éramos fundamentalmente deficientes, o porque el colonialismo y la injerencia occidental nos había convertido en bestias de carga”, dice a la AFP.


“Islam y democracia”

Lo impensable ocurrió el 11 de febrero de 2011, cuando se anunció la dimisión de Mubarak.

“La noche que Mubarak cayó lloré de alegría. No podía creer lo valientes y bellos que eran los egipcios. Parecían los albores de una nueva era”, recuerda Mounzer.

“Y después, Siria. Si creía que estaba feliz por lo de Egipto, sorprendida por Egipto, con Siria estaba en éxtasis”.

Seis meses antes de ser asesinado en Estambul, el periodista y disidente saudí Jamal Khashoggi sostuvo que las revueltas habían puesto fin definitivamente a la idea generalizada de que los árabes y la democracia eran incompatibles.

“Este debate sobre la relación entre Islam y democracia acabó con el surgimiento de la Primavera Árabe”, dijo en un discurso en 2018.

Además de Ben Ali y Mubarak, el líder libio Muamar Gadafi, Ali Abdullah de Yemen, y el año pasado el sudanés Omar al-Bashir fueron otras cabezas que rodaron por la revolución árabe.

Los cinco dictadores juntos sumaban 146 años en el poder, sin contar los 12 años que pasó Saleh como presidente de Yemen del Norte antes de la unificación del país en 1990.

Durante un tiempo, el colapso de las autocracias de la región parecía imparable.


“Invierno árabe”

Pero la “Primavera Árabe” tan esperada no duró mucho.

Ironía de la historia, el término que apareció a finales de enero de 2011 apenas se ha utilizado en los países árabes, donde se prefiere hablar de “levantamiento” y “revolución”.

En todo caso dio lugar rápidamente a la expresión inversa, “Invierno Árabe”, que da título a un libro que el estadounidense Noah Feldman publicó en 2019 sobre el tema.

En la sinopsis del libro, el prominente académico Michael Ignatieff dice que la obra destaca “uno de los acontecimientos más importantes de nuestro tiempo: el trágico fracaso de la Primavera Árabe”

Con excepción de Túnez, el vacío creado por la caída de los denostados regímenes no se llenó con las reformas democráticas que exigían los manifestantes. Peor, en algunos casos dio lugar conflictos armados.

En Egipto, una breve y emocionante experiencia democrática pronto acabó con una brutal represión policial.

En 2012, los egipcios eligieron a Mohammed Morsi, un islamista al que se opusieron buena parte de los manifestantes, allanando el camino al golpe del ministro de Defensa Abdel Fattah al Sisi al año siguiente.

Al Sisi sigue en el poder y su gobierno es al menos igual de autoritario que el de Mubarak.

La decepción en el campo de los alzados es amarga. La esperanza de Ahdaf Soueif en los primeros días de febrero de 2011 ahora parece un espejismo.

“Nunca imaginé que mi sobrino, Alaa Abd el Fattah, estaría todavía en la cárcel” dice a la AFP. “O que la pobreza alcanzaría un nivel récord… o que los jóvenes, por primera vez en la historia, se quieran ir de Egipto.” 

En Bahréin, la única monarquía del Golfo que vivió protestas, en 2010, el levantamiento fue brutalmente reprimido con la ayuda de Arabia Saudita, que no dudó atacar cualquier veleidad revolucionaria en su propio suelo con masivas subvenciones.

Las protestas en la atemorizada Argelia que vivió una guerra civil, no prendieron. Recién lo hicieron casi diez años más tarde, en 2019. En Marruecos fueron sofocadas con reformas cosméticas.

En Libia, los revolucionarios se dividieron en multitud de milicias que fragmentaron el país. Yemen, el país más pobre de la península arábiga, se deslizó hacia un conflicto civil alimentado por el sectarismo y sigue en guerra.

Pero fue en Siria donde se enterró a la Primavera Árabe.


“Su turno, doctor”

Ningún líder de la región parecía más difícil de destronar que Bashar al Asad cuando empezó el 2011. Unas semanas después de las primeras protestas, una pintada en un muro en la ciudad de Daraa, en el sur del país, advertía al oftalmólogo que había crecido profesionalmente en Londres.

“Su turno, doctor”, rezaba la pintada de un adolescente que fue detenido y salvajemente torturado, provocando una ola de protestas para que lo liberaran y que muchos consideran como el detonante del levantamiento en todo el país.

Pero el turno de Asad nunca llegó. Capeó la tormenta y se convirtió en la pieza del dominó que nunca cayó.

Con excepción de Túnez, las revoluciones acabaron de mala manera. En Siria, la exitosa lucha del régimen por sobrevivir se cobró la vida de más de 380.000 personas.

Uno de los grafiteros, Moawiya Sayasina, dijo en 2018 en una entrevista con la AFP que el contraataque fue peor de lo que jamás hubiera imaginado.

“Estoy orgulloso de lo que hicimos entonces, pero nunca pensé que llegaríamos a este punto, que el régimen nos destrozaría de esta forma. Pensábamos que podríamos deshacernos de él”, confesó.

Mientras las protestas eran brutalmente reprimidas, el odio sectario prendió y los yihadistas, tanto en Siria como en otras partes, encontraron un caldo de cultivo inmejorable.

