Con una facturación anual que supera los 43.000 millones de dólares e integrando, de acuerdo con el BrandZ Global Report, el “hall of fame” de las 100 transnacionales más valiosas del mundo, el gigante IKEA acaba de inaugurar en nuestro país, con ministro de Hacienda incluido, la primera de las dos tiendas que para antes de fin de año la marca sueca aspira tener a pleno funcionamiento.
Una larga fila de ansiosos consumidores se agolpó de madrugada hace algunos días en el Open Kennedy, tanto más para ganar alguno de los premios prometidos a los primeros que cruzaran la puerta de la nueva tienda, y tanto menos por el deseo de ser reconocidos como los pioneros de la “experiencia IKEA”, y es que el gigante de los muebles y la decoración a bajo costo no escatimó bombos y fanfarria para su primera sucursal en Sudamérica.
Hace más de 70 años IKEA revolucionó la forma de entender el negocio del retail. El concepto de “ensámblelo usted mismo” implicó un ahorro substancial para la compañía en bodegaje, ahora los volúmenes podían plegarse y ocupar un espacio mucho más pequeño, como también restar de la ecuación comercial los costos de mano de obra a la hora de armar los productos. De paso, el consumidor cobró un protagonismo inédito que en el largo plazo conllevó a un resultado psicológico insospechado: la percepción de valor respecto al trabajo propio.
El famoso “efecto IKEA” es un fenómeno estudiado y documentado, se trata de un sesgo cognitivo que ocurre cuando los consumidores dan una valía desproporcionada a productos que ellos mismos contribuyen a elaborar, una especie de autorrealización al estilo “Airfix” o “Lego”, pero a gran escala y con sentido más utilitario. Y es que a esa tan humana búsqueda de sentirnos “competentes y útiles”, la empresa europea le ha sacado un partido inmenso, siendo hoy por hoy el “core business” de su entramado estratégico. ¿Puede haber algo más satisfactorio para cualquier comprador que saberse responsable del resultado estético de un objeto de diseño en su hogar?
Nada mal para una compañía cuyo fundador Ingvar Kamprad comenzó vendiendo mesas con patas desmontables. Un hombre además reconocido como la encarnación de la austeridad (tacañería para otros), pues nunca ostentó de sus descomunales ganancias, tanto así que vestía con ropa de segunda mano, compraba lácteos a punto de caducar por ser más baratos, se hospedaba en hoteles de una o dos estrellas, volaba siempre en clase turista, se movía en su Volvo del ‘93 o en transporte público, se llevaba de los restaurantes los sachet de sal y azúcar y solía aprovechar sus viajes a países subdesarrollados para cortarse el pelo, alegando que en Holanda un corte cuesta más de 20 euros. ¡Qué más da! Cada cual con su propio “efecto IKEA”.