En su primer discurso presidencial, el ex Presidente Aylwin dio un mensaje fuerte y claro sobre el diagnóstico de su gobierno respecto del panorama educacional de nuestro país, indicando que no habrá sociedad democrática si no se forma y prepara a las nuevas generaciones y no se dan las mismas oportunidades de acceso a una educación de calidad a nuestros niños y jóvenes.
Aquel punto de partida ha sido ampliamente compartido por todos los sectores políticos, los cuales han estado disponibles para ir realizando mejoras a la institucionalidad educativa de nuestro país.
No obstante, en el último tiempo hemos sido testigos de una verdadera involución, la cual tiene sumido a nuestro país en una crisis profunda de la cual pareciera que no podemos salir. Es más, la pandemia no solo agudizó aquella crisis, sino que desnudó las falencias que posee el sistema educativo en Chile.
Por ejemplo, se conoció la profundidad de la brecha de aprendizajes; la agudización de actos de violencia inusitada dentro de los establecimientos educacionales; crecieron los índices de deserción y ausentismo escolar; se ampliaron las problemáticas en el ámbito alimenticio y, finalmente, se produjo un alarmante retroceso, equivalente a 10 años en el aprendizaje de los niños, según las cifras del último SIMCE.
Estas problemáticas eran conocidas al inicio de la actual administración, la cual se suponía que poseía un compromiso indisoluble con la educación de todos los chilenos. No obstante, ello eran simplemente declaraciones y buenas intenciones que suenan bien, pero que no se han materializado en resultados.
Por lo mismo, se hacía crucial que se nombrase a un ministro de Educación comprometido, que tomase la iniciativa, que buscase soluciones y tomase medidas eficaces para enfrentar en el corto y mediano plazo esta difícil realidad, enfocando los recursos públicos y dando la urgencia que merece a una cuestión que pone en riesgo el futuro de nuestros niños y jóvenes.
Sin embargo, el ministro Ávila ha hecho todo lo contrario, pues se ha dedicado a imponer prioridades equivocadas, invadiendo ámbitos que deben ser tratados por las familias, como lo es la educación sexual y aspectos de la sexualidad de los niños y jóvenes. Ello ha sido realizado de forma indiscreta en algunos casos. En otros, de forma directa, entregando cuadernos que adoctrinan a los más pequeños, pretendiendo “enseñarles” una ideología que atenta contra sus conciencias como lo es la de género.
Pero de calidad, nada. Tampoco sabemos cuál es la opinión del ministro Ávila en torno a los mecanismos que nos permiten enfrentar las brechas de aprendizaje.
Por eso, fue un verdadero acto de responsabilidad cívica acusar constitucionalmente al ministro Ávila. El fundamento de la acusación fue simple: En buen chileno, el ministro no ha hecho la pega, incumpliendo inexcusablemente sus obligaciones, tanto así que ha habido momentos en que la alimentación de los niños y jóvenes en sus colegios ha estado en riesgo.
Hoy tenemos un ministro que hace noticia por sus desaciertos y negligencias, más que por sus éxitos. La verdad, el ministro Ávila no ha tomado conciencia del importante rol que le corresponde ejercer, dedicando su tiempo a hablar de los temas que sólo a él le importan, llevando a cabo una verdadera cruzada para imponer una ideología de género perturbadora de conciencias y avasalladora del derecho preferente de los padres a educar a sus hijos.
Ha llegado la hora de hacer responsables a quienes nos decían que venían a cambiar la educación. ¡Vaya que la cambiaron! Hoy Chile posee una peor educación que hace 10 años atrás. Ahora, le corresponde al Congreso Nacional determinar cuánta responsabilidad tiene en todo esto el ministro de Educación.