Planteando la problemática
La reforma (o refundación, en su caso) de la fuerza pública (policía, tanto uniformada como civil) —que constituía una de las materias prioritarias del sexto gobierno de la Concertación—, parece haber sido convenientemente archivada. Antes bien, puesto que la seguridad pública ha invadido parte considerable de la agenda gubernamental, debe subentenderse que la solución a dicha urgencia se realizará con la anuencia de la actual fuerza pública.
Conclusión que no debe sorprender pues es la continuación de aquella afirmación del presidente, a poco de ser elegido, según la cual la reforma policial había de hacerse ‘con’ la policía y no ‘a’ la policía. Simultáneamente a estos hechos, y tal cual lo señaláramos en otro de nuestros documentos, pareciera existir consenso en los debates realizados por la ‘elite política’ en el Parlamento, acerca de no abordar la esencia de los problemas sociales sino soslayar definitivamente ese tema como si se tratase de una peste maligna que es necesario conjurar. Lo vimos a propósito de la nueva Constitución, en donde el único tema que no se aborda es, precisamente, la esencia del debate —es decir, dónde radica la potestad constituyente—. En el caso de la seguridad pública, la situación ha llegado a un grado tal de simplismo que un analista no vacilaba en señalar, al respecto:
“Sin mayores novedades transcurre el debate sobre la seguridad pública en Chile. Por un lado, se ubican quienes plantean la ‘mano dura’ como la única herramienta capaz de resolver los problemas de delincuencia e inseguridad en el país. Al frente, se ubica otro sector que lo que enfatiza es la necesidad de establecer medidas que sean eficaces y que toquen el corazón del problema de la inseguridad. A esta última visión la llamaremos ‘mano eficaz’”.
Pero, en verdad… ¿debe reducirse a tanta simpleza el tema central del debate? Y, por otra parte, ¿cuál es ese tema?
Los temas relvantes
Desde que la agenda delictual acaparara la atención de los medios de comunicación y, consecuentemente, del Gobierno, el debate se ha orientado en torno a abordar una serie de temas que se presentan como los más relevantes. Así, por ejemplo, el senador de RN Francisco Chahuán, quien, precisamente, no se caracteriza como brillante teórico, en una entrevista a ‘El Mercurio’, en el curso del presente mes, asevera
“[…] el tema de fondo es que hay un complejo en entregarle herramientas y atribuciones a las policías”.
¿Un complejo? ¿Temor? Bueno, si es así, entonces, la solución no puede ser más simple: entregar más herramientas y atribuciones a las policías.
En una línea similar de simpleza, ‘El Mostrador’ va más allá y sostiene que el bienestar político de Chile exige
“[…] combatir cualquier acción insurreccional violenta con el máximo de energía y toda la fuerza legítima del Estado. Un ejemplo es la acción armada de grupos radicales mapuche que han sometido, in crescendo, a La Araucanía a un verdadero estado de asedio; sin embargo, esto ha sido enfrentado de una manera tibia, culposa e instrumental, por parte de los sucesivos gobiernos del país”.
Eso es: dar palos a los mapuches. Más represión. Sin embargo, ese es el tono del debate. Pero las proposiciones continúan: facultar a los carabineros para responder a las agresiones que sufren a manos de la delincuencia, dotarlos de más elaborados y avanzados instrumentos de acción para el cumplimiento de su labor, proveerlos de mayor cantidad de vehículos destinados a tal fin, aumentar la dote policial, en fin.
El senador Pedro Araya del PPD, en un trabajo publicado recientemente, señala al respecto:
“[…] la experiencia internacional ha permitido identificar aquellos elementos que son mínimos necesarios para impulsar de manera exitosa una reforma policial. Entre ellos se encuentra la necesaria conducción civil de los cambios que se impulsen en esta materia. La necesidad de contar con canales permanentes de comunicación hacia la ciudadanía que le permita entender y conocer los avances que se hagan en el marco de la reforma policial, también es un elemento mínimo necesario en procesos de reforma. Asimismo, crear espacios de participación efectiva ciudadana para otorgar legitimidad al proceso de reforma”.
A nuestro entender, si bien todos esos temas revisten gran importancia, el problema, sin embargo, no es abordado de manera directa.
Disminución de la dotación policial
Hasta el día domingo 13 de noviembre, la comunidad nacional ignoraba la pronunciada tendencia a la baja que existía (y existe) en la institución Carabineros de Chile. No debe sorprender esa circunstancia. El número de carabineros que se necesita para cubrir las necesidades del país —como asimismo su distribución—, no puede revelarse: el Código de Justicia Militar así lo dispone por motivos de ‘orden público nacional’. Si un diario de la capital pudo entregar tal información en forma parcial, ello se debe a que tuvo en su poder algunos documentos secretos de la institución, según los cuales
“[…] entre el primer semestre del 2019 y el primer semestre del 2022 se redujo en un 27% el número de policías disponibles para realizar servicios a la población, en las 53 comunas con Plan Cuadrante en la Región Metropolitana”.
