Quizá no quiso desafiar el vértigo de la altura, que obliga tarde o temprano a caer, o a resignarse en el cementerio de los olvidados. Cuando no tienes nada, no tienes nada que perder, dice él mismo en su canción Como una piedra rodante (Like a rolling stone). Bajo la misma letra pregunta cómo se siente estar solo, sin dirección a casa, como un completo desconocido, como una piedra rodante, después de haberse vestido bien y haber arrojado, arrogantemente, un centavo a los vagabundos.
El reconocido compositor no ha sido el único que ha despreciado un reconocimiento. John Lennon, David Bowie, Nick Cave, Marlon Brando y Sinead O’Connor recorrieron el mismo camino de la negativa, por citar a algunos. Llegado el momento de aliarse con la estructura oficial, prefirieron mantenerse fieles a la fuente que les otorgaba poder: la creación, la adhesión popular, el discurso disruptivo que los hacía sentir vivos, acordes al personaje que habían creado y que los llevaba a conservar una identidad.
Escoger el camino alternativo apunta a una cuestión de estilo y de estética. Desde los ochentas, quienes traspasamos la barrera de los cincuenta años, entendimos que la virginidad es una cosa medieval, como lo cantaban Los Prisioneros, y eso nos bastó para desembarazarnos de los juicios morales y movernos con cierta destreza en un mundo eminentemente mundano; con una clase especial de libertad que promovían los nuevos tiempos, los aires de libertad que incluso se respiraban cuando aún nos gobernaban los militares.
Es que no hay gobierno ni régimen político que pueda aplacar el movimiento constante del acontecer humano; las tendencias, el arte en su globalidad. Bob Dylan lo entendió desde joven, y así lo dice en su célebre Tocando las puertas del cielo (Knockin’ on heaven’s door):
Mamá, quítame esta insignia
No puedo usarla más
Se está poniendo oscuro, muy oscuro para ver
Siento como si tocara las puertas del cielo
Mamá, pon mis armas en el suelo
No puedo dispararles más
Esa fría nube negra está bajando
Siento como si tocara las puertas del cielo
Si Bod Dylan hubiese ido a recibir ese premio, el mayor de todos para algunos, su carrera se hubiese visto disminuida, como si un gran punto final arreciara de golpe, acabando con el alimento de su vida, con la energía de su voz, porque de alguna manera es un reconocimiento a la trayectoria, y nadie ha sido capaz de continuar bajo el camino fecundo de las ideas una vez alcanzado ese meritorio logro, salvo excepciones. Es cosa de ver los trabajos que produjo Vargas Llosa después de obtenerlo, el antes y el después resulta elocuente y demasiado distante, fraccionado de forma brutal, quizá, terminal. Su realidad literaria se asemeja a la imagen de un hombre muerto en el ring. La composición homónima de Los Tres calza perfecta para consagrar el momento del escritor caído en desgracia.
Un hombre muerto en el ring
Se hacen agua los ojos
El suelo, eterna compañía
Pero se secará bajo tierra
Golpe seco, brazos empapados
Se resbalan en el suelo
No esperaba, esperaba
Encontrarme en mi ataúd
Resulta peculiar que haya sido un cantante el ganador del nobel de literatura, aquel distante 2016. La decisión se justificó en la poesía que subyace a sus letras. Desde ese punto de vista, el reconocimiento no admite discusión, aunque nadie en la Academia contaba con que el artista aún conservaba la rudeza de antaño y eso es algo con lo que no se juega, que no admite intervenciones.
El Nobel iba a suavizar su rebeldía y su postura algo arrogante y contestataria, entonces no valía la pena, ese escenario no estaba construido para él, para el mayor representante de la canción de protesta que jamás se haya conocido. Bob Dylan seguiría poniendo la letra y música de las melodías de sus siguientes días, a su gusto, como él sabe hacerlo.