“Oye, intenta traer también alguna historia positiva” es una muletilla que nos lanzan los compañeros cada vez que alguno de los que formamos parte del equipo de comunicación de MSF salimos a los proyectos. También es un clásico de los periodistas cada cierto tiempo. Sobre todo, en Navidad y en verano, cuando la información supuestamente debe ser fresca y ligera, como si la realidad también se fuera de vacaciones.
Historias positivas, de superación, con final feliz. Buscarlas y recogerlas desde la guerra de Yemen, los combates en Cabo Delgado (Mozambique) o desde la ruta mortal del Darién, entre Colombia y Panamá, donde cada semana cientos de migrantes se juegan la vida bordeando despeñaderos y enfrentando las crecidas de los ríos, no es tarea fácil. “Pero tiene que haberlas, claro que tiene que haberlas”, te dices. Me lo decía, en este caso, a finales de febrero, cuando entré en Ucrania desde Eslovaquia, un año después del recrudecimiento de la guerra.
Tras varios días de viaje por carretera llegamos al sureste del país. Desde allí visitamos Liubomyrivka, un pequeño enclave en la región de Mykolaiv, cercano a la ciudad de Kherson, para evaluar las necesidades médicas y humanitarias de los pocos que allí habían quedado. Nos recibió su alcaldesa, Nadiya Heorhivna. “Venid, así entenderéis la magnitud de mi tristeza”. Nos llevó hasta la escuela. O lo que quedaba de ella. Había sido alcanzada por los ataques hacía unos meses y sólo una parte del edificio se mantenía en pie. Afortunadamente, fue de madrugada y no había niños ni nadie dentro. Pero ahora los pequeños no tienen donde reunirse ni jugar. También estaba ahí el único búnker.
Liubomyrivka es uno de los muchos pueblos y ciudades que quedaron atravesados por el frente de guerra. En estos lugares, los que pudieron huyeron, sobre todo los más jóvenes. Otros, sobre todo los mayores, se quedaron, bien porque no tenían cómo huir o adónde hacerlo, bien porque se negaron a abandonar el lugar donde llevaban viviendo toda la vida. Una muestra de resistencia a medio camino entre la tenacidad y la inconsciencia. Desaparecieron los vecinos y los familiares. También los que trabajaban el campo y aquellos que atendían los mostradores de las tiendas. También los sanitarios se fueron. Cerraron las farmacias y los centros médicos. Algunos de estos, incluso, fueron atacados, dañados y destruidos. Tal y como recogimos recientemente en uno de nuestros informes, en las zonas de la región de Kherson retomadas por las fuerzas ucranianas, como es el caso de Liubomyrivka, 89 estructuras médicas sufrieron daños que impiden hoy su funcionamiento, dejando a más de 163.000 personas sin atención médica.
En Liubomyrivka no quedó nadie. De 600 habitantes pasaron a ser solo una cincuentena. Ahora, con los combates desplazados hacia las zonas bajo control ruso, aquellos que se fueron empiezan a regresar. No deja de ser una buena noticia; pero Nadiya es consciente de que las necesidades son grandes. Hay que reconstruir las viviendas y el material escasea. Y lo peor: no hay quien cultive el campo. No porque no haya manos: con los que han regresado son ya unos 200 vecinos. Pero los campos están minados y no es seguro salir a trabajarlos.
Le pregunto finalmente si, en este año aciago, hubo algo que rescatar: alguna pequeña historia que le arrancara una sonrisa, quizá un amago de alegría entre tanta miseria. “Tal y como están las cosas…”, dice antes de torcer el rostro en una mueca que apunta un reproche. Enmudecemos. Me acerca por enésima vez una caja galletas y chocolates y, al retirarla, desvía la mirada más allá de la ventana de su despacho.
“¿Una alegría? Una alegría es ver a la gente regresar. Hubo un momento en que tuve miedo de que nadie lo hiciera y el pueblo terminara por desaparecer. He vivido aquí toda mi vida, ¿sabe? Y quiero que este lugar prospere. Es lo que estoy viendo ahora con los vecinos que regresan, cómo nos ayudamos unos a otros. Es bonito, y es precisamente este tipo de cosas las que siempre me han hecho feliz.”
