Este caso nos remite a una discusión muy actual de la que surgen interrogantes en relación a la sana convivencia entre fe y política en el espacio público. Para el filósofo alemán, Jürgen Habermas, existe una tradición pública de fe indiscutible en la sociedad contemporánea. Habermas destaca que la búsqueda de una sociedad mejor y que rescata la dignidad de cada persona “es el legado directo de la ética judaica de la justicia y de la ética cristiana del amor”.
En la historia occidental, los valores cívicos del cristianismo se tradujeron en instituciones ciudadanas impregnadas de bienestar social y amor por el prójimo; de este modo nacieron universidades, orfanatos, hogares de ancianos, escuelas, obras de artes, arquitectura, letras y ciencias modernas. En política la lista de ejemplos es extensa y los ejemplos interminables; por nombrar algunos tenemos a Martin Luther King Jr., William Wilberforce, Condoleezza Rice, Abraham Lincoln, entre muchos otros.
Sin embargo, varios de aquellos que aportaron con sus valores de fe y principios a sus comunidades hoy no habrían podido hacerlo. La cultura de la cancelación a los valores de fe y de convicciones personales se ve puesta en tela de juicio por muchos que hipócritamente y en un afán de superioridad moral se autoproclaman paladines del progresismo y del libre pensamiento. El miedo al otro, y las actitudes intransigentes que ridiculizan no solamente al que tiene una creencia, sino que a cualquiera que posee convicciones o que pretende ser coherente con un ideario de vida, terminan por debilitar el derecho a la libertad de conciencia, creencia y expresión.
Quizás no es este el tiempo de admirar a aquella persona que procura ser coherente con las convicciones políticas, culturales o religiosas que dice enarbolar. Y al parecer, suele ser más compleja de visualizar aquella consistencia de ideas y acción en los que representan proyectos ciudadanos en la arena política. Una leyenda popular concede a Groucho Marx la frase: “Éstos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros”. Sea por una cuestión de intereses y acomodos a los vaivenes del poder de turno o por la necesidad de no ser rechazados en las redes sociales, muchos están dispuestos a cambiar sus principios restando virtud al hecho de un liderazgo público congruente.
Se hace normal los bruscos cambios de opinión y la disfuncionalidad política en un panorama social muy inquietante. En la reciente historia de Chile, no tenemos registro de un Presidente con tantos cambios de opinión, ánimo, e ideario: el Boric revolucionario diputado punk y refundacional dista mucho del Boric que recibió la banda presidencial en 2021 junto a Izkia Siches y una mayoría de aprobación entusiasta. La mutación de 2023 incluye cambios de libreto mayores; tras haber perdido dos elecciones constituyentes y con toda la maquinaria del Estado a su favor, el rechazo a la gestión de su gobierno crece, y con ello, los cambios resultan ser mayúsculos.
Ya no se habla de los “presos de la revuelta” sino de la “grave crisis de seguridad”, el estado de excepción en La Araucanía ya no es criminalizar al pueblo mapuche, ahora la inmigración debe ser controlada de manera urgente, bienvenido el TPP11, y “un nuevo retiro sería desastroso para el panorama económico nacional”. Las críticas surgen desde su propia coalición, recordar que hace un par de semanas Lautaro Carmona, secretario general del Partido Comunista (PC), afirmó que el presidente Gabriel Boric envió señales que generan “contradicción”, aludiendo al respaldo que entregó el mandatario a Carabineros durante el Día del Joven Combatiente. En definitiva, la mayoría de los expertos señalan que al final del camino errático el resultado no es nada menos que el crecimiento de niveles de desconfianza y desaprobación.
En palabras del pensador Byung Chul-Han, nos encontramos en la era de política de la complacencia y no de las convicciones. La política de la complacencia tiene por objetivo “caer bien a todos” y para eso no hacen falta convicciones; es más, cuantas menos se tengan, mejor, para ir cambiando de opinión. Los que mantienen sus convicciones primordiales ante cualquier escenario realmente son especies en extinción.
Un caso ejemplar fue el que se suscitó en las últimas elecciones para Primer Ministro en Escocia: Kate Forbes, Ministra de Finanzas Públicas, corría con mínima ventaja para conseguir la primera magistratura. En resumen, perdió. ¿Cómo se derrumbó esa ventaja electoral? Para algunos se debió a que Forbes declaró abiertamente su fe cristiana y su respeto al valor de la vida del que está por nacer. No se juzgó su excelente gestión fiscal ni su modelo eficiente para paliar los efectos macroeconómicos postpandemia. No, aquellos argumentos no fueron relevantes para evaluar su gestión.
Tras la elección en Escocia, y la derrota de Forbes, quedan sus convicciones: “Soy una persona antes de ser político y esa persona seguirá creyendo que estoy hecho a imagen de Dios. La política pasará”. Quizás eso necesitamos, una política de gente madura que se atreva a dialogar con altura de miras, respetando las diferencias, pero sin vender sus convicciones ni intercambiar sus valores por miedo o rechazo a ofenderse por las ideas del otro. O como en el caso del profesor Silva, el modelo de vida que remite a Jesucristo. Uno que decidió ser coherente con lo que enseñó, y a un alto costo, servir y dar su vida por amor a muchos.