La tolerancia a la violencia también tiene sus límites. Para quienes vieron la serie “Fauda” en Netflix, habrán advertido que incluso para quienes están inmersos en la violencia, o la ejercen, a ratos la violencia se les hace intolerable, aún cuando no pueden salir de ese círculo.
El problema está en que cuando la violencia alcanza los límites de lo tolerable, la respuesta a ella es una reacción igual o más violenta, que puede provenir desde el propio Estado o de la sociedad civil, con ingentes costos para los países.
En Chile llevamos más de dos años y medio tolerando una violencia sostenida que se manifiesta de diferentes formas, desde la que se expresa en la calle, en forma de vandalismo, la que está asociada a la delincuencia común, y la terrorista que está instalada desde hace bastante tiempo en La Macrozona Sur.
Esto no quiere decir que la violencia se inició en Chile hace dos años y medio. Es cierto que la violencia siempre ha estado presente en la sociedad chilena, pero lo que viene ocurriendo en Chile desde 2019 es que esa violencia se institucionalizó.
¿Qué significa esto? Que la violencia fue validada como mecanismo de expresión política para conseguir determinados objetivos y demandas, como respuesta a lo que algunos sectores consideraron 30 años de abusos desde el retorno a la democracia, como parte de una retórica falaz, que sólo buscaba dar legitimidad a esa violencia irracional que se instaló hace dos años y medio y que no ha podido ser desmontada.
En Chile pareciera que estamos frente a una escalada de violencia sin fin, con una agravante adicional: que esa institucionalización de la violencia se vio doblemente reforzada cuando asumieron el Gobierno los mismos que desde la oposición validaron la violencia estos últimos años.
Y el resultado de aquello es que siendo el Estado el llamado a resguardar la seguridad de los ciudadanos, la mantención del orden público y el respeto a la ley, utilizando para ello el legítimo uso de la fuerza que le confiere la Constitución y las normas, ese Estado está hoy amordazado por sus actuales administradores, que ya han dado muestras suficientes -a un mes de iniciada su gestión- de que no harán uso de esa coerción legítima para frenar la violencia.
Y si el Estado no es capaz de enfrentar y tratar de controlar la violencia desatada que exhibe hoy el país, ¿cuáles son las alternativas que quedan? Quizás nadie se atreva a decirlo a viva voz, aunque lo piensen. Pero si el Estado no es capaz de enfrentar institucionalmente la violencia, porque institucionalmente se le ha dado validez, cuando se supere el límite de lo tolerable, se corre el riesgo de que sean sectores de la propia sociedad civil quienes salgan a enfrentarla con sus propios medios por fuera de la vía institucional.
Nadie sensato en Chile quisiera llegar a ese escenario, por eso es fundamental levantar las banderas de alerta, antes de que esta violencia sin límites choque con la frontera de lo tolerable y el torrente de violencia se desborde por los cuatro costados del país.
Y esto no lo digo yo, lo dice la historia y sus reiteradas lecciones al respecto, donde algunos parecen perseverar en mover el avispero de las pasiones que desata la violencia descontrolada. Porque aunque esos sectores sigan sin verlo, la violencia sin límites, también tiene sus límites. ¿Cuán cerca estamos de ese escenario? No lo sabemos. Lo que si está claro, es que si el Estado no enfrenta la violencia de forma decidida, el desborde será como un aluvión, sin previo aviso.