Las estrategias comunicacionales tiemblan frente a cada nuevo antecedente.
Los números no solo crecen en materia de dinero, sino también de involucrados, cuyo común denominador es, y terminará siendo uno solo: personas deshonestas que manipularon la institucionalidad para lucrar con fondos públicos.
Pero eso ya no es novedad en una polémica que ha invisibilizado dos grandes víctimas: las fundaciones y la ayuda humanitaria.
Como el sillón de don Otto parece que el discurso intenta llevar la culpa a las fundaciones y la institucionalidad que regula la asignación de recursos. Lo que va quedando en segundo plano es que no hay institución, regulación o ley capaz de estar totalmente blindada frente a personas deshonestas, y más aún frente a lo que algunos llaman “mecanismo” como forma de describir en realidad un “modelo de negocio”.
De esta manera terminamos en un escándalo tras otro, donde pareciera que la solución se encuentra en cambiar leyes y regulación, y de pasada dar un duro golpe a las “fundaciones”, pues resulta una fórmula que funciona al momento de evitar centrarnos en hablar de personas deshonestas, donde su actuación ha sido calificada por todos los sectores y el mismo gobierno como corrupta.
Una suerte de “empate” o punto de encuentro cuando la amenaza puede cruzar el colorido espectro político. Entonces entramos en un área compleja, que la construcción de un manto que oculta algo tan simple y grave como personas con nombre y apellido que están dejando dos grandes víctimas: instituciones que cumplen un rol clave en áreas de alta sensibilidad y preocupación social donde el Estado simplemente no es ni será capaz de llegar, y el efecto de ese trabajo, la ayuda humanitaria en cuanta catástrofe viven millones de personas, no solo frente a una inundación, terremoto, sino también ante la discriminación, la pobreza, y la ignorancia de aquellos que simplemente se han enriquecido con el dinero que debió beneficiar a los más desvalidos, a los sin voz. Esa es la real gravedad de lo que ocurre.
Pero parece que a algunas autoridades les resulta más fácil hablar de manera inespecífica, centrarnos en la regulación – siempre perfectible – y un tipo de personalidad jurídica – las fundaciones.
Eso genera un espacio conveniente para muchos, pues evita centrarse en algo clave para el desarrollo, construir una cultura de confianza donde el abuso de los espacios de imperfección – que siempre existirán – requiere ser sancionado social y políticamente, pues el daño generado en el presente y futuro en materia de ayuda humanitaria, puede ser tan catastrófico como el terremoto más destructivo, la inundación más grande o el abuso de aquellos que en silencio requieren de ayuda humanitaria y que hoy terminan siendo doblemente abusados por quienes encontraron en las fundaciones un espacio para “hacer caja”.
La gravedad de lo que ocurre está lejos de ser un asunto de carácter legal. Es mucho más profundo del clásico debate de si es o no un delito, en un país donde parece que seguimos avanzando en un camino donde buscamos que los tribunales de justicia, además de hacerse cargo de la administración de ésta, terminen también por hacerse cargo de la crisis ética y moral que muestra el actual escándalo.
Durante estas semanas me he preguntado cómo enfrentaremos la próxima catástrofe – que no es la cotidiana de la pobreza y que ya es bastante grave – cuando debamos levantar a una comunidad que ha perdido todo, pues a eso hoy se suma el haber perdido la confianza, uno de los pilares más relevantes en materia de gestión de emergencias y seguridad pública. Sin mencionar el trabajo en preparación y el desarrollo de comunidades más resistentes y resilientes.
Pero esto no es solo un tema de futuro, sino también del presente. Especialmente de aquellas fundaciones y ONG que “hacen la pega”.
Conozco varias que por décadas lo han hecho, y otras tantas que mes a mes buscan administrar las monedas para pagar sueldos que están lejos de ser suficiente para garantizar la construcción del capital profesional que merecen, y donde si no fuera por el compromiso profundo de sus miembros, incluso a costa de no disfrutar de beneficios que perfectamente podrían alcanzar en el sector privado, optan por poner en el centro a quienes sufren y requieren de una mano que ayude y acoja.
Me ha tocado ver personas que, por las circunstancias propias de la vida y los gastos que implica, han debido dejar fundaciones que hacen una tremenda labor humanitaria, pues los fondos no son suficientes.
Pero hoy el relato que se instala amenaza con estigmatizar a las fundaciones, pues la tentación por un discurso generalista que tiene aroma a llevar el debate a las alturas del “Everest”, evita centrarse en personas con nombre y apellido, que han torcido el sistema y que por esa misma razón deben ser sancionados social y políticamente.
Ahí está la verdadera sanción ética de lo que aún está en desarrollo y que tiene en estos momentos a muchos miembros de fundaciones y ONGs viendo cómo se les hace aún más difícil el camino en ayuda humanitaria por culpa de un grupo de “frescos” que levantando la bandera de ayuda social, en realidad solo mostraban el lado más oscuro de la búsqueda del lucro.
¿Qué nos depara la próxima semana, y la siguiente catástrofe? es difícil de saber, pues cada día puede ser peor.
El escalón que esta semana estamos a punto de subir en el deterioro cultural es pasar de tener clases de ética como condena judicial, a que sean un curso de inducción para todos quienes asuman un cargo de responsabilidad en un gobierno. Si es así, mejor cerremos por fuera.