Aquello de que los chilenos seamos los ingleses de Sudamérica siempre sonó raro. Una frase meramente anecdótica, algo engreída y chovinista. Sin embargo, la coronación de un nuevo Rey en Inglaterra este 6 de mayo y la elección de un renovado Consejo Constitucional en nuestro país, con apenas 24 horas de diferencia, empalma a los chilenos fortuitamente con los ingleses en procesos institucionales, pero en nada más. Cualquier otro entusiasmo por acercarnos a la idiosincrasia inglesa no pasa por algo más sofisticado que tomarse un té por la tarde.
Mientras en Chile, una vez más, reporteros, analistas, la señora Juanita y uno que otro votante disfrazado de dinosaurio tomarán el protagonismo en medio de las urnas recién constituidas, en Reino Unido, a esa misma hora por la BBC, los ingleses ya estarán analizando la coronación del del día anterior, la de su flamante Rey Carlos III. Dos escenarios completamente diferentes; dos formas de concebir el mundo, el Estado y sus simbologías.
Entonces los chilenos, los llamados ingleses de Sudamérica, lucirán preocupados ante un voto difuso, comparados con la estampa cívica de británicos que tomarán palco frente a una puesta en escena monumental, rebosante de carros dorados, caballos lustrosos y un boato que unifica todos los ánimos. Porque la monarquía inglesa, guste o no al resto del mundo, sigue siendo la vitrina de exhibición de todo lo que concibe el ciudadano inglés por identidad, autoridad y orden.
La historia colocó a América en un carruaje diferente y a Chile tomando la iniciativa en este lado del mundo. El 22 de marzo de 1817, en los albores administrativos de Bernardo O’Higgins como Director Supremo (primera autoridad unipersonal del país), se abolieron los títulos nobiliarios con el fin de que a los ciudadanos se les distinguiese exclusivamente por su virtud y sus méritos. Aquello de ser identificados con símbolos que prefigurasen nobleza resultaba intolerable para la nueva República.
Siete años más tarde, ya no quedaría vestigio alguno en la región de tales ínfulas impostadas. Con la desaparición del Virreinato del Perú, títulos, sangres azules y otras chapas se irían disolviendo en América, quedando relegadas a fachadas simbólicas para algunos territorios como Barbuda, Jamaica y Belice. Para todo lo demás, bastaba con señalar al Viejo Mundo y a sus monarquías tildadas de añejas como en Reino Unido.
Pero el orgullo monárquico inglés es a toda prueba. Fue precisamente Carlos I quien tuvo que enfrentar en el año 1642 la abolición de su corona, con guerra civil y decapitación real de por medio, escenario que se mantuvo por 18 años. Hasta que su hijo Carlos II, con mucha más habilidad que su padre para defender el poder, fue restituido a la cabeza de un nuevo reino. Desde entonces “hunky-dory” (miel sobre hojuelas), una que otra resistencia y una Reina Isabel siempre fortalecida en las crisis.
Por cierto, a George Washington en sus mejores días le ofrecieron convertirse en Rey de la nueva USA. ¿Imagina a George I de América? Ofuscado ordenó que nadie más osara enarbolar tales ideas. Algunos, como puede ver, rechazan reinos. Otros esperan 74 años para asirse de tales oficios. Ya veremos como le irá a este nuevo Carlos III, mientras en Chile seguiremos tomado té con cierto aire inglés.