Decir que luego de la pandemia no volveremos a ser los mismos puede ser un cliché, pero es real. Se han abierto brechas que hay que superar, procesos que estabilizar, costumbres que reestablecer.
La magnitud de lo que hemos vivido estos últimos años es de tal dimensión, que la “normalidad” a la que pretendemos retornar es y será distinta a lo que estábamos acostumbrados.
Probablemente, no notamos que los aprendizajes que hemos debido adquirir, unos más, otros menos, significaron re-aprender habilidades que consideramos básicas, además de aprender cosas nuevas y desconocidas hasta hace poco. Ha sido una etapa de aprendizaje personal y social bajo condiciones de estrés y, por cierto, de dolor para tantas familias.
En consecuencia, la “vida virtual” en que muchos nos vimos sumergidos, impactó no solo en ciertos hábitos, sino también en la forma que nos comunicamos, desarrollamos y accedemos al conocimiento. Esto nos plantea desafíos científico-tecnológicos, éticos, normativos y educativos, con implicancias diversas.
En el ámbito de la educación se pone en relieve nuevamente la importancia del concepto de “educación a lo largo de la vida” que Unesco acuñó hace ya un tiempo, luego del Informe Delors. Así, desde la década de los 90 se enfatizaba que las sociedades necesitan asumir que los procesos de enseñanza y aprendizaje trascienden la educación formal, pues para avanzar en un desarrollo inclusivo y sostenible se requiere de individuos capaces de aprender, no solamente en instancias diseñadas para ello; para lograrlo, las personas debiésemos ser capaces de aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. En definitiva, debemos ser conscientes de nuestros procesos de aprendizaje, de los contextos en que los realizamos y de que sean significativos para nosotros y nuestro entorno.
Recordemos que hasta mediados del siglo XX el proceso de enseñanza-aprendizaje era concebido solo como una dinámica de instrucción, en que se debían incorporar contenidos, técnicas o hábitos que eran transmitidos por un guía, maestro o instructor. Pero el devenir de la historia, con la formalización y masificación de la educación, motivó la reflexión en torno a cómo aprendemos y en qué contexto lo hacemos mejor. Hoy pareciera estar más o menos incorporado que aprender no es “tragar contenido”, y que el desarrollo de ciertas competencias, habilidades y actitudes personales y sociales, además de la adquisición de conocimientos, son aspectos fundamentales a la hora de hablar de aprendizaje.
Necesitamos prepararnos para ser capaces, toda la vida, de adquirir habilidades, aprender técnicas y conocimientos, los que en el presente aún no podemos dimensionar. Nuestros niños y niñas de primero básico de hoy accederán a estudios universitarios sobre materias que actualmente no existen. Y, por lo mismo, los y las egresadas de nuestras casas de estudio, además de competencias disciplinares propias de sus profesiones, requieren desarrollar la capacidad de aprender.
Las universidades debemos asumir como parte de nuestro compromiso académico, ético y ciudadano estos conceptos, pues en un mundo lleno de incertidumbres y de variables que no podemos controlar, desarrollar las capacidades de conocer nuestro entorno y a nosotros mismos, de empatizar con quienes nos encontramos, ser capaces de realizar análisis y meta-análisis, y obtener aprendizajes significativos de ello, parecen ser más allá de cualquier disciplina, las competencias que nos permitirán avanzar en un proceso de desarrollo individual, colectivo y global verdaderamente sostenible.