La migración es un derecho humano reconocido por la Declaración Universal de 1948. En su artículo 13 refiere a que toda persona tiene el derecho a “circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” (ONU, 1948, art.13, inc.1) y además señala que “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” (ONU, 1948, art.13, inc.2).
En el caso de Chile, en las últimas décadas, se ha provocado una migración sur-sur con el arribo de personas que, por diversas razones debieron salir de su país, alcanzando la cifra de 1,4 millones de migrantes a diciembre de 2021 (Carrasco, 2022). Las razones principales refieren a buscar nuevas oportunidades laborales y económicas; refugio por situaciones políticas donde está en riesgo la vida; situaciones de lesa humanidad; cuestiones académicas, entre otras.
La pregunta que ha surgido en estos últimos tiempos, sobre todo en este contexto de pandemia, es si el Estado de Chile ha sido o no negligente en cuanto a esta migración masiva, no planificada e irregular; situación que se observa en diversas ciudades del país y también a través de los medios de comunicación: peregrinajes en zonas y pasos no habilitados, personas que deben sortear diversos peligros donde la gran mayoría de las veces son guiados por coyotes y grupos organizados que, desde la ilegalidad, cobran grandes montos de dinero para ingresar personas a Chile con el discurso de que acá encontrarán las condiciones suficientes para recomenzar junto a su familia, en un país que aparece como seguro, estable económicamente y que representa los Estados Unidos de Latinoamérica.
Sin embargo, somos testigos de que las personas que ingresan en esas condiciones de subsistencia utilizan los cordones periféricos de las ciudades, se agrupan en guetos y son reclutadas por bandas de narcotraficantes; otros experimentan la trata de personas o la esclavitud; ejercen el comercio ambulante; o viven en condiciones miserables en la calle a riesgo de enfermarse o morir. Lo anterior se materializa en la pugna por el espacio público, generando conflictos, roces y disputas, cuestión que se maximiza en momentos de crisis. Cabe mencionar que la crisis económica producto de la pandemia elevó por primera vez en 20 años la pobreza en Chile a un 10,8%, lo que implica que más de dos millones de personas en Chile están bajo la línea de la pobreza, es decir, no logran satisfacer sus necesidades mínimas; lamentablemente, esta tendencia es difícil que se revierta porque se agrega el factor de la inflación (Alonso, 2022).
Esta situación hace más compleja la migración y es ineludible abordarla desde una perspectiva ética y humana, donde se consideren, al menos, dos puntos de vista: el de las personas migrantes y el de las personas connacionales. Esto porque la migración no regulada pone en riesgo su propia seguridad, ya que la aparición abrupta de personas migrantes que cruzan por pasos no habilitados genera discursos y prácticas de animadversión; se construyen como enemigos, como personas peligrosas, como mano de obra barata; y, por ser indocumentados, les arrebatan la posibilidad de utilizar la política social, por tanto, quedan excluidos de los beneficios del Estado, cuya consecuencia es vivir en la pobreza extrema.
Ahora bien, el análisis de la migración se ha abordado desde tres perspectivas que se tensionan. En primer lugar, desde el buenismo o la xenofobia, en tanto posturas antagónicas que van desde narrativas que manifiestan una apertura total, donde es posible recibir a todas las personas migrantes, pero que carece de análisis crítico de la situación social, económica y política. O aquella visión totalmente cerrada, que se fundamenta en la xenofobia y el chauvinismo teñido de nacionalismo, donde se plantea que Chile no debiera ser un repositorio a todo evento.
La segunda tensión refiere a discursos que plantean la dicotomía entre la situación de pobreza del migrante, es decir, que Chile está importando pobreza o el paternalismo del Estado de Chile. Así, expresiones desafortunadas como el “oasis latinoamericano” (Cooperativa, 2019) dan cuenta de una megalomanía que no refleja la realidad del país y que actúa a espaldas de la ciudadanía, generando expectativas en las personas migrantes, a quienes se les reconoce en una situación de vulnerabilidad extrema, pero que a la fecha siguen sin ver cumplidas “esas promesas”.
La tercera tensión se produce entre la academia y el mundo de la vida, puesto que la primera tiende a encapsular la situación migrante, utilizando una serie de categorías academicistas que atrapan el concepto para realizar una comprensión abstracta del fenómeno, muy lejos del mundo de la vida donde la situación migratoria se vive en lo cotidiano con todas sus complejidades de hacinamiento, tomas de terreno, problemas sanitarios, escasez de alimento, entre otros.
Estas tres tensiones son complejas y se deben evitar. No se puede hacer de las personas migrantes un sinónimo de delincuencia o narcotráfico. La migración esconde dramas humanos profundos y se demanda un Estado que resguarde las condiciones de vida de todas aquellas personas que habitamos en este territorio, y que establezca mecanismos a escala humana para asegurar el ingreso a nuestro país a aquellas personas que tengan las condiciones judiciales reglamentarias para que se co-construyan relaciones equiparables.
El desafío es intersectorial e interdisciplinar, considerando que el Estado debe poner ciertos mínimos en perspectiva de una vida digna. Porque las personas migrantes merecen respeto y posibilidad de una vida segura, puesto que la vulneración que portan se perpetúa en un país que no tiene las condiciones estructurales y materiales para que las situaciones que atraviesan se mitiguen en este país, es decir: situación de vivienda, trabajo decente, educación, salud, aceptación, respeto y reconocimiento. Lo que no puede suceder es que los mismos derechos fundamentales que son vulnerados en el país de origen se sigan vulnerando en el país de destino.
Por tanto, el justo medio para abordar correctamente el fenómeno es el despliegue de la política de migración y extranjería (2021) que debe operar como un instrumento de resguardo a las personas migrantes y connacionales. Es así como la ley de migración y extranjería promulgada en abril de 2021 tiene como propósito la migración ordenada. La expectativa respecto de esta ley es que se constituya en una herramienta eficiente para gestionar un ingreso seguro, regular y responsable al país, instaurando deberes, obligaciones y derechos. Eso significa que se asegure que las personas extranjeras, independiente de su nacionalidad, aporten al país, asegurando la promoción, respeto y garantía de derechos humanos fundamentales.
Dra. Sonia Brito Rodríguez, Departamento de Trabajo Social Universidad Alberto Hurtado; y Dra. © Lorena Basualto Porra, Universidad Católica Silva Henríquez.