Hernán Azócar Valdés
Redactor y fotógrafo freelance
Reside en Países Bajos desde 2005
Cuando con estupor me enteré del sangriento y despiadado ataque de Hamás el 7 de octubre del año pasado (podría agregar también psicópata y criminal, pero como decía el gran Huidobro, el adjetivo cuando no da vida, mata), mi primera reacción fue la condena incondicional del atentado y empatía con los civiles plagiados y sus desesperados familiares, mucho de ellos ciudadanos moderados o incluso pacifistas de los kibbutz cercanos a la frontera gazati-israelí.
Con el correr de los días, ya había entendido que los rehenes no les importaban un bledo a Netanyahu y su gabinete de guerra y que desde ese momento, para denunciar la desalmada represalia que habían emprendido principalmente contra la población civil de Gaza, tendría que escoger las palabras con pinzas, porque el menor desliz semántico podría costarme el mote de antisemita y acaso también mi trabajo, en un mundo digital donde ya prácticamente no existe la privacidad ni su separación de lo público.
Entonces, recurrí a repostear el contenido de judíos valientes a través de redes sociales y me convertí en caja de resonancia de activistas estadounidenses de Jewish Voice for Peace, de Naomi Klein, de ex soldados israelíes de Breaking the Silence —torturados por el TEPT-, y la vergüenza de las intervenciones de hijos de familias diezmadas en el Holocausto, como el médico y escritor Gabor Matè, o el renombrado profesor universitario Norman Finkelstein; de la rebeldía de los refuseniks Sofi Or y Tal Mitnick, adolescentes de la edad de mi hijo menor, encarcelados por negarse a la conscripción obligatoria israelí; y, más discretamente, de la confesión de mi mejor amigo en Ámsterdam, un colega judío de Nueva York, quien, a pesar de su estupor por ese sangriento ataque de octubre, me asegura que, de haber sido palestino y por ello despojado de todo, incluso de la vida de sus hijos, seguramente se habría unido a Hamás. Según él, Hamás no es la enfermedad, sino el síntoma de algo que lleva demasiado tiempo pudriéndose, al menos desde que Israel redibujó sus fronteras en 1967.
Yo también estoy harto, señor Waissbluth
Señor Waissbluth, no puede negar el documento filtrado en el que el Likud y por ende, la inteligencia israelí recomiendan fortalecer y apoyar financieramente a esta agrupación, a fin de entorpecer las conversaciones y propuestas de paz de los sectores más moderados de la resistencia palestina.
Lamento que esté harto de nosotros, fauna variopinta de izquierdas y que, además de mezclar peras con manzanas y chutear la pelota al córner con la izquierda woke y las feministas, enumere una serie de argumentos que la falta de evidencia ha reducido a la calidad de simples opiniones, pero que gracias a la libertad de expresión está en todo su derecho de expresar.
No obstante, creo señor Waissbluth, más que ingenuamente positivo, usted es maliciosamente parcial, porque el ofertón de sus propuestas, que por cierto nadie va a escuchar ni tomar en serio, incluye la devolución de los asentamientos creados en los últimos dos años. Cuanta generosidad. Además, el cese de hostilidades y presencia militar permanente en Gaza para luego celebrar elecciones libres con los Quisling palestinos dispuestos a participar en el tongo sionista. Y todo con el patrocinio desinteresado de Estados Unidos. De la solución de los dos estados, ni hablar. Mucho menos de las fronteras de antes de 1967.
Es que Israel es la única democracia en el Medio Oriente, mireoiga.
Cuando afirmo que su argumentación es maliciosamente parcial, me refiero al sherry picking que hace del fundamentalismo islámico de los talibanes con sus burkas y prohibición a las mujeres de estudiar más allá de la primaria, para luego presentarlo como una generalidad de todo el mundo musulmán y árabe, ergo palestino. Seguramente no se ha enterado de que ese sionismo tan empático con el derecho a la educación en el mundo árabe, ha reducido a escombros a 280 escuelas del Gobierno palestino y unos 65 centros educativos de la UNRWA, además de la Universidad Al Israa, dinamitada como las otras once universidades, entre vítores de los los chicos y chicas soldados del FDI, que viralizaron la barbarie en sus cuentas de Instagram y Tiktok.
A mediados de 2023, se estimaba que esta universidad albergaba entre 15,000 y 19,900 estudiantes, con una mayoría de mujeres inscritas, lo que reflejaba la creciente tendencia en Gaza hacia la educación universitaria femenina, especialmente en un contexto de altas tasas de cesantía para los jóvenes graduados. La universidad se había convertido en un espacio crucial de desarrollo y socialización para las mujeres palestinas.
Deploro el antisemitismo que usted sufre a diario en redes sociales, señor Waissbluth. No me malinterprete, sé muy bien que hay tarados que se atreven a decir que Adolf no terminó la pega, y que hay otros que incluso sacan la calculadora para explicarnos las “verdaderas matemáticas del Holocausto”. Hoy es el mismo Netanyahu el que le ruega a un hipócrita Estados Unidos y a Biden que lo dejen “terminar la pega” o “finish the job”, whatever that means.
