En Chile, febrero suele ser un mes sosegado. O, mejor dicho, solía serlo: en la misma semana en que el expresidente Ricardo Lagos anunciaba su retiro de la vida pública, un enorme incendio de múltiples focos asolaba a Viña del Mar, Quilpué y Villa Alemana. Y cuando los ecos de la tragedia recién comenzaban a cesar, el expresidente Sebastián Piñera moría de forma trágica e inesperada en un accidente en helicóptero.
La incredulidad y las declaraciones altisonantes llenaron el coro de las primeras horas de esos días extraños, pero la coincidencia de tragedias colectivas y políticas) consiguieron algo más, algo casi imposible en esta era de intensa polarización: que las voces públicas pudieran coincidir y reconocer –por ahora, al menos- que la trinchera estaba desgastada. Con la catarsis social gatillada en medio de las crisis, la desgracia y la intersección ente el dolor público y la aflicción privada, la única mitigación posible sería una tregua.
Desde Pedro Aguirre Cerda, quién murió de tuberculosis o Juan Antonio Ríos, de cáncer, que un presidente no tenía un funeral en que las circunstancias trágicas volcaran a la población a ser parte de las exequias. Podría apresurarme y hablar de fervor popular, pero no: lo propio del pueblo chileno es una cierta tendencia a la moderación, un gusto por el decoro cívico y la participación entre curiosa y orgullosa ante los ritos republicanos.
Por su parte, la élite verá con incredulidad esta vuelta a las formas políticas del consenso, pero hay dos hechos: la reflexión del Presidente Boric sobre su antiguo rol como líder de la oposición al segundo gobierno de Sebastián Piñera señalándola como “en ocasiones fue más allá de lo justo y razonable”, y algo parecido podría decirse del ofrecimiento de asesoría al gobierno por parte del expresidente Piñera de cara a la reconstrucción tras los incendios de la V Región, convirtiéndose en el acto postrero de su vida política. Ambos, dan esperanza al regreso del fondo – y no sólo la forma – de la cooperación entre líderes de Estado, más allá de sus rivalidades políticas.
Por ello es que cabe preguntarse si acaso el feroz día a día de la política y la inminencia de un nuevo proceso eleccionario romperán más pronto que tarde este momento de conciliación. Esa es la paradoja triste de la moderación: reclamarla es virtuoso, llevarla a cabo es trágicamente difícil.