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La profunda crisis hídrica que Chile no quiere asumir

09 mayo 2024 | 09:34

Si queremos evitar los racionamientos -que hoy vive Bogotá- el próximo verano, es tiempo de empezar a llamar las cosas por su nombre: lo que hoy vive gran parte del país no es sólo una situación de escasez hídrica, es una crisis hídrica profunda.

Producto de la feroz sequía que afecta a Cataluña, la vitivinícola Freixenet tomó la radical decisión de suspender el contrato del 80% de sus colaboradores. En Marruecos, el embalse Al Massira, que abastece a ciudades como Casablanca y Marrakech y es crucial para el riego agrícola, ha disminuido su provisión de agua de forma alarmante, manteniendo sólo un 3% del recurso contenido hace 9 años.

Bogotá, en tanto, hace algunas semanas anunció que se quedó sin agua. Es tan dramática la situación que se inició una política de racionamiento, que está afectando a 7 millones de personas y que ha demandado que reparticiones del Estado dejen de funcionar algunos días para no usar más recursos.

Crisis hídrica en Chile

Y no tenemos que salir de nuestras fronteras para ser testigos de la sequía: las regiones del norte chico y centrales de nuestro país han vivido esta realidad desde hace decenios. Sin ir más lejos, a fines de marzo, se reportó que el embalse Cogotí, en la Región de Coquimbo, se secó por completo, mientras que se estima que en la comuna de Canela más del 80% de la población depende del camión aljibe que entrega diariamente 50 litros de agua por persona.

Investigadores del Centro en Ecología Aplicada y Sustentabilidad de la Universidad Católica, recientemente dieron a conocer un estudio que da cuenta de los impactos económicos de la mega sequía que atraviesa hace más de una década el país -entre las regiones de Coquimbo y Biobío, donde habita el 78% de la población del país-, estimando pérdidas por 1.200 millones de dólares sólo en materia de usos agrícolas y de servicios de agua potable -urbanos y rurales-, dejando afuera del estudio la afectación a otras industrias.

En una entrevista, uno de los investigadores a cargo del reporte aseguró que es clave poder identificar cuál será el punto de inflexión en el que los costos se dispararán producto de la escasez hídrica, pero advierte que debido a la falta de información hidrológica, no es posible establecer ese punto de manera adecuada en el futuro.

A este escenario, se suma la pronta llegada de La Niña a nuestro territorio, fenómeno meteorológico que en los últimos 100 años ha dejado algunas de las peores sequías en el país (como las de 1924, 1968, 1998 y 2019). Esto nos hace temer que el escenario hídrico del país en 2025 no sólo sea peor que el actual, sino que sea peligrosamente seco, en un contexto donde los derechos de agua entregados son en promedio 3 veces superiores al agua realmente disponible en las cuencas.

Las cosas por su nombre

Tenemos graves problemas de gestión, pues aún no se prioriza efectivamente que el agua que está disponible, se utilice para garantizar el derecho humano al agua y el equilibrio de los ecosistemas de los cuales depende el ciclo hidrológico.

Es cada vez más urgente contar con estrategias de adaptación y cuidado del agua: tener gobernanzas claras para cada cuenca, proteger los cursos de agua y las reservas de ésta de forma oportuna y actualizar la normativa para tener claridad del uso real del recurso desde distintas industrias y evaluar formas de hacerlo más eficiente.

Recordemos que más del 97% del consumo de agua total del país corresponde al de las industrias forestales, agrícolas y mineras, y sólo el 2% corresponde a agua potable y saneamiento. Sin embargo, en momentos de escasez, es ese 2% el que se ve más afectado.

Si queremos evitar los racionamientos -que hoy vive Bogotá- el próximo verano, es tiempo de empezar a llamar las cosas por su nombre: lo que hoy vive gran parte del país no es sólo una situación de escasez hídrica, es una crisis hídrica profunda, agudizada por la sequía, en la cual la gestión del agua es clave.

En este escenario, la búsqueda de protección de cursos de agua y glaciares no es ser ‘anti-desarrollo’, es abogar por la posibilidad de nuestra propia subsistencia.

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