La ministra Carolina Tohá, en una entrevista que le hiciera radio ‘La Mega’ de Osorno, indica que las causas de esta disminución son variadas; según sus propias palabras:
“Lo que ha pasado con Carabineros en los últimos años, es que producto de la pandemia, se vio obligado el sistema a bajar el número de reclutamiento por el tema del distanciamiento social. Se formaron policías menos que lo habitual”.
No. No es la pandemia solamente. Una investigación periodística realizada por el diario ‘La Tercera’ a principios del presente mes da cuenta que, al menos en la Región Metropolitana, la dotación policial, entre 2019 y el primer semestre de 2022, disminuyó drásticamente de 4.531 policías activos a 3.266. Las causas del fenómeno indicado, según ese estudio, estarían relacionadas con el otorgamiento de licencias médicas, vacaciones y, lo que es más importante, con renuncias a la institución.
En el caso de Lo Barnechea, la dotación que había en 2019 era de 80 carabineros; para el primer semestre de 2022, esa dotación bajó a 36, lo que implica un descenso superior al 50%. Una disminución similar se advierte en otras comunas, circunstancia en la que están acordes todos los alcaldes de la región Metropolitana.
“[…] de 57 uniformados cada 100 mil habitantes en 2019, se pasó a 39 policías cada 100 mil habitantes este 2022: un 27% menos de carabineros”.
Las verdaderas causas del fenómeno
No nos parece que las causas de la disminución en el número de policías sean solamente las indicadas. Como lo hemos señalado en numerosas oportunidades, cuando se habla de causas es erróneo intentar limitarlas. Y no considerar una de las más importantes, que es la desafección de la ciudadanía en optar por la carrera policial.
En general, se supone que las razones de esta desafección dicen relación con el temor de quien elige esa profesión de verse acusado de violar los derechos humanos. De lo cual derivaría una contradicción entre el ejercicio de la fuerza pública y la defensa o protección de los derechos humanos.
En efecto, a nuestro entender, para abordar con seguridad el problema, es necesario, ante todo, reconocer que la policía, al igual que numerosas instituciones del Estado, se encuentra tremendamente deslegitimada. Y, cuando ello ocurre, como lo señala John Müller,
“[…] los gobiernos actúan con una mano atada a la espalda”.
Esta deslegitimación no es nueva. Comienza antes del estallido social y es coetánea a los gobiernos post dictatoriales (no olvidemos que el primer detenido desaparecido en dictadura se llama Pedro Huenante, mapuche, pobre y menor de edad; fue detenido por carabineros y desapareció luego de su detención). La deslegitimación del cuerpo policial solamente se agrava luego del estallido. Y, ¿cómo no deslegitimar a una institución que le quita los ojos a casi quinientas personas, deja morir a otras, protagoniza el escándalo financiero más grande del país, participa en el robo de la madera y, para justificar sus tropelías, recurre a ‘montajes’ y falsos testimonios?
Pero… la crisis de Carabineros no se limita a aquello. El propio Gobierno tiene su cuota de responsabilidad en un doble aspecto. Recordemos que, si bien en un comienzo, habló de reformar a la institución e, incluso, alterar su estructura, finalmente, y ante la emergencia, terminó entregando todo su respaldo a la dirección de la misma.
“Una pésima señal la dio el mismo presidente Boric al confirmar en el cargo a un general de Carabineros responsable de gran parte de la represión ejercida a los manifestantes con una secuela trágica y cruel de muertos, heridos, torturados, cegados y presos injustamente”.
Las vacilaciones crean inseguridad. Crean desconfianza. Como, asimismo, las promesas incumplidas. Nadie sabe lo que va a suceder. La incertidumbre se apodera de la institución. Poco antes del plebiscito de septiembre pasado, al momento de retirarse de la institución, algunos uniformados señalaron a un periódico:
“La gente se está yendo. No sabemos si vamos a estar intervenidos por el poder civil, si seguiremos existiendo o no. Los chats de los colegas están repletos de incertidumbre por el plebiscito, además los jefes no nos dicen nada”.
Los problemas se pueden subsanar
Sin embargo, lo que parece imposible puede subsanarse, a menudo, cuando hay voluntad para ello; también, cuando las leyes que gobiernan el funcionamiento de un sistema así lo permiten. En el caso del sistema capitalista, con la aplicación rigurosa de las leyes del mercado, es decir, subiendo los sueldos que se pagan a la policía o, dicho de otra manera, haciendo atractivo, monetariamente, el ejercicio de la labor policial. En el fondo, se trata de encontrar un eufemismo que permita ocultar esa despectiva sentencia según la cual toda persona tiene su precio.
