En esta columna se sostiene que las consecuencias de las decisiones tomadas por el Estado podrían acarrear graves resultados para los usuarios del sistema de salud privada, sin que estos tengan responsabilidad alguna en la delicada situación en la que han quedado después del fallo de la Corte Suprema. Se sostiene también que en este conflicto de intereses económicos y políticos el Estado, principalmente, tiene una responsabilidad moral ineludible de la cual en modo alguno puede abdicar.

El fallo de la Corte Suprema sobre las obligaciones de las Isapres con sus afiliados y con el Estado ha dado lugar a una fuerte y compleja polémica entre estas instituciones privadas y el gobierno. También han intervenido parlamentarios y exautoridades de la ex Concertación y de los gobiernos de Sebastián Piñera.

En resumidos términos, para hacer frente a la crisis, el gobierno ha presentado un proyecto de ley (llamada Ley Corta) para zanjar la situación y, según dice, para darle una oportunidad a las Isapres a que puedan cumplir con la ley sin que se vean obligadas a declarar la quiebra.

Las Isapres, a su vez, han dicho que esta Ley Corta programa su desaparición y, en el mejor de los casos, determina una muerte pausada pero segura. En medio de este debate no parece haber un especial cuidado por los usuarios del sistema que, de concretarse el derrumbe de las aseguradoras, dejaría en la incertidumbre y, más aún, en la indefensión sanitaria a millones de personas.

En medio del fuego cruzado entre unos y otros: ¿Qué ocurre con los legítimos intereses de los usuarios que se verían en una crítica situación sanitaria que, en términos reales, el Estado no estaría en condiciones, al menos inmediatas, de evitar y resolver, poniendo a salvo de la indefensión a los afiliados y sus familiares?

Es en este momento que se plantea un problema de carácter moral de profundas repercusiones. En efecto, ¿tienen los poderes del Estado una responsabilidad moral, más allá de la política y jurídica, frente a millones de personas que pudieran quedar en una situación precaria de indeterminación por falta de certeza y de servicios? Por muy encomiable que sea el propósito de instalar en el país un sistema único de salud, eficiente, sólido y estable, una situación como la descrita no está lejos de ocurrir; es más, no solo es posible, sino también probable.

La cultura moral y jurídica que occidente ha construido durante siglos implica la idea de que el bienestar de la comunidad es, sin duda, la responsabilidad central de todos los poderes del Estado. Y, en este sentido, cualquier decisión que las autoridades unipersonales o colegiadas tomen debe considerar las consecuencias, si es que estas pudieran generar un daño (que en este caso podría ser irreparable) a los miembros de la sociedad.

Nadie puede olvidar que los usuarios son totalmente inocentes de las acciones emprendidas por unos y otros. Kant, tal vez el pensador más importante de los últimos siglos, ha postulado que las personas son, desde el punto de vista moral, fines en sí mismas y que toda vez que se las mediatiza con el fin de conseguir objetivos externos (sean políticos, económicos, o de cualquier otro orden) se comete un acto inmoral que genera escándalo.

Nada, pues, causa mayor conmoción que el someter a un castigo inmerecido a una persona inocente. Y, en este caso, son los usuarios del sistema los que en medio de esta disputa podrían ser gravísimamente perjudicados. No podemos pedirle a los privados que actúan en el libre mercado que asuman principios humanitarios (aunque hermoso sería que lo hicieran). Pero sí es una responsabilidad central de los poderes del Estado.

Si no, ¿cómo invocar la defensa de la dignidad de la persona y la garantía y promoción de los derechos humanos si en la realidad cotidiana las personas no son atendidas ni tratadas con la consideración y respeto que las normas jurídicas y morales acuñadas por la humanidad mandan? Que la culpa la pudieran tener estos entes privados no libera a la autoridad de sus obligaciones políticas y morales de poner a salvo de consecuencias graves e indeseadas a millones de personas que no se las han buscado ni las merecen.

Es cierto que la Ley Corta contempla un fortalecimiento del sistema público de salud (lo que es correcto y bueno). Pero una cosa es lo que se proponga y se predique formalmente y otra muy distinta es lo que realmente ocurre cuando un ciudadano o una persona recurre en demanda de salud a los organismos encargados de otorgarla.

