Cuando comienza la lectura del relato publicado por el medio HuffPost, es fácil transitar hacia la vía en la que llegas a descubrir el destino: la calle de los prejuicios, concebidos en total desconocimiento de la historia de los acusados, ante el jurado de los cánones sociales.
Jeffrey Oberman es un canadiense que vive desde 2007 en República Dominicana, su lugar de retiro luego de considerar que su carrera de bienes raíces, estaba tan finiquitada como su matrimonio de dos décadas. 2004 fue el año del divorcio y ya para esa fecha sus hijos adultos tenían la vida resuelta.
Cuando su residencia estaba más que asentada en la paradisiaca y costera Puerto Plata, con ocho perros callejeros adoptados, Jeffrey contribuía con una página de rescate animal de Estados Unidos. Fue allí que vio la publicación de la joven Alex, de tan solo 20 años, una activa animalista en la fan page.
“Le envié un mensaje. Y a pesar de que yo era 40 años mayor que ella, respondió. Nuestras comunicaciones en línea eventualmente se convirtieron en conversaciones telefónicas que duraron toda la noche hasta que un día la invité a visitarme”.
La idea desató el primer ciclón, remeciendo a las familias de la pareja en formación.
La madre de la joven fue la más aprensiva (y con justa razón), al ver que su hija se motivaba con la idea de viajar a un país lejano, en Latinoamérica y con un perfecto desconocido invitándola a conocerle.
Oberman relata que “la madre de Alex, ella misma casi 10 años menor que yo, me miró en Google y acordó una palabra de seguridad (‘pumpernickel’) para que su hija la usara si la secuestraban y la obligaban a vivir como esclava”.
Meses después de interacciones virtuales, la joven llegó a República Dominicana, país que se convertiría en el escenario de una historia que parece un cliché en estos tiempos, motivada por relaciones a conveniencia. Esta, da para más, si se permiten seguir leyendo.
La incomodidad de ser visto como “Sugar Daddy”
Para cuando Jeffrey y Alex habían decidido casarse, estaban lidiando con los prejuicios de sus respectivos familiares y amigos, quienes los llamaban a pensar bien la decisión por obvias razones: 4 décadas de diferencia en las edades.
Fue, entre ese y otros puntos, que el hombre se dio cuenta de que esto iba más allá de lo que pensaran ellos, el resto de las sociedades y el mundo en general.
Se trataba de una unión que no tenía que ver con la “relación transaccional”, como Oberman la describe.
“La relación transaccional clásica que involucra a un esposo y una esposa es aquella en la que una persona, generalmente el hombre (o la parte mayor), brinda apoyo financiero a cambio de que la otra persona, generalmente la mujer (o la parte más joven), proporcione sexo. En los casos en que el hombre es significativamente mayor y la mujer es desproporcionadamente atractiva, esta impresión se vuelve aún más prevalente en el mundo en general”, dice el sujeto, quien reconoce lo desalentador que puede ser el rechazo universal por un matrimonio como el suyo.
La descripción coincide con el hecho de ver al hombre, adulto mayor, en compañía de mujeres mucho más jóvenes, quienes podrían ser sus hijas o nietas.
También puede ocurrir a la inversa, cuando mujeres con una posición económica de privilegio tienen relaciones con hombres a los que doblan la edad, o más, siendo blanco de críticas de una sociedad que en tiempos de redes sociales ha instalado tribunales virtuales en pro de una pandemia adelantada al coronavirus: la del prejuicio desinformado.
El protagonista de esta cuestionada historia, como el resto, asegura que en la relación que él describe, no existe el amor, devoción o respeto. Los que se embarcan en esta, tienen la misión de recibir. Dar, no está en el contrato o acuerdo de carácter similar que busca solo la satisfacción personal, ya sea por la vía carnal o material.
“La ironía (en referencia a los prejuicios) es que mi esposa viene de una familia acomodada. En mi caso, después de años de un matrimonio infeliz, lo que necesitaba no era sexo, sino intimidad y cariño. La idea de cambiar mi felicidad futura por un revolcón en el heno era una afrenta a mis necesidades emocionales. No tuve que casarme por sexo y ella no tuvo que casarse por dinero, aunque eso es exactamente lo que todos pensaban“.
Después de calificar su matrimonio como fallido, con la vida resuelta económicamente, con hijos educados y cuentas pagadas, Jeffrey asegura que el sexo fue relegado de los primeros lugares de la lista. “La idea de cambiar mi felicidad futura por un revolcón en el heno era una afrenta a mis necesidades emocionales”, sentencia.
El prejuicio entre aviones y restaurantes
Si consideran que la vida de un hombre que es visto como un “Sugar Daddy” es fácil, en su historia publicada por el colaborador de una revista canadiense, se visualiza todo lo contrario la lleve a donde la lleven.
Por ejemplo, cuando deciden ir a algún restaurante, la atención podría volverse demasiado personalizada, sin que terceros se lo propongan. Parece un acto social natural.
“No hay ningún restaurante en el que comamos que no me haya preguntado al menos una vez qué quiere pedir mi hija. Dios no quiera las veces que mi esposa elija invitarme a cenar, con su propio dinero, porque el servidor no la tomará en serio cuando me pida la cuenta”.
Oberman reconoce que situaciones como esa dejaron de obsesionarlos a él y a Alex hace ya algún tiempo. En los aeropuertos, la historia no ha sido tan distinta. Un funcionario de aduanas puso en duda la legalidad de su matrimonio al pensar que la mujer era menor de edad, dado el aspecto físico de la también pintora, que a muy corta edad, según el relato de su esposo, tiene una vida académica resuelta, dada sus aptitudes en lo artístico.
“Se me ve como el hombre rapaz con medios económicos que intercambia los encantos físicos de una mujer mucho más joven, demasiado poco sofisticada en las formas del mundo para poder ver la naturaleza maquiavélica de mi agenda”.
Cuando hace una revisión de su vida conyugal pasada, inevitablemente vienen las comparaciones con su exesposa saltan a la vista. Asegura que antes no toleraba desorden en su casa. Con Alex es diferente, parece que acomodó su vida a un cambio donde pretendía dejar la radicalidad, irónicamente, para caer en una nueva contradicción social.
“Las peleas que he tenido en mi vida por la colocación de los cubiertos en un cajón son legendarias. Y, sin embargo, cuando Alex deja sus pinturas, pinceles y blocs de dibujo por toda la casa, lo que veo no es un desastre, sino las sutiles huellas dactilares del ángel artístico que, a su manera única, ha encontrado la manera de llevarme. de mis obsesiones estresadas a un lugar de paz tranquila”.
Lo anterior, se consigue dejando de lado el qué dirán y retomando su vida, más allá de las redes sociales y ese juicio permanente en boca-o dedos- de todos.