“Disfruten este sol de invierno”, decía con optimismo un lejano 12 de agosto de 2019 el entonces Presidente Sebastián Piñera, anunciando la promulgación de la ley “Chao Cables”, una iniciativa legal que buscaba obligar a las empresas a retirar los miles de cables en desuso que plagan casi todas las ciudades del país. “Hay que amar a las ciudades”, continuó su discurso Piñera, sacando a colación una frase de Gabriela Mistral, en un arranque de inspiración literario que se ha convertido en un clásico entre los últimos presidentes.

La historia que siguió es conocida. En sólo unos meses llegaría el Estallido Social. Lejos de llenarse de amor, las ciudades se convirtieron en campos de batalla y de los cables poco más se supo, ni menos de una ley que sigue siendo letra muerta, con un reglamento para implementarla que permanece ausente a casi 4 años ya de su nacimiento.

La maraña de cables que cubre y oscurece el horizonte urbano, y la consecuente incapacidad y decidida para eliminarla, es sólo una muestra más de la negligente conducción de autoridades de distinto rango para resolver problemas cotidianos que parecen esconderse debajo de la alfombra.

Peor aún es el caso de la crisis de la basura, los desechos viajan cada vez más lejos. Quizás si el ejemplo más gráfico del descalabro sea el viaje de más de 600 kilómetros que realizan decenas de camiones con 11 mil toneladas de basura al mes que salen de Chiloé hasta su destino final en Los Ángeles. O la pesada carga que desde hace unas semanas carga ahora Chillán Viejo, porque comunas del Gran Concepción como Talcahuano y Hualpén ya no tienen donde llevar las suyas tras el cierre de Hidronor y deben entonces mandar sus desechos lejos. Sí, a otra región. A Ñuble.

El Gobierno ha echado mano entonces a la billetera para apaciguar los ánimos. Una billetera que lleva el nombre de Subdere y que ha permitido inyectar cuantiosos recursos para paliar la crisis, maquillarla, en realidad, porque para evitar que la basura colapse las ciudades se financia enviarla cada vez más lejos, acortando la vida útil de los rellenos sanitarios restantes e impactando en comunidades y territorios que jamás pensaron en convertirse en receptores de basura.

Es el resultado de décadas de falta de planificación y de ausencia de decisiones, con autoridades que han evitado asumir costos. ¿Quién quiere hacerse cargo de la basura en su territorio? Con decenas de rellenos sanitarios funcionando contra el tiempo y, lo que es peor, cientos, sino miles de vertederos clandestinos multiplicándose como una epidemia, el panorama es desalentador.

Con los cables, y también con la basura, muchos han elegido dar vuelta la cabeza y mirar para otro lado. Podríamos seguir, por ejemplo, con los humedales, una noble bandera de lucha de movimientos sociales y ambientalistas que, sin embargo, han guardado un extraño silencio ante la destrucción sistemática cuando de rellenos y tomas ilegales se trata. Ahí están los casos de los humedales de Lenga o Colcura, devastados sin que nadie, o casi nadie, reclame mucho.

Y es que, al final del día, cuando pasa el barullo y se apagan los discursos afiebrados con remembranzas de poetas y héroes, todo sigue más o menos igual. Los cables y su maraña, la basura y la ineficiencia, las tomas y el silencio cómplice. Un país a medias.

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