No obstante, lo dicho, un esfuerzo por dignificar el rol de la policía debería, de todos modos, ser el eje conductor de toda reforma en ese sentido, lo que no obsta a establecer mejoras de sueldos. Cuando se opera con apego a principios, también la contradicción entre el ejercicio de la fuerza pública y el respeto a los derechos humanos se muestra como ilusoria.
Para el senador DC Francisco Huenchumilla, el objetivo fundamental de la seguridad nacional puede lograrse:
“Un plan nacional, integrado y multisistémico para la superación de la delincuencia debiera abordar, sin temores ni reservas ideológicas, todos los aspectos que inciden en la génesis de la delincuencia, incluyendo los vicios del modelo económico que tenemos en Chile”.
Sin lugar a dudas, el problema de la seguridad nacional debe enfocar esos aspectos. Y todos aquellos que menciona el senador en su trabajo. Pero no es lo único: el problema central pareciera seguir en la penumbra.
Recurriendo a la tipificación delictual
Una reforma al sistema policial debe contemplar todo lo antes mencionado. Y mucho más. No cabe la menor duda. Sin embargo, ella no puede hacerse sin, antes, recordar que los delitos cometidos al interior de una sociedad son, fundamentalmente, de categorías diferentes: hay delitos comunes, pero también delitos políticos. Y aquí radica el ‘quid’ del asunto. Porque si la discusión se ha orientado en torno a reglamentar el uso de la fuerza pública para reprimir la comisión de un delito común se puede entender el sentido de la misma. Pero si esa discusión ha buscado homologar ambas categorías, la situación es por entero diferente. Porque no es lo mismo considerar al delito político en un mismo plano de igualdad con el delito común. Son tipologías diferentes. Y es lo que, creemos, ha faltado en la discusión. Por razones que es del caso señalar.
A nuestro entender, una de las causas determinantes del profundo desprestigio de la policía es el permanente uso que cada gobierno ha dado a la misma en resguardo de su propia protección. Queremos decir, aquí, que, luego del término de la dictadura pinochetista, la policía ha perseverado en su labor de proteger al gobierno de turno o, lo que es igual, cuidar que a ese gobierno no lo amenacen las veleidades de una oposición agresiva. No es otra la razón que los lleva a perseguir delitos políticos y no a proteger a la ciudadanía de la delincuencia común con la que, en no pocos casos, están en connivencia.
El uso de la policía para fines políticos queda de manifiesto en dos hechos que pasamos a citar: a fines de 2019 y comienzos de 2020, la intensidad de las protestas obligó al intendente Felipe Guevara en ocupar una dotación de 1000 (mil) carabineros en la plaza Dignidad ¡tan sólo para proteger un plinto que ya ni siquiera contaba con la presencia de la estatua que sostenía! El expresidente Piñera, para nombrar al general Rozas —hombre de su confianza—en el carácter de director general de Carabineros, no vaciló en sacar a toda la dotación de oficiales que lo precedía con tal de obtener su cometido. No debe sorprender, igualmente, que la policía uniformada mantenga la misma estructura de poder que le legara la dictadura y, en consecuencia, la misma cultura de profundo desprecio hacia el estamento civil. Algo que es urgente corregir.
La tarea es grande, pero no imposible si se empieza por donde corresponde hacerlo. Veamos: la policía tiene como misión proteger al cuerpo social de la delincuencia común y no la protección y conservación del gobierno de turno. Esta afirmación, dicha de otra manera, implica que ningún gobierno puede destinar el uso de la fuerza policial a reprimir las manifestaciones de descontento social o de rechazo político, principio que debe ser parte del articulado de una constitución y no de una simple ley. El desprestigio de las instituciones comienza cuando quienes están a cargo de ellas comienzan a emplearlas en función de sus intereses particulares y abandonan toda promesa de actuar en bien de la comunidad.
La Constitución debe, en consecuencia, establecer los límites del uso de la fuerza pública y éstos deben circunscribirse a la prevención, investigación y persecución de los delitos comunes. De nada sirve hacer una reforma a la seguridad si, al cabo de un tiempo, la policía vuelve a perder su legitimidad por el uso indebido que la autoridad política hace de ella.
Por el contrario, el debate acerca del concepto y contenido del delito político debe realizarse en el Congreso (Parlamento), institución que debe tomar en sus manos esa tarea y pronunciarse acerca de la forma en que esa figura jurídica debe ser perseguida y sancionada, además de la naturaleza del organismo que tendría a su cargo el cuidado de semejante tarea. Insistimos: el delito político no puede asimilarse al delito común. Requiere, por su naturaleza, de un tratamiento especial. Necesita una ley especial. Y, en consecuencia, una discusión especial. Materia que, al parecer, poco preocupa a quienes debaten la seguridad nacional.