Para aquello, estos adversarios cuentan con poderes fácticos con respaldo económico difícil de precisar por su cuantía, con medios de comunicación alineados a esos propósitos, con un sistema de redes sociales organizadas con mensajes preconstruidos y sintonizados en su trasmisión simultánea y con un Parlamento cada vez más hostil y de mayoría opositora a veces respaldada con votos del propio oficialismo.
Este cuadro hace muchas veces imposible avanzar en los compromisos programáticos que se vislumbraban al inicio del Gobierno y que fueron parte de la propuesta que se hizo a chilenos y chilenas en la campaña y en los discursos de los primeros días. Colabora con esta situación una constante de errores cotidianos que facilitan el trabajo de la oposición.
Ha costado mucho a esta nueva generación que acompaña al Presidente entender los ritos de la administración pública y las formalidades y procedimientos que ello implica.
Pero parece que el problema más de fondo es que ha costado entender que la gestión adecuada y eficaz de la Administración es una exigencia de lo cotidiano que, muchas veces resulta más importante que los grandes temas del debate político público.
No cabe duda que el debate programático de los temas estructurales de la sociedad marca la impronta e identidad de un gobierno y por ello son propios de una nueva generación que llega al Gobierno premunida de una vocación transformadora. Pero ello no puede eludir que está llamada, y para eso fue electa, a enfrentar los problemas que en lo cotidiano aquejan a los ciudadanos.
Así, la adecuada combinación de la vocación transformadora se expresa en perseguir tenazmente los objetivos de cambio estructural que se comprometieron con la consideración que estos propósitos tienen que observar la correlación de fuerzas existente. Tanto en el Parlamento donde se generan estos cambios como en la subjetividad ciudadana, resulta clave para la ponderación de los objetivos la reserva de sus resultados y la meta real a conseguir.
En el actual cuadro de fuerzas, después del descalabro de la Convención Constitucional que significó un cambio drástico y sustantivo en el respaldo ciudadano al gobierno y a las fuerzas que lo apoyan, implica una consideración más realista de los logros a conseguir en lo programático. Pensar lo contrario, esto es insistir en las propuestas originales es de un voluntarismo destinado al fracaso. Alguien diría una forma de infantilismo. Habría que recordar la vieja frase de que por quererlo todo, se termina en nada.
Pero este esfuerzo de realismo sin renunciar a la vocación transformadora significa una construcción de prioridades posibles, una mejoría sustantiva en la relación del gobierno con sus coaliciones, una voluntad explícita de éstas para respaldarlo no sólo en lo declarativo, y en mi opinión, un esfuerzo de conectar con las inquietudes, aprehensiones, temores y preocupaciones ciudadanas, que más allá de su interés por lo público, tienen una genuina aspiración de respuestas oportunas y suficientes a sus problemas cotidianos.
Y en este aspecto, la gestión pública adquiere una relevancia especial. El debate constitucional es de la mayor importancia, pero enfrentar decididamente los problemas de delincuencia, de salud, de empleo, de vivienda y campamentos, de situación de calle, de infancia y abandono, entre otros, adquieren una dimensión política y social de tal envergadura que pueden hacer el cambio entre un gobierno exitoso a uno incompetente. Es un enfoque mas amplio de la seguridad y en eso la gestión de las autoridades de gobierno, a todo nivel, es esencial.
Esa es la debilidad que se debe enfrentar. Cada ministerio, cada servicio, cada repartición pública, cada agencia regional y provincial dependiente del gobierno tiene y debe tener una agenda de acciones a desarrollar en bien de su comunidad y sobre la base de problemas concretos que la aquejan. Sólo así se justifica su existencia. Sólo así se justifica su mandato.
Visualizar un gobierno comprometido, en acciones concretas, con las necesidades de la cotidianeidad ciudadana, implicará un cambio en la subjetividad adversa y mejorará las posibilidades de la vocación transformadora. Por el contrario, seguir pensando que todo lo arregla la nueva Constitución, o los grandes acuerdos, por cierto necesarios, pavimenta el camino a la inacción y al juicio de incompetencia que termina por sepultar las aspiraciones programáticas.
La clave está en la gestión pública. En el uso eficaz de todos los recursos con que se cuenta desde la Administración para asumir este deber. Para eso se fue electo y se entregó este mandato ciudadano.
Mas allá de la disputa política ideológica que siempre será necesaria, más allá de la gestión política de alto nivel en el Congreso que siempre será relevante, se requiere un énfasis particular pero muy importante en la gestión de las políticas públicas para que estas permitan resolver problemas y no estar dando siempre explicaciones, y en particular en las regiones donde este déficit es muy notorio.
Para esto no se necesitan nuevas leyes ni normativas. Se requiere voluntad y esfuerzo. Se requiere más calle. Y requiere menos preocupación por la interna y más preocupación por los gobernados. Sólo así se modificará la correlación de fuerzas en la ciudadanía y se recuperará credibilidad, lo que permitirá avanzar en los cambios necesarios y de fondo para una sociedad más justa y menos abusiva.