Una vez más, nuestro sistema de emergencias llega tarde, y en esta ocasión, impacta a bebés y sus familias. En un sistema que debió contar con una mejor preparación para así evitar su muerte.
Hoy esas familias, padres, han quedado marcadas por el resto de sus vidas y con la duda razonable de que se podía haber hecho más.
La crisis sanitaria ha escalado a una nueva crisis política, exponiendo las deficiencias de un sistema fragmentado que carece de la capacidad necesaria para hacer frente a emergencias. Su muldimensionalidad requiere un enfoque social integral y no son patrimonio exclusivo de una institución o profesión en particular.
Esta situación evidencia una falta de integración que las autoridades, una y otra vez, se niegan a reconocer y a enfrentar. Nuestra forma de gestionar emergencias está obsoleta y no se ajusta a la realidad ni a las expectativas de aquellos que confiamos nuestra seguridad a quienes administran el Estado.
El debate una y otra vez vuelve a centrarse en cifras y en la disponibilidad de camas, dejando de lado lo más importante: proteger y salvar vidas. Especialmente las de los más vulnerables, como los bebés.
Nuestro enfoque sobre cómo manejar las emergencias en el antes, durante y después del impacto, nuestro modelo de gestión, y nuestra cultura organizacional para afrontar cada fase del ciclo de vida de una emergencia, tiene décadas de atraso y resistencias al cambio.
Seguimos abordando las emergencias de manera reactiva. Nos limitamos a administrar los daños en lugar de anticiparnos y gestionar adecuadamente las fases de mitigación-prevención, preparación, respuesta, y recuperación. Como resultado, nos vemos atrapados en un círculo vicioso que tiene un impacto devastador en las vidas de las personas.
Luego, lo obvio se hace evidente: no lo vimos venir, nadie podía estar preparado, intentando encubrir esta falta de anticipación y preparación con excusas y argumentos débiles. Si tuviéramos un sistema en el cual las autoridades rindieran cuentas y se hicieran efectivas las responsabilidades técnicas y políticas, la historia sería diferente. Aquí reside el inicio del cambio, o bien, la continuación de un círculo vicioso que sigue cobrando vidas.
Se apuesta por el olvido, evadiendo los cambios necesarios que enfrentarían resistencias que se fortalecen cada vez que evitamos abordar la precariedad que incluso logra trascender a los distintos gobiernos.
No debemos olvidar que nos encontramos ante un grave problema de seguridad que, lamentablemente, se justifica con frases que, por sí solas, no solo deberían costarle el cargo a quien las pronuncia, sino que también revelan la fragilidad ética y humanitaria que guía las acciones de nuestro Estado frente a situaciones de emergencia. Olvidando rápidamente que no somos números y que cada vida importa.
Las camas hospitalarias representan nuestra última línea de defensa.
Logística, logística, logística, es algo que suele señalarse en Gestión de Emergencias, especialmente para destacar la necesidad de disponibilidad oportuna, especialmente al momento de la fase de respuesta. Pues el crecimiento exponencial de la demanda representa una amenaza constante que puede llevar al quiebre de stock de recursos. Este término se utilizó durante los momentos críticos de los incendios forestales de 2017, los de la temporada recién pasada, durante la pandemia y en la situación actual de alta demanda hospitalaria, especialmente en el ámbito pediátrico.
Por otra parte, volvemos a enfrentar los mismos problemas de comunicación de riesgo que tanto criticamos en el manejo de la pandemia. Sin embargo, este término se ha vuelto cada vez más abstracto y parece ser solo una excusa más. Una debilidad que incluso impacta directamente en el Derecho a Saber que tienen las personas sobre los riesgos, peligros que enfrentan y las medidas que se deben tomar.
Evitamos señalar que desde octubre pasado, la realidad en el hemisferio norte nos advertía de lo que se avecinaba para la temporada de otoño e invierno. La prensa internacional informaba sobre la compleja situación de circulación viral, el impacto en la población pediátrica y la alta demanda de camas hospitalarias en países desarrollados como Estados Unidos. Algunos medios en Chile también alertaron sobre esta situación.
Sin embargo, las personas responsables en el Estado demostraron una vez más su incapacidad para anticipar la tragedia.
Nuevamente nos centramos en administrar camas sin cuestionarnos si existe un enfoque claro en la gestión que priorice la protección y el bienestar de la comunidad, y que ponga algo obvio pero ausente del discurso, salvar vidas como la máxima prioridad en situaciones como estas.
Pareciera no asumirse que mientras la última línea de defensa es cuando una persona, en este caso un bebé, llega a una cama crítica, la primera es precisamente en el mundo social, donde el involucramiento comunitario a partir de la entrega de información simple y de alcance masivo puede salvar aun más vidas que la de un equipo médico.
Un reconocido periodista televisivo, al lamentar la muerte de una bebé de tan solo dos meses y criticar los problemas de gestión, señaló: “No importa si hay que pagar a una clínica. Con los impuestos que pago, me alegra que se utilicen para cosas como estas, y no para tonterías. Ahí es donde el dinero debe estar bien dirigido.”
Sus palabras enfocaron de manera más precisa y concreta el problema que algunas lamentables declaraciones, las cuales demuestran que no solo enfrentamos un problema de gestión, sino también un problema de visión en nuestro sistema de emergencias.
¿Cuántos recursos (impuestos) se destinaron a iniciativas como campañas agresivas de autocuidado, información y prevención desde marzo en adelante? ¿Cuántas medidas se implementaron para aumentar la vacunación a nivel nacional antes de mayo? ¿Cuántas campañas de promoción e incentivo para la participación comunitaria se llevaron a cabo, especialmente en el uso de mascarillas en lugares cerrados, transporte público y salas de clases, durante abril y mayo.
Pero nuevamente surgen explicaciones basadas en promedios y comparaciones que parecen justificar ciertos niveles aceptables de muertes, olvidando que el propósito fundamental del Estado y de quienes trabajan en él debería ser proteger y salvar vidas.
Todo esto es ajeno a cualquier sistema de emergencias moderno que busque cumplir estándares éticos y tener un enfoque humanitario mínimo.
Nadie nos exige lo imposible, y eso no se debe olvidar durante los análisis y los procesos de mejora continua. Sin embargo, es urgente reconocer nuestros errores y hacernos cargo, para poder corregirlos.
La información disponible desde el último trimestre de 2022 nos permitía proyectar un escenario peor y posible.
Las medidas de preparación son conocidas y se han implementado en diversas emergencias, desde las “campañas de invierno” hasta las pandemias por H1N1 y COVID-19. No me refiero solo a la gestión de camas, sino a las acciones más importantes que permiten manejar la emergencia en las fases de mitigación – prevención. Estas acciones requieren un enfoque social multidimensional, en lugar de uno fragmentado en la que una institución en particular parece sentirse dueña de la emergencia, sin mencionar que la que supuestamente es la institución “experta” en gestión de emergencias –SENAPRED– brilla por su ausencia.
Una vez más, llegamos tarde, no por ignorancia, sino por elección, y nadie se hace responsable. La historia se repite.