Lamentablemente todos los estudios concluyen que las listas de espera en el sistema público de salud son largas e interminables. Hay millones de personas esperando una atención de salud. Cientos de miles esperando una atención especializada y miles esperando una cirugía crucial, sin contar a las personas que buscan tratamientos de alto costo para enfermedades crónicas que si no son atendidas oportunamente (como desgraciadamente ocurre en tantos casos), devienen en muerte segura de esos enfermos.

Es razonable, en consecuencia, que los usuarios de los sistemas privados de salud estén sumamente inquietos y que sientan que, en medio de este conflicto, no se miran realmente sus derechos porque fácilmente pueden quedar en la más absoluta indefensión sanitaria. Por mientras, las partes enfrentadas habrán conseguido sus objetivos, bien diferentes a los que con legitimidad reclaman todas las personas que esperan ser tratadas con dignidad y respeto en un Estado libre y democrático de derecho.

Efectivamente es posible, en teoría, un sistema único de salud de carácter estatal. Pero vista la realidad económica y social del país es indudable que Chile no está en condiciones de ofrecer a todos los individuos unas prestaciones de salud eficientes y oportunas. Y esto no se debe a que el Estado (es decir, los organismos públicos y funcionarios de salud) no ponga el mayor empeño en lograrlo aún con los limitados recursos con que cuenta. Sencillamente, la salud pública tal como está ya tiene déficit severos que requieren de muchísimos recursos para poder terminar con los altos promedios de espera de los enfermos del sistema y de poder atender eficazmente a los que necesitan tratamientos quirúrgicos complejos y caros.

Si a este sistema de salud se agregan forzosamente más de tres millones de nuevos usuarios, es bastante evidente y probable que se podría producir un caos y una catástrofe sanitaria. El Estado no tendrá los recursos económicos (ni la capacidad administrativa) para hacer frente a esta nueva situación en tan breve tiempo y sin duda alguna, tampoco dispondrá de las ingentes partidas presupuestarias para poder atender medianamente bien los requerimientos de estos nuevos usuarios.

En consecuencia, todas las autoridades del Estado que de alguna manera están implicadas directa o indirectamente en la solución de este problema sanitario deben asumir la responsabilidad moral de cuidar la salud de los chilenos. Y de evitar que externalidades indeseadas generen daños irreparables a las personas que no tienen responsabilidad alguna en la crisis que parece avecinarse.

Es propio de las sociedades abiertas (es decir, aquellas en que las personas son tratadas con consideración y respeto y se protegen sus derechos fundamentales, entre ellos la salud) garantizar la libertad personal y política de los ciudadanos de modo que ninguna persona sea conminada o arrastrada a tomar una decisión contraria a sus intereses y voluntad e, incluso, a su conciencia moral.

Está bien (¡quién podría discutirlo!) que el Estado aspire a mantener activas las mejores prestaciones públicas posibles para sus habitantes en materias de educación, seguridad social, salud y otras semejantes, pero no se debe arriesgar tampoco la libertad de los ciudadanos para poder elegir entre las ofertas del Estado y las del sector privado.

En una sociedad bien ordenada unas no se estorban con las otras, ya que una sana competencia (y una eficiente legislación) obliga a las instituciones privadas y a las del Estado a mejorar sus respectivos servicios so pena de perder su injerencia y prestigio frente a la ciudadanía.

Por esas razones, quién podría oponerse a que el Estado levante también aseguradoras de fondos de pensiones, universidades, escuelas y colegios e, incluso, determinados servicios públicos de transporte y otros por el estilo, si con ello estimula la libertad para que los ciudadanos elijan conforme a sus intereses entre las prestaciones públicas y privadas. De ese modo también se bloquea el surgimiento de los monopolios que, en la mayoría de las materias, son injustos y contrarios al interés general.

Todos los actores involucrados en este conflicto, pues, deben hacer un esfuerzo para llegar a un acuerdo que impida que las consecuencias de las decisiones públicas puedan castigar a los inocentes que, en este caso, son los usuarios de los sistemas de salud.

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