Es usual que en la cotidianidad política miembros de colectividades y representantes electos, o quienes buscan serlo, en todo tipo de instancias, utilicen elementos retóricos, estrategias discursivas y hasta falacias para abordar los cuestionamientos y emplazamientos de opinión pública. Esta práctica se ha visto posiblemente acrecentada por la proliferación de la idea de que existirían estructuras sociales sistemáticamente discriminatorias contra ciertos grupos de la sociedad, algo propio de la estrategia identitaria de abordar la política, con lo cuál, hay quienes presumen que algunos actúan por desdén o desprecio hacia lo que otros son.
Lo anterior queda en evidencia frente a las recurrentes situaciones en las cuales algún actor político se defiende de las críticas a sus acciones argumentando que aquellas críticas se originan por características de su esencia, es decir, por lo que se es y no por lo que se hace o deja de hacer. Así, son cada vez más habituales los titulares de prensa en los que se argumenta que una actuación política cuestionable lo sería en función del sexo, la pertenencia a un grupo étnico o la orientación sexual de la persona involucrada.
Lo cierto es que en nuestra historia como especie sí ha existido discriminación a grupos en política y claramente nuestro país no ha sido la excepción. Al mismo tiempo, la existencia de estos casos hace que el mal uso de este recurso genere un daño profundo: acusar discriminación cuando no existe, vacía de significado la palabra, quitando gravedad a las denuncias de las situaciones en las que sí exista. Por otra parte, es una entrada a un espiral, un debate público que se aloja en la falsedad y que, por consecuencia, no puede dar visibilidad ni solución a los problemas de la ciudadanía.
Es este segundo punto en el que vale la pena rescatar las ideas de “El Poder de los Sin Poder” de Václav Havel. El primer Presidente de la República Checa, ex Checoslovaquia, mundialmente conocido por participar de la “revolución de terciopelo”, fue un opositor al régimen comunista de su país.
En el libro mencionado habla del impacto que produce el sólo hecho de llamar a las cosas por su nombre, de “vivir en la verdad” y no en la verdad oficial, aquella que se impone por el poder establecido y que sin perjuicio de su aceptación, más o menos generalizada, no sería lo verdadero. Por el contrario, estaríamos en la situación de “vivir en la mentira”.
Resulta conveniente recurrir a Havel para analizar el impacto de un debate público no honesto: la sociedad se enriquece cuando se pueden llamar las cosas por su nombre, y se empantana cuando no. El espacio de discusión pública posee un rol fundamental dentro de los países, en especial en las sociedades modernas en donde está conformado por una serie de canales diversos y con los que una mayor cantidad de personas participan. De igual manera, y en concreto, cuando se critica a una parlamentaria por su posible relación con uno de los casos de mayor corrupción de la historia de nuestra democracia, y se tiene que su respuesta es algo del estilo “este es un problema entre dos hombres”, da a entender que se le critica por su sexo, en lugar de por las acciones que se entiende, pudo haber cometido.
Esto se ha visto también, por ejemplo, en torno a la ex convencional Elisa Loncón. Tanto durante el funcionamiento de la Convención como luego de su término, es recurrente que su defensa a las críticas sea alegando la existencia de un racismo subyacente que es el origen de los cuestionamientos y que, las críticas verbalizadas, escritas y publicadas por personas de diferentes sensibilidades políticas y culturales, serían una mera excusa para expresar dicho racismo.
Incluso si existiera un grupo de personas con dicha motivación, ¿extingue aquello la responsabilidad de sus acciones y dichos y, en consecuencia, las reacciones y críticas del resto de la sociedad?. La presunción de calidad de víctima, en política, ha sido muy aprovechada en nuestro país y, en consecuencia, el uso de estas falacias discursivas permiten una buena rentabilidad política.
En uno de los casos más recientes se tiene la acusación constitucional al ministro de educación Marco Antonio Ávila, donde el principal argumento del oficialismo en su defensa, fue que dicha acusación era una “acusación homofóbica”, aludiendo a la orientación sexual del ministro. Lo cierto es que hubo declaraciones cuestionables de diferentes actores durante la discusión de la acusación, pero aquello no quita el mérito de los argumentos expresados en el libelo o bien, de la crítica que pueda realizarse al secretario de Estado en función de su gestión. Aludir que la principal o única razón por la que se cuestiona a una autoridad eminentemente política es por su orientación sexual, e incluso cualquier otra razón relativa a su esencia, mina la posibilidad de un debate público serio, toda vez que invisibiliza las consecuencias de su actuar.
Si en nuestro país no se permite llamar a las cosas por su nombre, no se responde al emplazamiento y argumento con datos, certezas y contraargumentos y, en cambio, la autoridad, quienes ostentan el poder, acuden al cuestionamiento ciudadano con un alegato de discriminación para diluir o esconder las responsabilidades por su actuar, entonces se tiene un debate público vacío, sin sentido, que no es funcional a la democracia. Si el debate público no puede vivir en la verdad, entonces empuja a los ciudadanos a, al menos en una parte de sus vidas, vivirla en la mentira.