Los profesores sabemos que contar con información en la sala de clases de cada uno de nuestros estudiantes durante el proceso de enseñanza y aprendizaje es el mejor escenario para encaminarlos a lograr las metas esperadas.
Sin embargo, desde hace un tiempo los procesos de evaluación que nos permiten contar con esta información han experimentado un aumento en su percepción negativa, ya que se les asocia a tensión, agobio y frustración, no solo de los estudiantes, sino también de los profesores y de todo el sistema educativo.
La pandemia del COVID-19 profundizó esta situación. Según datos del Centro de Justicia Educacional de la Universidad Católica, en 2020 los alumnos mostraron mayores dificultades atencionales y de tipo ansioso-depresivo, aislamiento, problemas sociales y de pensamiento, mientras que las exigencias de la educación remota afectaron seriamente al profesorado.
Un estudio elaborado por el Centro de Investigación y Mejoramiento de la Educación de la Facultad de Psicología de la Universidad del Desarrollo reveló que el 77% de los profesores siente estrés, un 49,8% frustración y un 41% angustia.
En este escenario de angustia generalizada, el año 2020 se decidió no aplicar el SIMCE a los estudiantes por los próximos dos años. Para situaciones excepcionales las soluciones deben también ser excepcionales, la pandemia ameritaba esta interrupción, pero este año el escenario es distinto.
Por ello, pensar en una evaluación censal sin consecuencias, parece una buena salida que entregue luces a los gobernantes, directivos, equipos técnicos y docentes con información confiable para tomar las mejores decisiones y así ofrecer una oportunidad para mejorar la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje en las escuelas y recuperar la equidad a la que aspiramos para cada estudiante de nuestro país.
¿Cómo hacerlo considerando el estado emocional actual del sistema? Se requiere invitar a los formadores de formadores a cambiar el enfoque hacia una nueva “cultura de la evaluación”.
Una cultura que se caracterice por tomar decisiones sobre la base de evidencia en contexto, por incentivar la retroalimentación y la reflexión al interior de las comunidades educativas, por generar espacios de valoración del docente y del alumno, de tal manera de construir un camino y a su vez una oportunidad para cada uno de ellos. Finalmente, una evaluación que nos permita revisar los planes, programas y métodos con el fin de mejorar el proceso educativo.
Estamos ad portas de una decisión de enormes consecuencias. El Ministerio de Educación presentó al Consejo Nacional de Educación (CNED), su idea de prolongar la eliminación de la evaluación censal para este año.
El CNED debe evaluar dicha propuesta, analizando con expertos la experiencia acumulada, considerando la opinión de distintos actores educativos, los aportes de académicos e investigadores, la revisión de política comparada y de la literatura nacional e internacional. De ese trabajo saldrán, en un par de semanas, las recomendaciones adoptadas.
No es un misterio para nadie el daño causado en pandemia. Según un estudio del Banco Mundial, Unesco y Unicef, publicado en diciembre de 2021, en los países de ingresos bajos y medianos, la proporción de niños que viven en lo que denominan “Pobreza de Aprendizajes”, era de un 53 % antes de la pandemia, pero podría alcanzar el 70% debido al cierre prolongado de las escuelas y a la carencia de eficacia del aprendizaje a distancia.
Ese alarmante dato, más la ceguera en la que nos encontramos al no contar con información durante este periodo, nos ata de manos para la toma de decisiones que nos oriente hacia el plan de recuperación futuro. Es hora de liberarnos de esa atadura, por el bien de cada uno de nuestros estudiantes.