Las tres familias venezolanas que perecieron calcinadas en una construcción ligera con un único acceso en un precario asentamiento en el cerro Obligado de Coronel, en la región del Biobío, suman 14 personas. Ocho de ellas, niños. Un niño y siete niñas.
Es un drama que conmueve hasta al más duro por su crudeza. Pero es la realidad que viven de manera cotidiana los hijos de migrantes irregulares en Chile.
Los datos de la reciente encuesta CASEN 2022 lo advierten: la tasa de pobreza por ingresos de niños y niñas de 0 a 3 años nacidos fuera de Chile es de 29,2%, a diferencia de la de los niños y niñas de esa misma edad nacidos en territorio nacional que alcanza al 11,7%. Son 17 puntos de diferencia entre unos y otros.
Las autoridades y nosotros por nuestro trabajo en los territorios más vulnerables sabemos que los niños extranjeros reciben un número de identidad provisorio para acceder a la escuela (que no es lo mismo que a la educación) y, con ello, a alimentación. Ese número también les permite ser atendidos en los centros de salud familiar. Sin embargo, esos apoyos aislados y desconectados de todo el resto de sus necesidades, son menos que “el desde” que merecen simplemente por su dignidad de seres humanos.
Lo mismo debería aplicar a los adultos, pero no es así.
Si no nos espanta que no se cumpla ese “desde” con los niños, que son sujetos especiales de protección de acuerdo a todas las definiciones del derecho internacional en el mundo civilizado, menos parece importar lo que suceda con los adultos.
La crisis de la vivienda en Chile está llevando a todos los que carecen de techo a buscarse un lugar en el mundo a la desesperada. Por inseguro e insuficiente que sea. Hace una semana, la casa donde funcionaba la antigua hospedería de hombres de Iquique, se incendió. Al parecer, había sido tomada por varias parejas que vivían en situación de calle. Descubrieron una rendija y se colaron.
Afortunadamente, en ese caso, no hubo víctimas que lamentar. Pero es un ejemplo de la angustia que existe por tener una vivienda y que se traduce en la explosión de campamentos, el incremento de las tomas y la ocupación irregular de propiedades deshabitadas. En el caso de una familia, de una pareja con hijos, la necesidad se hace aún más extrema. Y a las personas migrantes esa situación los vuelve absolutamente vulnerables a la especulación, la codicia y la falta de escrúpulos.
¿Qué hacer para garantizar los derechos de los niños extranjeros y de toda la infancia vulnerable que hoy vive, juega y sueña en Chile?
Establecer un seguimiento estricto de los compromisos y conseguir que las cosas pasen: la ley de garantías de los derechos de los niños, la instalación de oficinas locales de la niñez, son claves. Aunque, sin duda, lo central es aunar esfuerzos y trabajar coordinadamente en la prevención y protección de la niñez.
Estructurar los esfuerzos en educación, salud, salud mental, trabajo, vivienda, entorno, redes y cohesión social con un propósito común. Nada de eso funciona por sí mismo; se trata de un trabajo intersectorial coordinado, que incluye a todos los organismos del Estado.
Por nuestro trabajo en terreno, siempre con los pies en el barro, conocemos los dolores de la primera infancia, de la chilena y de la extranjera que vive en Chile. Tenemos los diagnósticos. Sabemos cuáles son las acciones concretas y prioritarias. Pero, desgraciadamente, seguimos interactuando con un Estado parcelado y una falta de recursos impresentable.
Basta de instalar “mesas de trabajo” para responder a la tragedia y decidir qué hacer. Acá hay que establecer un grupo responsable de seguimiento que destrabe y acelere las acciones para hacernos cargo de verdad y lograr resultados concretos.