Señor director:

Cuando el presidente Gabriel Boric escribió en la red social X que “En Chile nadie está por sobre la ley” en relación a la detención de Manuel Monsalve, no le creí. No porque sus palabras, a mi juicio, carezcan de valor debido a su extenso historial de contradicciones, sino porque recordé lo dicho por Antonia Orellana, ministra de la Mujer y Equidad de Género, en un debate con el periodista José Antonio Neme. En aquella ocasión, al justificar la decisión del presidente de postergar la renuncia de Monsalve a la Subsecretaría del Interior, afirmó: “No estamos hablando del portero de un servicio público”, para luego añadir: “Estamos hablando de una acusación contra el encargado de la seguridad en el país, que tiene atribuciones altísimas”.

Estos comentarios no solo subestiman con clasismo la figura del “portero”, quien representa simbólicamente al ciudadano común —alejado de las élites políticas—, sino que también evidencian una jerarquía implícita que valora a las personas según el rol que desempeñan. Lo que subyace aquí es un modelo estamental que divide a la ciudadanía en categorías: indulgencia para quienes ostentan poder y severidad para aquellos que no pertenecen a esa élite.

Monsalve, cerdo de granja

Esta cruda realidad es justamente lo que George Orwell criticó en su novela Rebelión en la granja. Allí, la frase “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros” expone la corrupción del poder y la tiranía de los líderes que, tras derrocar a los opresores, adoptan las mismas prácticas abusivas. Los cerdos, que inicialmente lideraron la revolución con ideales de igualdad, terminan justificando sus privilegios y traicionando esos mismos ideales.

Siguiendo con la analogía a la fábula, Monsalve el Cerdo parece disfrutar de tratos preferenciales y beneficios que el grueso de la ciudadanía, nosotros, los “otros”, no tenemos. Ha sido “más igual” que el común de los chilenos, que nosotros, porque ha gozado de privilegios que, por ejemplo, un “portero” no hubiera tenido.

Desde su nombramiento como subsecretario del Interior surgen dudas: ¿fue resultado de méritos objetivos, o un acto de favoritismo cimentado en lealtades y conexiones políticas? La postergación de su renuncia, pese a las graves acusaciones en su contra, así como el encubrimiento inicial de La Moneda hasta que la presión mediática forzó una reacción, refuerzan esta percepción.

La inacción gubernamental no solo alimenta la desconfianza pública, sino que también pone en evidencia la falta de estrategia y liderazgo para enfrentar los abusos de poder. Esto contradice las bases del gobierno, que se autoproclama feminista pero, en la práctica, queda atrapado en la vacuidad de su propia retórica. La imagen de un gobierno feminista se desmorona ante una ciudadanía que percibe encubrimientos y pactos de silencio dentro de la élite política.

Desconfianzas profundas

El caso de Monsalve agrava aún más esta percepción. Desde el uso indebido de recursos de inteligencia hasta el empleo de un avión institucional para trasladarse al sur y avisar a su familia sobre las acusaciones en su contra. Cada acción pone en tela de juicio la legitimidad de haber permanecido en el cargo. Además, la advertencia de la ministra Carolina Tohá sobre la incautación de su teléfono sugiere una posible obstrucción al proceso judicial. Aunque tanto este episodio como el uso de la avioneta fueron justificados, resultan indignantes para una ciudadanía cansada de privilegios desmedidos.

En la política chilena, parece que también tenemos nuestros propios cerdos de granja disfrutando de un estatus superior. Este patrón de irregularidades no solo socava la credibilidad del gobierno en cuanto a su compromiso con la justicia y la igualdad, sino que profundiza la desconfianza ciudadana hacia la política. La sensación de que el poder no solo corrompe, sino que perpetúa la desigualdad, se consolida cada vez que la élite política recurre a prácticas éticamente cuestionables.

Por Álvaro Aguilar Bustos
Estudiante de derecho

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