No bastó el esfuerzo y talento de un casting internacional, ni la esmerada recreación de atrezzos y vestuarios de fines del siglo XVIII, tampoco el uso de alta tecnología led para la filmación en sets virtuales. Nada evitó que la compañía de streaming más grande del mundo colocará la placa “R.I.P.” (Requiescat in pace) a la primera temporada de una de sus producciones más esperadas y la de mayor costo en su historia: 48 millones de dólares. Pese a una trama cautivante y el antecedente directo de “Dark” por parte de sus autores, la serie “1899” para sorpresa de legos y fanáticos, fue abruptamente cancelada, sumándose a un cementerio de audiovisuales acribillados sin próximos ciclos.
Una incertidumbre tan inmensa como el vórtice que succionó al barco “Prometheus” en esta serie alemana (perdón por el spoiler), quedó implantada no solo en los seguidores de la historia, sino en todos los que pagaron su abono mensual para verla, pues implícitamente esta plataforma de entretención ha venido declarando con la cancelación de sus series, que la manera en que mide el éxito de sus programas es muy distinta de la forma en que las audiencias enganchan con sus propuestas.
No cabe duda que con esta decisión el público más fiel de Netflix ha sido decepcionado, pues ya no solo conocerán el final de este relato en particular, sino que tampoco tendrán la certeza de que otras series con buena audiencia cerrarán el círculo que abrieron en un comienzo. Planteamientos como estos pudieran entenderse cuando los niveles de público son paupérrimos, arcos de personajes mal estructurados, tramas predecibles, en definitiva, producciones malavenidas (tal vez alguien recuerde el culebrón “Santiago City” de Megavisión, cancelado el año 1997), sin embargo, cuando se tienen más de 257 millones de horas de reproducción, como es el caso de “1899”, autodeclarado triunfalismo y buena crítica, resulta a lo menos perturbador el corte de cuajo que la dirección ejecutiva de una compañía decide sobre uno de sus productos aparentemente más exitosos.
Como es consabido, el marketing arrastrará una vez más todas las culpas, aunque el coste mayor aquí lo podría pagar la imagen de marca de la propia empresa, pues se hace evidente que la fórmula con que Netflix calcula su éxito radica exclusivamente en el rendimiento que las series obtengan durante sus primeras 4 o 5 semanas en contraste con sus costos para producirla. Con esta decisión estratégica es clara la supremacía de la rentabilidad por sobre el producto. Una postura de negocio bastante radical, ya que la ecuación: costo/horas de visualización, no acusa una igualdad con las variables: arte/entretención, hipotecando de por medio el valor de la marca.
El gran pecado de la compañía que un día hundió a “Blockbuster video” y que hoy zozobra con una baja del 9% en sus acciones, es que ha diversificado tanto su producción audiovisual que cuando sus “números” no cierran en la estratosfera, aunque lo hagan bastante bien a una altura más baja, esto no es suficiente para dar continuidad a sus historias, so riesgo de socavar su capital más importante: la confianza en sus propios abonados. Nada peor en este contexto que generar expectativas que después no puedan cumplirse. Netflix en su propia trampa.