Imaginemos que en la excavación de la línea 7 del Metro -hoy en ejecución- aparece un depósito de diamantes. ¿Cómo hacemos para que la sociedad chilena obtenga el máximo beneficio de tan formidable descubrimiento?
Una opción es que los mine el Estado, ya sea ampliando el giro de Metro, convocando a la familia De Beers -experta en diamantes- a un joint venture o intentar que el Congreso apruebe una ley que cree la Empresa Nacional de Diamantes. Al frente, la otra opción es licitar los derechos a minar el depósito a la propia familia De Beers, sus competidores y otros emprendedores que quieran desafiar a los incumbentes, cobrándoles, además de los impuestos generales, un royalty por las utilidades que puedan generar.
La intuición pega muy fuerte: si el Estado se dedica a la minería de diamantes, los chilenos nos quedamos con el 100% de las utilidades. En cambio, si concesionamos el depósito, el Fisco recaudará solo una parte de los beneficios generados.
No hay donde perderse; problema resuelto. ¿O no?
La verdad, no: las utilidades son siempre contingentes, pues dependen de cuán eficientes seamos para generarlas. Y en el campo de la eficiencia, el aparato público debe lidiar con tensiones que los expertos en diamantes no tienen. Sólo por nombrar algunas: como administran el dinero de los contribuyentes, las entidades públicas deben estar sometidas a mecanismos de control mucho más rígidos para desincentivar la tentación cleptómana, derrochadora o dilapidadora (como, por ejemplo, los juicios de cuenta de la Contraloría General de la República).
Del mismo modo, los emprendimientos estatales no desaparecen cuando fracasan -como sus pares privados-, sino que pasan a soportar a cientos o miles de personas con cargo al erario público que financian nuestros impuestos. O bien, las pérdidas de capital humano que se generan en ciclos políticos de alternancia con cada cambio de gobierno.
Estos no son problemas puntuales que podamos resolver con inteligencia y voluntad política. No; son estructurales y ningún gobernante podrá salvarlos. Tal como no podemos eliminar todos los lomos de toro, porque lo que priorizamos en ese caso es la seguridad por sobre la eficiencia en el desplazamiento, tampoco podríamos eliminar los ciclos políticos, porque lo que priorizamos es la democracia y simplemente debemos vivir con el hecho de que cientos de iniciativas serán descontinuadas y miles de millones de horas de trabajo se perderán.
A las fricciones propias de la gestión pública se suma otro motivo por el cual -siguiendo el ejemplo del Metro y los diamantes- los chilenos podríamos recaudar más convocando “diamantólogos” que creando empresas públicas que los minen por nosotros: la experiencia. Las décadas de trabajo sistemático conceden una expertise que no se gana de un día para otro. Es la misma razón por la que, para la mayoría, resulta más conveniente llevar la bicicleta al taller y pagar por ello, antes que pasarse horas y horas aprendiendo a regular los cambios en casa.
Agreguémosle un factor más: si sabemos que los diamantes están en su precio más alto, pero que su valor después de los próximos diez años es incierto, y las proyecciones apuntan a la baja, los expertos en diamantes sacan más ventaja porque podrán aprovechar el boom más rápido generando más utilidades e impuestos que beneficiarán al Fisco.
Si usted es un devoto de las empresas públicas, es muy improbable que hasta aquí se haya persuadido del argumento expuesto. Si tal es el caso, ¿cómo se explica entonces que la incursión estatal en gas licuado, pensada para vender más barato dicho producto y con precios de balones de 15 kilos que se anunciaban en torno a los $15 mil, condujera a balones a $117.000 por unidad, generando cuantiosas pérdidas para los accionistas de ENAP, que somos todos los chilenos?
Aun cuando una parte de dichas pérdidas se deban a los costos hundidos que involucran comenzar en un negocio del que no se tiene estructura ni conocimiento previo, es evidente que las fricciones de gestión y la inexperiencia de ENAP explican parte relevante del fracaso del emprendimiento.
Después de esta experiencia cabe entonces preguntarse si, de cara a la Estrategia Nacional del Litio, es razonable seguir creyendo que el amplio predominio estatal propuesto por el gobierno es la mejor opción para alcanzar el objetivo que todos compartimos de maximizar las rentas para el Estado, es decir, para todos los chilenos. El riesgo está presente: un “litio a precio justo”, que termine desaprovechando la enorme oportunidad que tenemos en frente y que, por ese efecto, culmine perjudicando a quienes se busca beneficiar.