El precio de nuestra indiferencia colectiva frente a la contaminación del aire en Santiago son los pulmones devastados de nuestros niños. Equipos de expertos luchan todo el invierno en las UCI pediátricas para mantener abiertas las vías respiratorias infantiles. Esto es “pan de cada día para nosotros”, me comentó un doctor de la UCI con mucha experiencia, explicando que aquí en Chile existe una gran expertise en el manejo de problemas respiratorios infantiles debido al aire tóxico que respiramos. Y el problema es peor aún un muchas regiones.
Cuando me mudé a Santiago por primera vez, recuerdo haberme horrorizado al descubrir que la mayoría de los hijos de mis amigas parecían vivir al borde de la crisis respiratoria, dependientes de inhaladores para respirar o para superar el próximo resfrío. Lo que era aún más horroroso era cómo se encogían de hombros ante esta situación como si fuera completamente normal. Como si dañar permanentemente las funciones vitales de tu hija fuera solo una parte desafortunada de la vida familiar cotidiana, similar a tener que levantarse temprano para llevar a los niños al colegio.
Por supuesto, cabe decir también que hubo una infección viral que provocó que mi hija pasara 8 días en la UCI conectada a ventilación mecánica. En su caso, fue el virus sincicial. Y, por supuesto, para ningún episodio individual de obstrucción pulmonar severa la ciencia puede determinar la contribución exacta hecha por respirar aire tóxico regularmente. Pero esto no significa que la ciencia a nivel poblacional no esté clara. Lo está. De manera impactante.
No solo los pulmones dañados por el smog son más propensos a enfermedades virales, asma y obstrucción crónica, también sufren estas aflicciones de manera más intensa y con peores resultados a largo plazo. Y aunque inhalar una pequeña cantidad de partículas de carbono hoy, mañana y pasado mañana no dañará a nadie, los efectos de la exposición crónica a nivel poblacional son catastróficos.
Los mejores estudios científicos encuentran que la contaminación del aire exterior causada por la quema de combustibles fósiles actualmente mata entre 7 y 8.7 millones de personas al año. Si se suma a esto el número de muertes causadas por la contaminación del aire interior, el aire tóxico que respiramos fácilmente mata más de diez veces el número de personas que la gripe en cualquier año. Dicho de otra manera, la contaminación del aire está matando a unas veinte mil personas en un día promedio, sumando una cifra anual de muertes globales que hace que todas las muertes acumuladas hasta la fecha por Covid-19 parezcan insignificantes. Estos números son impactantes. Desafían la credulidad. El lenguaje de la catástrofe apenas da abasto.
Entonces, ¿qué explica nuestra general indiferencia ante la muerte prevenible en una escala tan monumental? Es, por supuesto, complejo, pero sabemos que cuando se trata de daño y riesgo, nuestras percepciones están lejos de ser racionales. Uno podría incluso pensar en el síndrome de la rana hervida. Si una rana toca una olla de agua hirviendo, saltará inmediatamente, salvándose a sí misma. Si, por otro lado, aumenta lentamente el calor, simplemente se acostumbra a su baño caliente y eventualmente morirá hervida. En términos técnicos, el “sesgo de normalidad” es una cosa real, así como la novedad de los nuevos daños y amenazas a menudo nos lleva a sobreestimar su importancia. Debe añadirse que nuestra dependencia de la imaginación visual tampoco nos ayuda mucho, ya que es difícil para la mayoría de nosotros imaginar cómo se ve la muerte por smog, aunque es deprimentemente común, y adopta muchas formas.
Pero, lamentablemente, la muerte es solo el comienzo de la historia. Empeora. Dejando de lado la mortalidad, la exposición rutinaria a aire tóxico (que contiene más de 5 microgramos de partículas por metro cúbico según el estándar actual de la Organización Mundial de la Salud), está fuertemente vinculada a derrames cerebrales, ataques cardíacos, muchos tipos de cáncer, demencia, parto prematuro, daño cognitivo, pulmones atrofiados, asma, aumento de la violencia, enfermedades psicológicas, autolesiones, atrasos en el aprendizaje y daño a cada órgano y sistema de órganos del cuerpo. El daño medible comienza en el útero y se acumula desde allí. Los niveles de smog que gatillan estos males son los niveles a los que nuestros niños están expuestos en Santiago de Chile durante todo el invierno y, de hecho, durante la mayoría del año.
Muchos señalarán que la contaminación del aire en Santiago ha mejorado en las últimas décadas, con una mejor gestión gubernamental y más restricciones a la industria, la calefacción y la circulación del tráfico. Este progreso es ciertamente alentador y debe ser reconocido. Pero esto no es un argumento para justificar nuestra continua ceguera ante los miles de vidas dañadas, deformadas o terminadas cada año en este país por la inhalación repetida de aire tóxico. La muerte, el sufrimiento y la enfermedad causadas a las y los chilenos por el smog superan con creces tanto el daño actual como el daño anticipado a corto plazo causado por el crimen, el Covid-19 y el cambio climático combinados. Y sin embargo, no actuamos como si así fuera.
Al final, la complacencia es una elección. Si podemos movilizarnos por una constitución, o para tomar medidas más agresivas contra el clima o el crimen, ciertamente podemos elegir movilizarnos para exigir aire más limpio, para nosotros y sobre todo para nuestros hijos. ¿Por qué seguir haciendo oídos sordos a sus gritos, mientras, todo el invierno, luchan por respirar? ¿No sería mejor escucharlos?