“Claro que las hay”, me dije al despedirme. Claro que las hay.
Metralla en el hospital
La doctora Viktoria Baranyuk muestra en la palma de su mano un fragmento de metralla. Apenas dos siniestros y oscuros centímetros que se retuercen entre sí formando unos cantos afiladísimos. Viktoria dice que lo recogió del suelo de su despacho en el hospital de Novyi Buh (Mikolaiv) una mañana de mayo del año pasado. Los combates tronaban cerca y aquella esquirla no fue la única. Bombardeos, proyectiles y heridos llegando desde Kyiv, Irpin y Bucha, a cientos de kilómetros de allí. Carreteras cortadas y familias enteras encorsetadas entre fuego de artillería y hogares convertidos en escombros y jirones de tela.
Las consecuencias más graves de esos días, cuenta la doctora, no son los daños ni los heridos, sino aquello que no se ve. Lo corroboran también nuestros equipos cuando acceden a lugares como Novyi Buh. Cuadros de ansiedad, depresión, luto, insomnio, estrés postraumático… Muchos de nuestros pacientes reconocen que no creían que esta guerra fuera a durar tanto. Otros asumen que quizá no vuelvan al lugar del que salieron. Y, si lo hacen, no saben qué van a encontrar allí. ¿Seguirá mi casa en pie? ¿Seguirá mi padre vivo? ¿Lo estará mi madre, mi hermano…?
Viktoria es optimista. Sonríe durante buena parte de la conversación, incluso cuando narra los días más duros del hospital. Cuenta que no dejó de funcionar un solo momento, contra reloj, sí, pero atendieron tanto a heridos como a embarazadas. Por un segundo concede que hubo quien salió rápidamente de allí (cómo no). Pero fueron solo unas pocas personas, dice, y la mayoría volvieron al poco tiempo, para arrimar el hombro como el que más. “Esto nos ha unido, hemos trabajado juntos y nos hemos ayudado como nunca. Cuando la guerra acabe, porque esto acabará, seremos mejores que antes, habremos crecido, estaremos mejor”.
Claro que las hay.
Compañeros afectados
Dima es un tipo grandote, de barba poblada y mirada limpia. Da unos apretones de mano que dejan los huesos a punto de quiebre y unos abrazos improvisados que reconfortan sin remedio. Es un buen tipo y nadie diría que detrás de esa sonrisa franca está el recuerdo de los terribles ataques a Kramatorsk. De allí salieron su mujer y él hace unos meses, casi los mismos que lleva trabajando con nosotros como operador de radio. Pero quedaron sus padres, ya mayores. Dima cuenta que hablan con frecuencia, ellos desde el búnker y él desde nuestra base en Kropyvnytskyi, en el centro del país. “No quieren salir de allí, dicen que es su tierra. Dicen que saben que pueden morir, claro, pero insisten en que allí está su hogar y que de allí no se van”. Y él, Dima, dice que sí, que claro que les entiende, pero que no es fácil, no.
Dima es también un hombre agradecido. “Este trabajo es fantástico”, apunta. Cuenta que el día a día en ciudades y núcleos como Kropyvnytskyi te puede desconectar de la realidad, pero, a poco que sales con los equipos a un asentamiento de desplazados o a un hospital, entiendes rápidamente la situación que atraviesa este país. “La gente necesita hablar, necesita ayuda psicológica. Han visto a familiares morir… Y ellos mismos llevan meses no viviendo, sino intentando no morir. En este sentido, lo que nosotros podemos ofrecerles, más allá de toda ayuda, es esperanza. Miro el color blanco de nuestros chalecos y pienso en eso, en algo que brilla en medio de tanta oscuridad.”
Y esperanza es lo que le sobra a Dima. A menudo, piensa en cuando todo esto acabe y pueda regresar a su tierra y poner en práctica todo lo que está aprendiendo este año. También en encontrar un hogar y, sobre todo, en formar una familia más grande: sueña con tener una pequeña. “Yo era un poco trasto, así que, sí, mejor una niña.”
Claro que las hay. Siempre las hay.