Hablando de matemáticas, usted afirma que la matanza del 7 de octubre en un Israel que cuenta ocho millones de habitantes es equivalente a que, en una invasión desde la frontera de Canadá o México, se hubiera asesinado, torturado y violado a 30 mil norteamericanos. Imagínese cómo habría reaccionado la prensa y la cantidad de películas que ya habrían salido en Netflix o Amazon Prime si eso realmente llegara a suceder.
Pues bien, siguiendo con la extrapolación, según mis propios cálculos, los 43,000 muertos palestinos desde ese aciago 7 de octubre de 2023 equivaldrían a 729.130 muertos en Canadá, o bien, el 1,87% de su población actual. Personalmente, no le veo mayor sentido a debatir con cifras, sobre todo cuando el Occidente, cuyos valores usted tanto admira y defiende, nos ha dejado claro que no todas las vidas valen lo mismo.
Cruzo los dedos porque mi respuesta no le vaya a parecer antisemita, aunque a decir verdad, yo también estoy harto. Estamos hartos de que se nos cancele, de no poder hacer nada contra el abuso y su negacionismo. Hartos como el poeta chileno judío Radomiro Spotorno, que en un poema en la desaparecida revista Araucaria en los años ochenta, contaba cómo al llegar exiliado a Israel y verse contrastado con esos israelíes atléticos, empoderados y bien alimentados del FDI, se había sentido de inmediato identificado con sus “hermanos” los palestinos, desarrapados, tristes y vencidos, y había entendido de qué lado había que estar.
Cómo ignorar que han sido expoliados hasta de su etnicidad, porque a pesar de ser semitas y de no haberse movido de allí en los últimos dos mil años, el uso de los conceptos “semita” y “antisemitismo”, como el champagne francés, en Israel tienen denominación de origen, aunque el señor Netanyahu, quien a usted “le cae pésimo” lleve un año masacrando a miles de niños semitas que tienen la mala ocurrencia de ponerse entre las balas del FDI y las de Hamás, si es que no se trata derechamente de párvulos entrenados para el terrorismo fanático que usted denuncia.
Netanyahu el verdadero enemigo
No quiero alargarme innecesariamente en mi respuesta, ni creo que valga la pena contrastar cada punto de los que usted enumera en esta reseña minuciosa de su hartazgo.
El principal enemigo de los rehenes ha sido el gobierno del maléfico Netanyahu. La opinión pública israelí se ha dado cuenta muy tarde de que a Bibi y a su gabinete no les interesa la suerte de los rehenes y por eso no escatiman en lumazos y bombas lacrimógenas para dispersar las manifestaciones que exigen el canje y un inmediato cese el fuego. Ni hablar del controvertido protocolo Aníbal, aplicado durante los combates en el Kibbutz Be’eri, ese infame 7 de octubre, cuando un comandante de tanques israelí ordenó lanzar un obús contra una casa en la que milicianos de Hamás retenían a catorce rehenes israelíes, matando a trece de ellos. En el segundo de ellos, un rehén israelí de 68 años, Efrat Katz, murió por los disparos de un helicóptero israelí contra el vehículo que lo transportaba a la Franja de Gaza.
En rigor, sobre violaciones y niños decapitados, Israel no ha podido hasta ahora probar nada, ni siquiera en la Corte Internacional de Justicia de La Haya adonde llegó apertrechado de recursos y sofismas, lo que no quita gravedad a la espantosa orgía de sangre perpetrada contra civiles y niños desarmados y el infierno que deben de vivir a diario los pocos rehenes que siguen secuestrados en algún túnel de Gaza.
Yo también estoy harto y no soy el único, señor Waissbluth. Eduqué a mis hijos en el más profundo rechazo al odio racial. A mi hijo le regalé Si esto es un hombre de Primo Levi, para que lo leyera en el bus que los llevaba de visita de estudios a Auschwitz. Y hace unos 30 años unos neonazis me partieron la cabeza con un bate de beisbol en el metro de Estocolmo por meterme a defender a un pakistaní al que estaban matando entre siete. “Ahí tienes, judeschwein (cerdo judío)”, me gritó uno encolerizado, cuando me vio la sangre correr por la mejilla.
Esos mocetones de cabeza rapada, bototos militares y chaqueta verde hoy visten de cuello y corbata, se rebautizaron de Resistencia Aria y Conserva Suecia Sueca a “Demócratas de Suecia”, están instalados en el Parlamento y ahora son, como toda la ultraderecha y el neofascismo europeo, incluidos Le Pen, Wilders y el PVV holandés, Orbán, y los perlas de Alternativa para Alemania, los amigos y compañeros de ruta de Netanyahu y el Likud. Si usted los viera, es que se llevan realmente como poto y calzón.
Hablemos entonces de antisemitismo.
Un saludo cordial.