“Los valores contra la violencia de los manifestantes no tardaron en transformarse en campos de batalla en Libia, Siria y Yemen” dice Robert F. Worth, periodista y autor del libro “A Rage for Order” (Rabia por el orden).

El crecimiento del yihadismo culminó con la proclamación en 2014 por parte el grupo Estado Islámico (EI) de un “califato” en regiones de Siria e Irak que llegó a ser del tamaño de Gran Bretaña.

La atroz violencia que el Estado Islámico propagaba en las redes sociales y su habilidad para atraer a miles de combatientes de Europa y otros lugares generó pánico en Occidente, que pronto perdió el entusiasmo prodemocrático.

El foco del mundo se centró en la lucha contra el terrorismo dejando de lado la renovación de los regímenes autocráticos que rápidamente se presentaron como último baluarte contra el extremismo islamista.


“Su propia historia”

Occidente, liderado por la administración estadounidense de Barak Obama, no vio venir las revueltas árabes. Y si al principio dieron su apoyo a los manifestantes, rápidamente descartaron cualquier intervención directa, con excepción de los controvertidos bombardeos de la OTAN en Libia para evitar que Gadafi aplastase la revolución.

“El significado político central de la Primavera Árabe y sus consecuencias es que fueron los propios árabes los que actuaron por sí mismos, en pleno derecho, hacedores independientes de su propia historia”, escribe Noah Feldman en “El Invierno Árabe”.

Pero esta voluntad se estancó y una década después, es difícil considerar las revueltas árabes como un éxito.

Ahdaf Soueif piensa que todavía es pronto para sacar conclusiones.

“Las condiciones en las que la gente ha vivido desde mediados de la década de los setenta propiciaron la revuelta. Era inevitable. Y sigue siendo inevitable”, dice.

Al igual que otros activistas, Ahdaf rechaza la retórica que vincula al crecimiento del islam radical con las revueltas. Fueron las contrarrevoluciones las que alimentaron las frustraciones y privaciones que alimentaron a los yihadistas, dice.


Legado y lección

En 2018, una nueva ola de protestas pidiendo transparencia y reformas democráticas en Sudán, Argelia, Irak y Líbano reavivó las esperanzas.

Volvieron a sonar los mismos eslóganes, confirmando que el espíritu de las revueltas de 2011 vive y sigue inspirando a la juventud de la región.

Para Arshid Adib-Moghaddam, un profesor del Colegio de Estudios Orientales y Africanos de Londres, las principales reivindicaciones de las protestas se mantienen bajo la superficie y “hervirán de nuevo a la mínima oportunidad como un tsunami político”.

“La gente de la región estableció un nuevo patrón para la política y la gobernanza que exigen que se cumpla. Desde entonces, las políticas se miden con respecto a esas reivindicaciones,” dice Adib-Moghaddam, autor del estudio “On the Arab revolts and the Iranian revolution: Power and resistance today” (Sobre las revueltas árabes y la revolución iraní: Poder y resistencia hoy).

Se han puesto en marcha cambios irreversibles que hacen su camino.

En Egipto, “hay una revolución social” que logró que asuntos “como los derechos de la mujer o de la comunidad LGBTQ” “encontraran más espacio”, subraya Soueif.

A Alaa al Aswany, uno de los mejores novelistas egipcios vivos y personaje central de la escena comunitaria que brevemente acampó en la plaza Tahrir de El Cairo, le gusta decir que “la revolución es como enamorarse, te hace mejor persona”.

Lina Mounzer, quien también vivió la revuelta de Líbano en 2019, considera que la forma en que la gente ve a sus líderes, al resto del mundo y a ellos mismos, ha cambiado para siempre.

“Hemos vivido mucho tiempo en un mundo que trató de inculcarnos la idea de que el pensamiento comunitario es sospechoso y que el individualismo es sinónimo de libertad. Y no lo es. La dignidad es sinónimo de libertad”, dice.

“Esto es lo que la Primavera Árabe, en sus primeros e idealistas días, no solo nos enseñó, sino que nos confirmó… Lo que hacemos con esta lección – enterrarla o construir sobre ella – es algo que queda por ver”, continúa.

La “Revolución de los jazmines” tunecina suele ser puesta como ejemplo de cómo las revueltas árabes pueden ser exitosas.

Apenas hubo derramamiento de sangre, se evitaron las divisiones profundas y el partido islamista dominante Ennahda hizo una transición relativamente tranquila hacia el consenso político.
“En contraste con el fracaso de Egipto y el desastre de Siria, Túnez parece un caso atípico en el fenómeno regional que empezó”, escribe Noah Feldman en “El Invierno Árabe”.

Pero también en el país norteafricano la historia aún no ha terminado y para sus 11 millones de habitantes los dividendos de la revuelta de 2010 todavía no son tan obvios.

Achref Ajmi, de 21 años, que habla con la AFP a pocas cuadras de donde todo empezó en la plaza de Sidi Bouzid donde hay una escultura de Bouzizi con su carreta, está desencantado.

Ben Ali se fue, el país no se ha partido pero la situación económica que activó la revuelta no ha mejorado.

“El eslogan de la revolución era ‘trabajo, libertad, dignidad nacional’. No hemos visto nada de esto. No hay trabajo”, dice el joven.